No contar todo

Emiliano Monge

Fragmento

No contar todo

“¡Rasputín, Monge Maldito!” Con este titular, acompañado por el retrato de mi abuelo en primera plana, abrió su edición el primer periódico de nota roja de la ciudad de Culiacán, Sinaloa, el 13 de marzo de 1962.

Cuatro años antes, apenas unos días después de que el último de sus hijos cumpliera los siete años, mi abuelo se había levantado de madrugada, se había bañado con agua helada, había desayunado los restos de la cena anterior —sin encender ninguna luz de la casa, le gustaba recordar a mi abuela— y se había marchado, convencido de que lo hacía para siempre.

Una hora más tarde, con el sol todavía escondido tras la Sierra Madre, Carlos Monge McKey llegaría a la cantera que por entonces regenteaba y que pertenecía al hermano de su esposa, es decir, de mi abuela, Dolores Sánchez Celis. Ahí estacionaría su camioneta, se bajaría empuñando una linterna, comprobaría que no hubiera nadie más en aquel sitio y dirigiría sus pasos hacia su minúscula oficina, donde lo esperaba el cuerpo del hombre que la tarde anterior había comprado.

Con el cadáver echado sobre un hombro, cargándolo más como un tablón que como un bulto, Carlos Monge McKey, quien dejaría muy pronto de usar su primer apellido, quedándose tan sólo con el que heredara de su madre, volvería sin prisa hasta su vieja camioneta. Allí, embebido de coraje por no haberlo previsto —era incapaz de apartarse de la tradición de estallidos repentinos de su estirpe—, se vería obligado a hacer crujir las coyunturas y a romper no pocos huesos del occiso, cuyos despojos ya había reclamado el rigor mortis.

Quizá porque a mí —que lucho contra el ángel vengador que el apellido me impusiera intentando negarle a cada acto, cada instante que comparto y cada sentimiento que demuestro ante los otros la seriedad que ellos erigen como templos— me habría sucedido, siempre he querido imaginar que en aquel instante fundacional, mientras mi abuelo se peleaba contra el nervio de la muerte, fue capaz de poner pausa a su coraje y de reírse.

Reírse de sí mismo forzando, por ejemplo, una comparación en la que otro forzaría una consecuencia: que Carlos Monge McKey, a punto de convertirse en otro hombre, destrozando las rodillas de un muerto cuya muerte será siempre un enigma, sonrió evocando a su abuelo: aquel carnicero que, a finales del siglo XIX, abandonó Irlanda y la familia que ahí tenía para marcharse a California. O para cambiar el escenario de sus días: ¿cómo explicar, si no, que varias semanas después desembarcara en Sinaloa y se quedara a vivir en aquel sitio, para él hasta ese día inexistente, peor aún: ni siquiera imaginado?

Pero aunque Carlos Monge McKey terminaría siendo un hombre de reírse a carcajadas y de hacer también reír a otros hasta el borde del desmayo, según me contarían sus compañeros del asilo en donde yo mismo habría de recoger las cosas que él atesoraba —un frasco lleno de canicas, los retratos de media docena de mujeres, dos mazos de tarot, un cartucho de dinamita, una bolsita llena de cenizas, un puñado de credenciales expedidas a nombres diferentes, los remedos de las tres libretas incompletas que querrían haber sido un diario, una pelota de beisbol firmada por varios jugadores de los Astros de Houston, una caperuza de cuero diminuta, los zapatos que mi abuela calzó el día que se casaron y un frasquito lleno de piedras biliares—, Carlos Monge McKey aún no lo era.

Así que no, no consigo imaginar a mi abuelo riendo al empotrar un muerto en el que había sido su asiento. Porque a pesar de que estaba emocionado, Carlos Monge McKey se mantenía circunspecto mientras colocaba las manos del occiso en el volante: los años de actuación habían sido demasiados y todavía llevaba puesta la máscara elegíaca que los hombres rotos al nacer siempre utilizan. Y es esta misma máscara la que permitirá que mi abuelo saque su pistola, la enfunde en el cadáver, quite el freno y deje que su vehículo descienda la pendiente, de tierra seca, dura y pedregosa, hasta empotrarse en el precario polvorín de la cantera.

Instantes después, con la indolencia de los hombres que conocen el temperamento de la pólvora, con la alegría contenida de los seres que se convencen de estar dándole la vuelta a su destino, Carlos Monge McKey caminará hasta el lugar del accidente, colocará una carga de explosivos en su vehículo y desenrollará el carrete de la mecha, alejándose de nuevo, y esta vez, quizá, sonriendo: estaba a punto de estallar el hombre que había sido por designio, por herencia, porque sí.

Guarecido detrás de un enorme bloque de granito, mi abuelo deja el carrete un momento, mete la mano, aquella que no carga la linterna, en su bolsillo, saca un minúsculo paquete, enciende el cerillo que crepita entre sus dedos, lo acerca a la punta de la mecha, ve correr la chispa, casi viva, sobre el suelo y contempla la explosión como contempla el mar quien por primera vez lo tiene enfrente.

Tras el fuerte estallido, que sin embargo no escucha nadie más pues la cantera está a medio camino de llegar a ningún sitio, mi abuelo observará el ascenso de las llamas un buen rato y verá después cómo las sombras se retiran de la tierra, dejándole lugar a la mañana. No habrá de irse hasta pasadas un par de horas: necesitaba estar seguro de que no quedara nada que no fueran las certezas de su muerte.

Y por supuesto no hubo otras certezas. O por lo menos no en el comienzo: no durante trece, catorce o quince meses. Entre otras cosas, porque el día de la primera de las muertes de mi abuelo, los peritos que llegaron hasta el sitio del desastre, con quienes había hablado personalmente su cuñado, Leopoldo Sánchez Celis, gobernador constitucional del estado de Sinaloa, encontraron, entre todo el trocerío, la pistola retorcida y chamuscada que Carlos Monge McKey siempre había llevado al cinto. Un arma que su familia y sus amigos habían visto cien mil veces.

Pero esto que aquí apenas he esbozado no es lo que importa. Éstos solamente son los acontecimientos. Y los acontecimientos nunca son la historia. Ni siquiera los hechos son la historia. La historia es la corriente invisible que mueve todo en el fondo. La historia es por qué mi abuelo intuía, como lo haría un animal, que tenía que marcharse. Igual que mi padre tuvo, muchos años después, que hacer lo mismo. Y como yo hice llegado mi momento.

Aquí la historia, escondida en los sucesos y eventos que la envuelven, como envuelve el corazón de una cebolla cada una de sus capas, es una impresión. El esbozo de un latido: un presentimiento, en el sentido estricto del término. El mismo presentimiento que, sin ser nunca por nadie referido, sin ser jamás nombrado en voz alta, pasa de un miembro a otro miembro de una misma estirpe, una estirpe que en este caso es la mía.

Sé que al escribir sobre este presentimiento les impongo, a todos aquellos que comparten conmigo un lazo familiar, voluntario o involuntario, mucho más que un malestar. Ellos podrán preguntarme: ¿quién eres tú para hacer esto, para apropiarte a nuestros viejos, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos? Yo mismo lo pensé durante años: ésta no es mi historia. Pero un día también

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