Su último deseo

Joan Didion

Fragmento

cap-2

2

Para que conste en acta, soy yo quien habla.

Ya me conocéis, o creéis conocerme.

La autora no del todo omnisciente.

Que ya no se mueve deprisa.

Ya no viaja sin equipaje.

Cuando en 1994 decidí contar por fin esta historia, registrar los indicios que se me habían pasado por alto diez años atrás, procesar la información antes de que desapareciera del todo, me planteé reinventarme en forma de comisionada de asuntos públicos en la embajada en cuestión, de funcionaria de carrera del servicio diplomático operando bajo el paraguas de la USICA. «Lilianne Owen» era mi nombre en aquel constructo, una estrategia que terminé abandonando por resultarme limitadora y reduccionista, un artificio sin objetivo. «Me lo contó más tarde», habría tenido que estar diciendo todo el tiempo Lilianne Owen, y «Me enteré después de que pasara». En calidad de Lilianne Owen me resultaba poco convincente incluso a mí misma. En calidad de Lilianne Owen no os podría haber contado ni la mitad de lo que sabía.

Mi intención era poner las cartas sobre la mesa.

Mi intención era traeros mi equipaje personal y abrirlo delante de vosotros.

Cuando oí por primera vez esta historia, hubo elementos que me parecieron cuestionables, detalles de los que no me fie. Los datos de la vida de Elena McMahon no terminaban de concordar entre sí. Les faltaba coherencia. Se echaban de menos conexiones lógicas, de causa y efecto. Yo quería que esas conexiones se materializaran ante vosotros igual que se terminaron materializando ante mí. La mejor historia que llegué a contar era un reconfortante sueño tropical. Esto es algo distinto.

La primera vez que Treat Morrison vio a Elena McMahon la vio sentada sola en la cafetería del hotel Intercon. Acababa de llegar de Washington en el vuelo de American Airlines que había aterrizado a las diez de la mañana y el chófer de la embajada lo había llevado al Intercon para que dejara su equipaje y fue entonces cuando vio a aquella mujer americana, que no le pareció periodista (Treat Morrison conocía a la mayoría de los periodistas que cubrían aquella parte del mundo, los periodistas se mantenían cerca de donde creían que estaba la noticia, era lo bonito de operar en una isla donde la noticia todavía no había aparecido en pantalla), una mujer estadounidense con vestido blanco, leyendo la página de los anuncios clasificados del periódico local y sentada sola a una mesa redonda para ocho personas. La mujer tenía algo que no le cuadraba. En primer lugar, Treat Morrison no sabía qué estaba haciendo allí. Sabía que era estadounidense porque cuando la oyó hablar con un camarero reconoció en su voz ese ligero arrastrar inexpresivo de las palabras típico del sudoeste de Estados Unidos, pero las mujeres estadounidenses que quedaban en la isla eran o bien de la embajada o bien alguna periodista ocasional, y ninguna de ellas estaría sentada y aparentemente sin nada que hacer en la cafetería del Intercon. En segundo lugar, aquella mujer estadounidense estaba comiendo, muy despacio y metódicamente, primero un bocado de uno y luego un bocado de otro, parfait de chocolate y beicon. Lo del parfait de chocolate y el beicon ciertamente tampoco le cuadró a Treat.

En la época en que Treat Morrison vio a Elena McMahon comerse el parfait y el beicon en la cafetería del Intercon, ella no se estaba alojando en el Intercon sino en el lado de barlovento de la isla, en dos habitaciones contiguas con una minicocina abierta de un hotel llamado Surfrider. Había llegado al Surfrider en julio de aquel verano en calidad de subgerente, contratada para reservar vuelos de regreso y asignar niñeras y organizar rutas turísticas de un día (la fábrica de azúcar más el puerto más la única mansión estilo revival palladiano de la isla) para las jóvenes familias canadienses que hasta hacía poco habían elegido aquel hotel porque era barato y porque su piscina de medidas olímpicas no tenía más de un metro de profundidad en ningún punto. Le había presentado al gerente del Surfrider el hombre que llevaba la agencia de alquiler de coches del Intercon. Era obligatorio tener experiencia en la industria turística, le había dicho el gerente del Surfrider, y ella se la había inventado, había inventado una historia y había falsificado una serie de cartas de referencia favorables que contaban que había pasado tres años como directora de eventos sociales de un crucero sueco al que más tarde le había cambiado de bandera (ese era el toque de inspiración, el detalle que hacía que las referencias fueran imposibles de comprobar) Robert Vesco. Por la época en que la contrataron, la isla seguía recibiendo a algún que otro turista perdido, no a turistas ricos, de los que exigían mansiones con piscina y playas de arena rosada y mayordomos y lavanderas y líneas telefónicas múltiples y máquinas de fax y acceso instantáneo a Federal Express, pero aun así turistas, sobre todo parejas jóvenes estadounidenses deprimidas con mochilas y jubilados desembarcados de los pocos cruceros que todavía paraban allí para pasar el día: aquellos con una tendencia menos aguda a considerar el tiempo tan valioso como para pasarlo solo en los lugares más perfectos del mundo. Después de la primera alerta de tránsito del Departamento de Estado los cruceros habían dejado de llegar, y después de la segunda y más urgente alerta publicada una semana más tarde (y que coincidió con la huelga de los mozos de equipajes y con la retirada de dos de las cuatro aerolíneas internacionales con rutas a la isla), hasta los mochileros emigraron a destinos menos demostrablemente imperfectos. Vaciaron la piscina de dimensiones olímpicas del Surfrider. Cualquier necesidad que hubiera habido de una subgerente se redujo primero y se evaporó después. Elena McMahon se lo señaló al gerente, pero este le sugirió razonablemente que como en cualquier caso sus dos habitaciones iban a estar vacías, se podía quedar sin problema, y ella se quedó. Le gustaba el hotel vacío. Le gustaba la forma en que las persianas habían empezado a perder las lamas. Le gustaban las nubes bajas, el centelleo del mar, el olor generalizado a moho y plátanos. Le gustaba tomar la carretera desde el aparcamiento y oír las voces que venían de la iglesia pentecostal. Le gustaba plantarse en la playa de delante del hotel y saber que no había tierra firme entre ella y África. «Turismo: ¿recolonialización con otro nombre?» era el tema esperanzado del simposio informal que se celebraba a la hora del almuerzo del día que Treat Morrison llegó a la embajada.

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Si os acordáis de 1984, que es algo que veo que cada vez menos de nosotros nos molestamos en hacer, ya sabréis algunas de las cosas que le pasaron aquel verano a Elena McMahon. Conoceréis el contexto, os acordaréis de los nombres, Theodore Shackley Clair George Dewey Clarridge Richard Secord Alan Fiers Félix Rodríguez alias «Max Gómez» John Hull Southern Air Lake Resources Stanford Technology Donald Gregg Aguacate Elliott Abrams Robert Owen alias «T. C.» Ilopango alias «Cincinnati», todos bañándose juntos en el resplandor del C-123 que cayó del cielo sobre Nicaragua. En aquel resplandor no se vieron atrapadas muchas mujeres. Hubo una, la rubia, la destructora de documentos, la que cambió el orden de los números de la cuenta del Credit Suisse (la cuenta del Credit Suisse a la que el sultán de Brunéi iba a transferir los diez millones de dólares, en caso de que os hayáis olvidado de las jugadas menores), pero solo tuvo un papel pequeño, un trabajo de media jornada, un rol abiertamente cómico pero en última instancia no protagonista.

Elena McMahon era harina de otro costal.

Elena McMahon sí que se vio atrapada, pero no en el resplandor.

Si quisierais saber cómo se quedó atrapada, seguramente deberíais empezar por los documentos.

Hay documentos, más de los que os imagináis.

Deposiciones, testimonios, tráfico de telegramas, algunos todavía sin desclasificar pero muchos ya del dominio público.

Se puede seguir un hilo o dos en las bibliotecas de costumbre: la del Congreso, claro. El Foreign Policy Institute de la Hopkins, el Center for Strategic and International Studies de Georgetown. La Sterling de Yale para consultar la correspondencia de Brokaw. La Bancroft de Berkeley, que es adonde fueron a parar los documentos de Treat Morrison después de su muerte.

Están las entrevistas del FBI, ninguna de las cuales es lo que yo llamaría iluminadora, aunque todas ofrecen algún que otro momento (el del parfait de chocolate y el beicon es uno de esos momentos sacados de las transcripciones de las entrevistas del FBI), algún detalle importante (me pareció interesante que el sujeto que le había mencionado lo del parfait y el beicon al FBI no hubiera sido Treat Morrison), alguna evasiva tan descarada que sin quererlo anuncia con vallas publicitarias el hecho mismo que trata de ocultar.

Están las transcripciones publicadas de las audiencias ante el comité selecto, diez volúmenes, dos mil quinientas siete páginas, sesenta y tres días de testimonios impresionantes no solo por cómo se basan en la imaginería hidráulica (se habla de conductos, se habla de canales y por supuesto de desvíos), sino también por los vislumbres colaterales que ofrecen de la vida en las fronteras exteriores de la Doctrina Monroe. Estaba, por ejemplo, la aerolínea que operaba con base en Santa Lucía pero tenía su sede central en Frankfurt (volumen VII, capítulo 4, «Implantar la decisión de soterrar la estrategia») y que era o no era (testimonios en conflicto al respecto) un noventa y nueve por ciento propiedad de una exazafata de vuelo de Air West que vivía o no vivía en Santa Lucía. Estaba, por ejemplo, el equipo de hombres sin identificar (volumen X, capítulo 2, «Material suplementario sobre tácticas de distracción») que llegó o no llegó (más testimonios en conflicto) a la frontera norte de Costa Rica para quemar los cuerpos de la tripulación del DC-3 sin distintivos que en el momento de estrellarse parecía estar registrada en la aerolínea que era o no era un noventa y nueve por ciento propiedad de la exazafata de Sky West que vivía o no vivía en Santa Lucía.

Está también, por supuesto, la cobertura de la prensa, en su mayor parte poco fructífera: aunque una búsqueda exhaustiva en las bases de datos del nombre «McMahon, Elena» arroja, durante el año en cuestión, más de seiscientas referencias en casi el mismo número de periódicos, y todas salvo un puñado de ellas conducen a los mismos dos teletipos de la AP.

El borrador sin corregir de la historia.

Eso solíamos decir.

Cuando todavía creíamos que la historia merecía ser revisada.

No es que aquella fuera una situación sobre la que mucha gente habría estado dispuesta a hablar dando su nombre, ni siquiera sin citar las fuentes. En calidad de alguien que de forma bastante accidental estuvo presente en la embajada en cuestión durante el momento en cuestión, también rechacé una docena aproximada de peticiones de entrevistas por parte de la prensa. En aquel momento elegí creer que estaba rechazando aquellas peticiones porque parecían interferir en el que por entonces era el proyecto más bien delicado en el que me encontraba trabajando, un perfil preliminar de Treat Morrison para el New York Times Magazine, que iría seguido, si aquella prospección exploratoria marchaba tal y como yo esperaba, de un estudio a gran escala de su rol proconsular a lo largo de seis administraciones, pero que en realidad era algo más que eso.

Rechacé aquellas peticiones porque no quería verme metida en una discusión sobre qué elementos parecían cuestionables, qué detalles no parecían fiables, qué conexiones lógicas parecían faltar entre la Elena Janklow que yo había conocido en California (madre de Catherine Janklow, esposa de Wynn Janklow, copresidenta, miembro del comité y organizadora de sobremesas e invitaciones para todo un calendario de almuerzos y cenas benéficas y espectáculos y desfiles de moda, originadora de hecho del localmente famoso Baile Sin Baile, que permitía a los benefactores mandar sus cheques y quedarse en casa) y la Elena McMahon de los dos teletipos de la AP.

No encontré excusa razonable para no participar en el estudio posterior de gestión de la crisis que emprendió la Rand Corporation en nombre de los Departamentos de Defensa y de Estado, pero fui cautelosa: adopté la jerga propia de aquellos estudios. Hablé de «resolución de conflictos». Hablé de «prevención de incidentes». Ofrecí datos, más datos incluso de los que me habían pedido que ofreciera, pero eran unos datos provistos de un grado tan desconcertante de detalle y de una relevancia tan dudosa que a ninguno de los diversos analistas de la Rand involucrados en el proyecto se le ocurrió formular la única pregunta que yo no quería contestar.

La pregunta, por supuesto, era qué creía yo que había pasado.

Creía que Elena se había visto atrapada en los conductos y arrastrada a los canales.

Creía que su cabeza estaba sumergida en el agua.

Creía que solo se había dado cuenta de lo que la habían puesto a hacer en los muchos y dilatados segundos que transcurrieron entre el momento en que fue consciente de la presencia del hombre de la loma y el momento en que tuvo lugar el suceso.

Y lo sigo creyendo.

Lo digo ahora solo porque es cuando se me han ocurrido preguntas reales.

Acerca de los acontecimientos en cuestión.

En la embajada en cuestión.

Durante la época en cuestión.

Puede que os acordéis de la retórica de la época en cuestión.

«Esta no ha sido una situación que se preste a un análisis académico.»

«Esta no ha sido una situación de suma cero.»

«En un mundo perfecto quizá existan decisiones perfectas, pero en el mundo real tenemos decisiones reales, y las tomamos, y valoramos las pérdidas frente a las que podrían haber sido las ganancias.»

«Mundo real.»

«No cabe duda de que han pasado cosas que habríamos preferido que no pasaran.»

«No cabe duda de que estábamos tratando con fuerzas que quizá incluyeran elementos impredecibles o quizá no.»

«Elementos fuera de nuestro control.»

«No hay duda, nadie discute eso.»

«Y sin embargo.»

«Aun así.»

«Piensen en las alternativas: intentar crear un contexto para la democracia y quizá ensuciarse un poco las manos en el proceso, o bien lavarse las manos y dejar que decida la otra parte.»

«Hagan el cálculo.»

Yo lo hice.

Hice el cálculo.

No hubo ninguna suma cero.

Podéis considerar esto una reconstrucción. Una corrección, si queréis, al estudio de la Rand. Una visión revisionista de un momento y un lugar y un incidente sobre el cual, en última instancia, la mayoría de la gente prefirió no saber nada. Mundo real.

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Si pudiera creer (como nos dice la convención) que el carácter es el destino y el pasado es el prólogo y etcétera, quizá empezaría la historia de lo que le pasó a Elena McMahon durante el verano de 1984 en un momento anterior. Podría empezar en 1964, por ejemplo, el año en que Elena McMahon perdió su beca en la Universidad de Nevada y en el plazo de una semana se reinventó a sí misma como reportera del Herald Examiner de Los Ángeles. Podría empezar cuatro años más tarde, en 1968, el año en que, mientras se encontraba haciendo investigación para un artículo de fondo sobre el desarrollo de la industria petrolera en el sur de California, Elena McMahon conoció a Wynn Janklow en el despacho que el padre de este tenía en Wilshire Boulevard, y, con una eficacia tan llena de determinación que ni siquiera se molestó en escribir el artículo, se reinventó a sí misma como su esposa.

Acontecimientos fundacionales.

Revelaciones del carácter.

Absolutamente, sin duda, pero el carácter que revelan es el de una superviviente.

Como lo que le pasó a Elena McMahon durante el verano de 1984 tuvo notablemente poco que ver con la supervivencia, voy a empezar por donde empezaría ella.

La noche en que se despidió de la campaña electoral de 1984.

Os habréis fijado en que los participantes en desastres suelen localizar el «inicio» del desastre en un punto que sugiere que tienen control sobre los acontecimientos. Un accidente aéreo reformulado de esta manera no empezará con el sistema de presiones sobre el Pacífico Central que causó la inestabilidad sobre el Golfo que a su vez causó la cizalladura del viento en el aeropuerto de Dallas/Fort Worth, sino en alguna intersección humana manejable, como, por ejemplo, la «sensación rara» a la que alguien no hizo caso durante el desayuno. La crónica de un terremoto de 6,8 empezará no con el solapamiento de las placas tectónicas sino de forma más cómoda, en el local de Londres en el que pedimos el plato de Spode que se rompió la mañana en que se movieron las placas tectónicas.

«Ojalá hubiéramos hecho caso a la sensación rara.» «Ojalá no hubiéramos pedido el Spode.»

Todos preferimos la explicación mágica.

Y Elena McMahon no era una excepción.

Se había despedido de la campaña el día antes de las primarias californianas a la una y cuarenta de la madrugada, hora de Los Ángeles, tal como le había dicho una y otra vez al agente de la DIA Treat Morrison que había llegado en avión para tomarle declaración, como si la hora exacta a la que había abandonado la campaña hubiera puesto en marcha la secuencia inexorable de acontecimientos que vendrían después.

En el momento de abandonar la campaña llevaba meses sin ver a su padre, le dijo al agente de la DIA cuando la presionó sobre esta cuestión.

¿Cuántos meses exactamente?, le preguntó el agente.

No lo sé exactamente, dijo ella.

Dos cosas. La primera: Elena McMahon no sabía exactamente cuántos meses llevaba sin ver a su padre. La segunda: el número exacto de meses transcurridos entre la última vez que Elena McMahon había visto a su padre y el momento en que Elena McMahon había abandonado la campaña, igual que la hora exacta a la que había abandonado la campaña, era irrelevante. Para que conste en acta: en el momento de abandonar la campaña de 1984, Elena McMahon llevaba veintiún meses sin ver a su padre. Lo había visto por última vez en septiembre de 1982, el 14 o el 15. Elena podía establecer la fecha con tanta precisión porque había sido o bien el mismo día en que habían asesinado a Bashir Gemayel en Líbano o bien el día después, y en el momento de sonar el teléfono ella había estado sentada a su mesa trabajando en la reacción de la Casa Blanca.

De hecho, lo podía fechar no con exactitud aproximada, sino con total exactitud.

Había sido el 15. El 15 de septiembre de 1982.

Sabía que había sido el 15 porque había llegado a Washington el 15 de agosto y se había dado a sí misma un mes para encontrar casa, meter a Catherine en una escuela y conseguir el aumento que significara que ya no era una empleada provisional (aquí vuelve a ser una superviviente, vuelve a demostrar su eficiencia llena de determinación), y en el momento de llamarla su padre acababa de tomar nota de que tenía que preguntar por el aumento.

Eh, le dijo su padre al contestar ella el teléfono. Era su forma estándar de iniciar contactos telefónicos: ni nombres ni saludos, solo «Eh» seguido de un silencio. Ella esperó a que terminara el silencio. Estoy de paso por Washington, le dijo su padre, quizá podamos vernos en una media hora o así.

Estoy en el trabajo, le dijo ella.

Mira qué coincidencia, dijo él, porque es a donde te estoy llamando.

Como estaba terminando un trabajo, ella le dijo que se vieran en el Madison, en la acera de enfrente. Parecía un lugar neutral y conveniente, pero en cuanto entró y lo vio sentado solo en el bar, tamborileando insistentemente con los dedos sobre la mesita, supo que el Madison no había sido una elección apropiada. Su padre tenía los ojos entornados y estaba mirando fijamente a tres hombres con trajes de raya fina idénticos que se hallaban sentados a la mesa de al lado. Reconoció a uno de los tres como funcionario de la Casa Blanca; se llamaba Christopher Hormel y era empleado de Gestión y Presupuesto, aunque por alguna razón había estado pululando oficiosamente alrededor del estrado durante el comunicado de mediodía sobre el Líbano. No es una cuestión de política sino de pura cortesía, estaba diciendo Christopher Hormel mientras ella se sentaba, y luego lo repitió, como si hubiera acuñado un eslogan ingenioso.

Sigue vomitando patrañas, le dijo su padre.

Christopher Hormel echó su silla hacia atrás y se giró.

Escúpelo, colega, qué problema tienes, dijo su padre.

Papá, dijo ella, te lo ruego…

No tengo ningún problema, dijo Christopher Hormel, y se dio la vuelta.

Maricones, dijo su padre, hurgando con los dedos en el platillo de frutos secos y cereales tostados en busca de las nueces de macadamia que quedaban.

Pues mira, te equivocas, le dijo ella.

Veo que te estás tragando toda esta patochada, le dijo su padre. Eres muy adaptable, ¿nunca te lo han dicho?

Ella le pidió un bourbon con agua.

Pide un Early Times, la corrigió él. Si dices bourbon en estos bares de maricones te dan un Sweet Turkey de mierda o como se llame y te cobran extra. Y eh, tú, chaval, saca las almendras, los Cheerios guárdatelos para los maricas.

Cuando llegó su copa se la bebió de un trago y luego se encorvó hacia delante. Tenía un pequeño negocio en marcha en Alexandria, le dijo. Tenía un proveedor de unas doscientas o trescientas pistolas Intratec, unos trastitos de mierda que podía comprar a setenta y cinco la pieza y revenderlos a casi trescientos, el tipo al que se los pasara duplicaría el precio en la calle pero ya estaba bien así, era la calle, él no se dedicaba a la calle, nunca lo había hecho y nunca lo haría.

Ni tampoco le iba a hacer falta.

Porque la cosa se estaba calentando otra vez.

Iba a volver a haber muchos tiros.

Ella había pagado la cuenta.

Eh, Ellie, dame una sonrisa, va a haber muchos tiros.

Y ya no lo volvió a ver hasta el día en que abandonó la campaña de 1984.

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5

Elena no había planeado abandonar la campaña. Había cogido el avión aquella mañana en Newark y, salvo por una Coca-Cola durante la parada para repostar en Kansas City, no había comido nada en veintiocho horas, pero tampoco había pensado en largarse, ni durante el vuelo, ni en el mitin de South Central, ni en el encuentro con los electores en el proyecto Maravilla, ni tampoco mientras estaba sentada en una acera de Beverly Hills esperando el comunicado del grupo de prensa sobre la gala benéfica de famosos (la gala benéfica de famosos en la que la mayoría de los asistentes era gente a la que había conocido durante su vida previa como Elena Janklow, la gala benéfica de famosos en la cual, de haber seguido el curso natural de su vida previa como Elena Janklow, ahora estaría de pie bajo la carpa de Regal Rents escuchando al candidato y calculando cuánto tiempo tenía que esperar antes de poder dar las buenas noches, marcharse a casa con el coche por la Pacific Coast Highway y sentarse en el porche a fumar un cigarrillo), ni siquiera entonces había formulado el pensamiento «Puedo dejar esta campaña».

Aquel día había hecho su trabajo de costumbre.

Había mandado dos informes.

El primero lo había enviado desde la oficina de operaciones de Evergreen en Kansas City, y luego había mandado l

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