Relatos reales

Javier Cercas

Fragmento

cap-1

NOTA A LA EDICIÓN DE 2020

Éste fue para mí un libro importante. Lo empecé a escribir hacia finales de 1997 y lo terminé hacia finales de 2000, cuando ya estaba a punto de ingresar en la cuarentena. Por entonces vivía en Barcelona, daba clases de literatura en la universidad de Gerona y, aunque nunca fui un profesor que de vez en cuando escribía novelas, sino un novelista que se ganaba la vida en la universidad, no era capaz de escribir las novelas que buscaba, las abandonaba apenas empezadas o a medio escribir, o las arrojaba a la papelera una vez terminadas, avergonzado de ellas. El caso es que me sentía un escritor fracasado, suponiendo que me sintiera escritor. Fue una época triste, o así la recuerdo ahora; paradójicamente, lo que el lector puede leer a continuación son algunas de las páginas más alegres (si no más felices) que yo haya escrito.

Si éste es un libro importante para mí, lo es sobre todo porque cambió mi manera de escribir, incluida mi manera de escribir novelas. Antes de este libro yo aspiraba, me temo, a ser un escritor posmoderno, más concretamente un escritor posmoderno norteamericano; después de este libro ya sólo aspiro a ser el mejor escritor que puedo ser. Antes de este libro —y en parte como reacción contra aquello que en mi juventud todavía se llamaba «literatura comprometida», que juzgaba mediocre, aburrida y populista—, yo creía que la literatura no era útil, que era apenas un juego sofisticado, un ejercicio intelectual selecto, irónico y gozosamente superfluo; ahora sé que no hay nada más serio que la ironía y que, aunque la literatura sea un juego, es un juego en el que uno se lo juega todo; también sé que es extremadamente útil, siempre y cuando no se proponga serlo (en cuanto se lo propone, se convierte en propaganda o pedagogía y deja de ser literatura, que es lo que ocurría a menudo con la llamada «literatura comprometida»). Antes de este libro yo era, por decirlo así, un escritor de gabinete, más bien libresco, un poco claustrofóbico; sigo siéndolo —un escritor que en una u otra medida no sea esas tres cosas no es un escritor: es un escribano—, pero estas crónicas de periódico me obligaron a correr el riesgo de la intemperie, a salir a la calle y tomar notas de hechos y cosas y gente, a contrastar la escritura con la realidad, a contar historias complejas y formular complejas ideas de la manera más breve y transparente posible, a inventarme una escritura mucho más precisa, veloz, nítida y sintética que la que había practicado hasta entonces, también un tipo de relato capaz de ceñirse a lo real y de mezclar en su seno géneros distintos. Este libro se convirtió, así, en el laboratorio de Soldados de Salamina: no en vano escribí esa novela, que se publicó en 2001, mientras aún escribía estas crónicas; no en vano el narrador de Soldados de Salamina afirma que esa novela es un «relato real» (lo que no significa que lo sea, de igual modo que Cide Hamete Benengeli no es el verdadero autor del Quijote, por mucho que lo afirme el narrador del Quijote); no en vano una de estas crónicas, titulada «Un secreto esencial», está incluida en Soldados de Salamina y fue su germen. O, dicho de otro modo, este libro es la llave que me abrió la puerta de una literatura nueva, de una nueva manera de entender la literatura que de momento se ha cerrado con El monarca de las sombras, el reverso de Soldados de Salamina. Por eso digo que, para mí, fue un libro importante: porque gracias a él superé un bloqueo de años y dejé de sentirme un escritor fracasado, o por lo menos volví a sentirme escritor.

Quien escribe un libro nunca sabe lo que ha escrito. Cervantes pensaba al final de sus días que su mejor novela era el Persiles, que a nosotros nos parece casi ilegible, y Jules Renard persiguió con vehemencia el fantasma esquivo de la gran novela, pero ya sólo lo recordamos por la inteligencia y el sarcasmo de sus diarios (quizá una paradoja semejante acabe definiendo la posteridad de dos escritores tan disímiles como Witold Gombrowicz e Imre Kertész). Soy vanidoso, pero no lo suficiente para aspirar a ser leído después de muerto; me conformaría con deparar un poco de placer a los vivos. Y quién sabe si, veinte años después de su publicación, estas páginas que fueron en su momento concebidas como experimentos laterales no contengan fragmentos más agradables que otras que, porque han gozado de más suerte y son menos desconocidas, ocupan un lugar más central en mis escritos. Que el lector decida.

cap-2

PRÓLOGO

Este libro reúne un puñado de crónicas. Tratan un poco de todo: de literatura, de cine, de amigos, de las cosas normales de la vida y de las cosas raras —si es que cabe distinguir entre ambas—, de algunos vivos ilustres y algunos muertos sin nombre, de esto, lo otro y lo de más allá. En este sentido, el libro acaso tolere ser leído como un dietario un tanto azaroso o desordenado, entre otras cosas porque, como en cualquier dietario, aquí se habla ante todo del yo. Quien elija interpretar ese rasgo como un continuado ejercicio de impudor se equivoca. No lo es; al contrario: como dice Nietzsche, «hablar mucho de uno mismo es también una forma de ocultarse». Quizá, añado yo, la menos obvia o la menos perezosa; es decir: la más literaria. Porque, casi me avergüenza aclararlo, ese yo no soy yo, evidentemente, suponiendo que yo sepa, y ya es suponer, quién soy. Si no ando equivocado, escribir consiste, entre otras cosas, en fabricarse una identidad, un rostro que al mismo tiempo es y no es el nuestro, igual que una máscara. De hecho, «máscara» es lo que persona significa en latín y, como se dice en una de estas crónicas, dedicada precisamente a una forma peculiar del dietarismo, la máscara es lo que nos oculta, pero sobre todo lo que nos revela. En mi caso, esa identidad —ese yo que soy yo y no soy yo al mismo tiempo— no es, a qué engañarnos, demasiado original: a mí me recuerda a veces al Jaimito de los chistes, un personaje que siempre me ha gustado mucho; otras (menos, por desgracia), a aquel profesor chiflado que encarnó para siempre Jerry Lewis; siempre a un hombre normal y corriente, y por tanto un poco neurótico, como yo mismo, un hombre al que le pasan cosas normales y corrientes; o lo que viene a ser lo mismo: un hombre al que no le pasa nada mágico ni heroico ni excepcional, y quizá eso es precisamente lo que le pasa.

Se me ocurre ahora que esa identidad no nació cuando empecé a escribir estas crónicas, sino un poco antes, más o menos la misma noche en que el bar Salambó, de Barcelona, celebraba los diez años de su existencia con una cuchipanda multitudinaria. Por entonces yo acababa de publicar una novela que, ya que no otros méritos, poseía a mis ojos el de cerrarse con la palabra «mierda», modesto título de gloria que sin embargo, por motivos que todavía no he logrado desentrañar, a medida que aumentaba el jolgorio de aquella noche de euforia empezó a llenarme de un orgullo desproporcionado. Recuerdo que en algún momento me lancé a persuadir a Sergi Pàmies y Lluís Maria Todó de la precaria originalidad de mi novela, que, hasta donde me alcanzaba la memoria, er

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