Esta tierra es nuestra tierra

Suketu Mehta

Fragmento

cap-1

1

UN PLANETA EN MOVIMIENTO

Un día, allá en la década de 1980, mi abuelo materno estaba sentado en un parque de las afueras de Londres, y un anciano británico se acercó a él y le agitó un dedo en la cara.

—¿Qué hacéis aquí? —le preguntó—. ¿Por qué estáis en mi país?

—Porque somos los acreedores —respondió mi abuelo, que había nacido en la India y, después de haber trabajado toda su vida en la Kenia colonial, vivía jubilado en Londres—. Os llevasteis toda nuestra riqueza, nuestros diamantes. Hemos venido a recuperarlos.

Estamos aquí porque vosotros estuvisteis allí, le estaba diciendo mi abuelo.

Hoy en día en los países ricos hay muchísimas personas que se quejan a voz en grito de la migración que llega de los países pobres. Pero, a los ojos de los migrantes, es un juego amañado. Primero los países ricos nos colonizaron, nos robaron nuestros tesoros e impidieron que construyéramos industrias propias. Tras saquearnos durante siglos se marcharon, pero no sin antes trazar mapas que aseguraran conflictos permanentes entre nuestras comunidades. Luego nos llevaron a sus países como «trabajadores invitados» —como si supieran lo que significa la palabra «invitado» en nuestras culturas—, pero nos disuadieron de ir con nuestras familias.

Después de haber desarrollado sus economías con nuestras materias primas y nuestra mano de obra, nos pidieron que regresáramos a nuestros países, y se sorprendieron cuando no lo hicimos. Nos robaron los minerales y nos corrompieron los gobiernos para que sus empresas pudieran seguir robándonos los recursos; ensuciaron el aire que respiramos y las aguas que nos rodean, dejándonos las granjas estériles y los océanos sin vida, y se horrorizaron cuando los más pobres de entre nosotros llegaron a sus fronteras, no para robar sino para trabajar, limpiar su porquería y copular con sus hombres.

Aun así, nos necesitaban. Nos necesitaban para reparar sus ordenadores, curar a sus enfermos e instruir a sus hijos, por lo que tomaron a los mejores y más brillantes de entre nosotros, los que habíamos sido educados a un coste elevadísimo en los precarios estados de los que proveníamos, y nos sedujeron de nuevo para que trabajáramos para ellos. Ahora vuelven a pedirnos que no vengamos, desesperados y hambrientos como nos han dejado, porque los más ricos necesitan un chivo expiatorio. Así es como se amaña el juego actualmente.

Mi familia se ha desplazado por todo el mundo —de la India a Kenia, luego a Inglaterra, a Estados Unidos y vuelta a empezar— y sigue desplazándose. Uno de mis abuelos se marchó del Gujarat rural para irse a vivir a Calcuta a principios del siglo XX; mi otro abuelo, que vivía a medio día en carreta tirada por bueyes, se fue poco después a Nairobi. En Calcuta, mi abuelo paterno se asoció con su hermano mayor en el negocio de la joyería; en Nairobi, mi abuelo materno inició su carrera a los dieciséis años barriendo los pisos de la oficina de su tío contable. Así empezó el éxodo de mi familia del pueblo a la ciudad. Fue, ahora me doy cuenta, hace menos de cien años.

Hoy día me encuentro entre los doscientos cincuenta millones de personas que viven en un país diferente al que nacieron. He tenido suerte; según las encuestas, casi setecientos cincuenta millones de personas quieren vivir en un país diferente al que nacieron, y lo harán en cuanto se les presente una oportunidad. ¿Por qué nos desplazamos? ¿Por qué continuamos desplazándonos?

El 1 de octubre de 1977 mis padres, mis dos hermanas y yo nos subimos en plena noche a un avión de Lufthansa en el aeropuerto de Bombay. Íbamos vestidos con ropa nueva, pesada e incómoda, y acabábamos de despedirnos de nuestra familia, que había acudido con guirnaldas y farolillos; todavía teníamos la frente untada con bermellón. Nos dirigíamos a Estados Unidos.

Para que nos salieran más baratos los billetes, nuestro agente de viajes nos había organizado un itinerario tortuoso: nos bajamos en Frankfurt, donde debíamos tomar un vuelo interno a Colonia y de ahí otro a Nueva York. En Frankfurt, el oficial de fronteras alemán examinó los pasaportes indios de mi padre, mis hermanas y el mío, y los selló. Luego sostuvo en alto el pasaporte de mi madre con aversión. «No se le permite entrar en Alemania», dijo.

Era el pasaporte británico que se concedía a los ciudadanos de origen indio que, como mi madre, habían nacido en Kenia antes de la independencia. Pero los británicos no los querían. Nueve años antes el Parlamento había aprobado la Ley sobre Inmigración de la Commonwealth, privando con efecto inmediato a cientos de miles de titulares de pasaporte británico nacidos en África Oriental de su derecho a vivir en el país que les había concedido la nacionalidad. El pasaporte literalmente no valía el papel en el que estaba impreso.

El funcionario alemán consideró que, debido a su situación incierta, mi madre podía abandonar a su marido y a sus tres hijos pequeños para escaparse y emprender una nueva vida ella sola en Alemania. Así que tuvimos que volar directamente desde Frankfurt. Después de siete horas y de muchas bolsas para el mareo, salimos a la sala de llegadas internacionales del Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. Sobre nosotros giraba una grácil escultura móvil naranja, negra y amarilla de Alexander Calder con una enorme bandera estadounidense de fondo, y había globos de helio de muchos colores en el techo, recuerdos de bienvenidas pasadas. A medida que los recién llegados eran recibidos en la nueva tierra por sus parientes, los globos se elevaban hasta el techo para hacer sitio a los más nuevos. Infundían esperanza a los recién llegados: mirad, si tenéis suerte y trabajáis duro, en unos años vosotros también llegaréis alto.

Era el 2 de octubre, el cumpleaños de Mahatma Gandhi. Nos abrimos paso en un convoy de coches cargados con dieciocho maletas y baúles hasta un estudio situado en Jackson Heights, donde estaban dando El hombre de los seis millones de dólares por la televisión. La primera noche, el conserje del edificio cortó la luz porque había demasiadas personas en una sola habitación. Salí y miré las oxidadas vías del tren elevado sobre la avenida Roosevelt, y me pregunté dónde estaba la Estatua de la Libertad.

En el McClancy, el brutal colegio católico solo para varones en el que mis padres me matricularon en Queens, mi principal torturador era un niño llamado Tschinkel. Tenía el pelo rubio, ojos azules penetrantes y una sonrisa sádica. Me puso el mote de Ratón, y cuando recorría los pasillos me seguía la palabra: «¡Ratón! ¡Ratón!». Un pequeño roedor marrón corriendo furtivamente de un lado para otro. Tenía catorce años.

En una clase de español, Tschinkel estiró la pierna para hacerme una zancadilla cuando entraba en el aula; le di una fuerte patada mientras toda la clase gritaba. «¡Ratón! ¡Ratón!»

Cuando salí del aula y eché a andar hacia la escalera, una mano me empujó. Bajé rodando el pequeño tramo de escaleras y caí de pie, aferrado a mis libros; podría haberme roto el cuello. Cuando me quejé al director, me dijeron que eran cosas que pasaban. Estaba dentro del orden normal de un día en el McClancy.

Cuatro décadas después, otro bravucón germano-estadounidense de Queens se convirtió en el hombre más poderoso del planet

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