Ser Rojo

Javier Argüello

Fragmento

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Todos los libros tienen una historia. No la que cuentan sus páginas, sino la del propio libro. El día en que fue comprado, el sitio en que lo leímos, la época de la vida en que eso ocurrió. A veces un libro se relaciona con un viaje y recordamos los paisajes y las personas con las que compartimos el tiempo que duró su lectura. Si llega a ser uno de los importantes, a lo mejor pasa a decorar el frente de nuestras estanterías. Ve pasar los años, las mudanzas, el crecimiento de nuestros hijos. Si se lo preguntaran, un libro podría contar la vida de una persona. O al menos una parte de ella. Según el contenido de sus páginas puede haber dejado en nuestra memoria el dibujo de unos personajes que se mezclan con las personas que hemos conocido, o ideas o puntos de vista que cambiaron nuestra forma de ver el mundo. Por esa razón un libro puede ser algo peligroso, un objeto con el que no queremos que se nos relacione por lo que implica haberse visto expuesto a su contenido. Por el solo hecho de poseerlo uno puede estar bajo sospecha. En según qué épocas y en según qué lugares, la gente tuvo que deshacerse de sus libros como quien se deshace de una prueba que lo relaciona con un crimen. En según qué épocas y en según qué lugares, este libro que tiene usted en sus manos podría convertirse en su sentencia de muerte.

Esta historia empieza con un hombre y con un libro. Sentado en la vereda de una calle cualquiera, el hombre ojea el libro que se acaba de encontrar y no piensa en su contenido, sino en sus propietarios. ¿A quién habrá pertenecido? Por el tema del que trata bien pudo haber sido de un sociólogo, como él. O de un estudiante de sociología. Uno de esos estudiantes a los que él mismo daba clase hasta hacía apenas tres días, y que había llegado a Santiago de Chile a hacer un posgrado en sociología política y a participar del momento que se estaba viviendo. Por primera vez en la historia un gobierno marxista había alcanzado el poder mediante elecciones libres, y desde todo el continente habían llegado jóvenes de izquierda para participar, para colaborar. Y habían empezado las reformas. En el campo y en la ciudad. El presidente electo pensaba que había que ir poco a poco, pero sus aliados no querían dejar pasar la oportunidad. Creían que un avance tibio podía debilitar el objetivo y terminar frenando las transformaciones profundas a las que habían sido llamados. El momento había llegado y había que ser valiente, con todos los riesgos que eso supusiera. Finalmente se impuso una única realidad. El presidente fue muerto durante el golpe militar comandado por el ejército. «Nadie tiene nada que temer salvo los comunistas, los delincuentes y los extranjeros», decía uno de los comunicados que la radio transmitía una y otra vez. Y el hombre es extranjero. Y en algún momento militó en las filas del partido comunista. Claro que eso fue en su país y hace mucho tiempo. ¿Tendrían manera de saberlo? Tampoco importa demasiado. La institución en la que trabaja fue tildada de «nido de comunistas» por el gobierno de facto. Con eso basta. Afortunadamente, al tratarse de un organismo internacional, le dieron una patente para su coche que así lo atestigua. En realidad no tiene ninguna oficialidad, pero a los ojos de la policía y de los soldados se confunde con las del cuerpo diplomático. Por eso él puede circular por las calles en horas en las que todos están encerrados en sus casas. Por eso pasó los últimos tres días llevando gente a las embajadas para que, desde allí, intentaran abandonar el país. Las fronteras están cerradas, los aeropuertos vacíos y las cárceles llenas. Tan llenas que habilitaron estadios de fútbol como centros de detención. Cientos de detenidos, la mayoría de los cuales ya no saldrá de ahí. Pero eso el hombre a esa altura no lo sabe. Sí sabe que tiene que sacar a los que pueda. Amigos, compañeros y muchos desconocidos que de algún modo lo han contactado. Al principio tiene miedo. No se niega, pero tiene miedo. Después de los primeros viajes el miedo se va adormeciendo y lleva a todos los que puede. No los puede dejar en la puerta porque las embajadas están vigiladas. Debe dejarlos a media cuadra para que lleguen caminando, como quien no quiere la cosa, y que en una distracción o un descuido se metan para adentro. El hombre los deja a media cuadra y celebra cuando los ve entrar. Algunas embajadas están tan llenas que sólo hay sitio para estar de pie. Nadie se puede sentar, mucho menos recostarse. El hombre celebra cuando los ve entrar, pero no todos tienen tanta suerte. A veces los interceptan por el camino. El hombre traga saliva y va a buscar a los siguientes.

Ya han pasado las primeras horas y la actividad empieza a decaer. Los que han podido salir, salieron. Los que no lo consiguieron ya han sido detenidos. Y la gran mayoría espera en sus casas. ¿A qué? Nadie sabe. Nadie sabe lo que va a venir. Como medida preventiva algunos se han deshecho de sus libros. Se han deshecho de sus libros sacándolos a la calle. En las esquinas, en las veredas, solitarias pilas de libros esperan a nadie. Al camión de la basura. A la lluvia que lave sus páginas. El hombre está cansado –lleva tres noches en vela– pero sabe que no va a dormir. Con su patente de organismo internacional recorre las calles y se detiene frente a esas pilas de libros. Se baja, se sienta en el cordón y se pone a revisar. No tiene ninguna prisa. Separa algunos, deja otros. Luego sigue a la calle siguiente. ¿Una conjura? ¿Una terapia? Lo cierto es que las cosas no siempre tienen un sentido claro. Desde aquí podemos vernos tentados a asignarle significados poéticos o macabros. El hombre simplemente sabe que no va a dormir, y antes de irse a su casa a llorar junto a su mujer y sus hijos, a esperar con un miedo ácido a que llamen a su puerta, decide dedicarse a mirar libros en una ciudad desierta en la que cada tanto se escucha la sirena de una patrulla y en la que ni los perros se atreven a ladrar. Es septiembre en Santiago de Chile y las calles están vacías. El año es 1973 y el hombre es mi papá.

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PRIMERA PARTE

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El avión aterriza en Rusia y me invade una emoción profunda. No la vi venir. De hecho no sé a qué se debe. He llegado para asistir a un festival de cine que se desarrolla en San Petersburgo y que reúne películas de cualquier formato que no sea el largometraje. Hay animaciones y documentales. Yo traje un corto de ficción. Venir a Europa desde Argentina no es algo que uno haga todos los días, así que aprovecho para llegar unas semanas antes y conocer Escandinavia. Visito Oslo en los días sin noche, voy en tren hasta Suecia y recorro los bosques y los lagos. Participo de la fiesta de Midsummer en las islas cercanas a Estocolmo y luego vuelo a Rusia para asistir al festival.

Una mujer de la organización me va a buscar al aeropuerto. Habla muy poco inglés, así q

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