Tercer acto

Félix de Azúa

Fragmento

cap-3

1971

Quizás la parte más imaginativa, o, con mayor exactitud, más imagénica de mi búsqueda empezó en un ático de Vallvidrera, barrio montañés de Barcelona que entonces era un medio descampado esparcido por una de las colinas que encierran a la ciudad en un caldero, ya comenzados los años setenta del siglo XX. Allí vivía poca gente porque no era fácil de alcanzar si no tenías coche, habías de llegar con el metro hasta la última estación, llamada «Pie del Funicular», y luego subir caminando hasta la Carretera de las Aguas. Un recorrido interminable. Por la mañana era peor porque todo venía cuesta arriba, pero no me cansó el viaje. Aún era yo un veinteañero y apenas tenía conciencia de mi cuerpo porque nada en él daba aún síntoma alguno de independencia. Mis animales, o sea, el hígado, el corazón, los riñones y el resto de la animalia, estaban sanos, contentos, joviales, así que llegué, o mejor dicho, llegamos, porque me acompañaba mi hermano, sin esfuerzo alguno. La finca, de construcción reciente, era cuadrada y blanca, como la habría dibujado un niño, tenía cinco niveles y parecía deshabitada.

Hasta ese momento todo lo que podía juzgar sobre mi vida era que soportaba la dictadura soez del general Franco, la cual había reducido la total población española a una jaula de reclusos, algunos contentos, según es tradición del país, pero otros enconadamente rencorosos. Esclavo era yo y todos mis conocidos (aunque no la familia) y aún lo seríamos muchos años más. Fuimos esclavos durante décadas porque nadie, persona, facción o levantamiento, nos libraría del déspota, sólo la muerte. Una vez más la gran cosechadora de mala hierba, la calavera que sonríe indiferente a sus fechorías, nos trajo liberación. Así que, lo queramos o no, los españoles seguiríamos siendo esclavos durante muchos años más una vez muerto el dictador, como el enfermo que, sin saberlo, lleva dentro un gusano que le roe las entrañas.

Para nosotros la política española sería ya siempre una prolongación de la dictadura, y al haber sido ésta una consecuencia de la guerra civil, viviríamos en guerra civil permanente, aunque no lo quisiéramos reconocer. De ahí que mi primer nacimiento a la conciencia se produjera cuando me encontré con gente de mi edad que parecía estar perforando la losa de la dictadura para respirar algo de aire puro, pero sin participar en ningún movimiento gregario o partido que buscara prolongar la esclavitud colectiva con otros disfraces. Desde muy joven vi con claridad que la célebre frase de Marco Aurelio, «lo que es malo para la colmena no puede ser bueno para la abeja», era una pérfida falacia. Deja la colmena para el colmenero y no seas abeja, me decía.

Días atrás, el que entonces era mi hermano y yo habíamos conocido a alguien de esa naturaleza, un muchacho de nuestra edad que vivía como si todo fuera normal, sin quejarse, sin maldecir la existencia, sin echarle la culpa a nadie y sin embargo mortalmente enemistado con el régimen. Sería uno de mis compañeros asiduos a lo largo de los siguientes treinta años. Yo en aquel momento no lo sabía, pero durante varias décadas mis juicios tendrían siempre como referente el severo tribunal de Josean, un hombre dos años mayor que yo, cuyas señas principales eran complexión robusta, piernas cortas, barba carolingia, mediana estatura, voz agradable y nunca estridente y mirada noble, aunque también la de beber sin descanso, todos los días, todas las noches, a todas horas, café con ron, bebida extravagante que a él le sugería efluvios de explorador africano y no de proletario mañanero como al resto de la población. Su nombre, Josean, era la contracción de José Antonio, lo que daba alguna idea de sus orígenes.

He empleado el plural porque lo conocimos los dos, David Jato de Aranda —que, como digo, entonces era mi hermano— y yo. Tampoco entramos únicamente en la vida de Josean, sino que en aquella ocasión le acompañaba su mujer, Mina Soria, una chica muy linda, pequeña, una miniatura, a la que todos llamaban Anisete por lo pequeña, redondita y dulce, o eso creíamos nosotros, pobres infelices. Yo tardaría mucho en vislumbrar los abismos que se abrían en su cerebro sin motivo alguno. Una vez más caí preso de una apariencia que disimulaba eficazmente el horror, un error típico de la gente que está a punto de abandonar la juventud para entrar en la edad de la razón. Mina era, indudablemente, una muñeca quizás japonesa y uno sospechaba que había sido mimada y consentida por todos cuantos la conocieron desde su nacimiento, pero a medida que aumentaban los efectos del ácido que nos tomamos aquella tarde se fue convirtiendo en una tremenda boa constrictor de las que aparecían en los reportajes sobre las selvas centroamericanas. Por entonces, tomar una porción de LSD en grupo formaba parte del ritual más extendido entre los jóvenes sin ataduras dogmáticas, una costumbre que llegó de los odiados Estados Unidos, y que nos parecía tan natural como sorber el té entre los beduinos. Aquel viaje alucinógeno, como se verá, fue el primero de un amplio linaje y permanecería presente como uno de mis primeros recuerdos libres, realmente mío, hasta que el tiempo se acabara.

Deseo aclarar sólo un momento que aquellos no fueron mis orígenes verdaderos, si nos atenemos al cuerpo mismo. El origen del que ahora hablo es un origen de la conciencia, de lo que antes he llamado «la edad de la razón». Busco imágenes capaces de responder a la pregunta: ¿cómo he llegado a saber lo que sé, aunque sea poco y no muy convincente? En ese orden, el ácido de Vallvidrera está en el origen mismo. Así pues, no voy ahora a divagar sobre mi génesis corporal (eso ya lo hice), sino que quiero llegar a mi final, a hoy mismo y a la cada vez mayor distancia del mundo con respecto de mi tiempo, un mundo al que veo escapar como un buque que va deslizándose por el borde del muelle y, aunque dado su enorme tamaño parece avanzar con lentitud, es inútil que corra con todas mis fuerzas por el embarcadero saltando bolardos porque pronto lo perderé de vista y no volverá nunca más, así que es mejor permanecer quieto, junto a la escalerilla que ya han retirado para siempre las Parcas, y observar atentamente. Si eres sagaz, mientras lo ves desaparecer te dará tiempo para aprender cómo se aleja y cómo hay que alejarse y qué significa en general irse alejando y de qué te estás separando en realidad, por eso abandono mi origen corporal y estoy ahora atento a mi origen consciente, el primer recuerdo realmente mío, en Vallvidrera.

Aunque Josean era oriundo de Gerona, por aquel entonces ocupaba un puesto directivo en una Gran Enciclopedia que se estaba editando en Barcelona y para la que el Opus Dei había reclutado a los pocos que sabían algo en aquella universidad truculenta. Dirigía la sección de conceptos biológicos porque tal era su titulación universitaria, era biólogo, pero lo que en verdad ocupaba su vida era la filosofía o quizás la teología, una teología sin dios, como todas las modernas teologías. A los trece años ya había leído Ser y tiempo con mucho provecho porque fue el texto sagrado que le ayudó a soportar todo lo que conocería a lo largo de su vida, como si Heidegger lo hubiera escrito con un dedo de fuego sobre las tablas de su cerebro. A pesar de las cuevas murciélagas que poblaron su vida, los remolinos en los que naufragó dulcemente, las turbulencias de aquel libro alemán ya siempre le dictaron a Josean el mundo verda

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