Hombres que caminan solos

José Ignacio Carnero

Fragmento

cap-1

HOMBRES QUE CAMINAN SOLOS

Caminan solos alrededor de los contenedores y los barcos de los puertos de África. Hombres jóvenes que cubren sus rostros para protegerse de la humedad del mar y que recorren el muelle cuando el sol cae. Son hombres sin dinero y eso les hace parecer menos hombres. Han perdido todo lo que tenían. También el dinero de la familia; ni tan siquiera era suyo. Lo habían recaudado entre parientes y vecinos para que lo emplearan en llegar a Europa. Eran sus representantes, los elegidos, los más sanos y valiosos del clan; eran ellos los que recibían ese fajo de billetes atado con una goma. Y, en fin, ya se sabe que quien recibe dinero ha de entregar algo a cambio; para eso se inventó, para eso sirve el dinero. Pero esos hombres no pueden traer nada de vuelta a sus aldeas. Han sido engañados por alguna mafia local que les prometió llegar hasta las islas Canarias, y ahora, de vuelta al mismo lugar del que partieron, lo único que pueden hacer es vagar, caminar sin rumbo, sobrevivir entre la chatarra, los contenedores, y el pescado podrido que se apila en el muelle.

Viajé a Thiaroye-sur-Mer, una ciudad de la periferia de Dakar, en busca de una historia que contar; una historia que llevase por título Hombres que caminan solos, y que narrase la vida de los deportados que no regresan a sus casas por el estigma del fracaso. O la vida de aquellos hombres que entregaron su dinero a otros que les prometieron llegar a Europa, y que, sin embargo, lo que hicieron fue engañarles. Les dejaron en una playa cualquiera de Senegal, o de Mauritania, y les dijeron que eso era España. Allí, en Thiaroye-sur-Mer, me contaron el relato de uno de esos hombres. Un hombre que, cuando la embarcación llegó a su destino, caminó largo tiempo junto al resto, y que, al alcanzar la cima de una duna, gritó: «Ce n’est pas l’Europe!». Al oír ese grito, los otros hombres se detuvieron, se miraron entre ellos, y confirmaron algo que llevaban horas sospechando: que, efectivamente, aquella tierra que pisaban no era la de Europa. Después, muy lentamente, intercambiaron algunas palabras, más bien murmullos, y comenzaron a caminar. Pero alguien advirtió que aquel hombre que dio el aviso seguía detenido en lo alto de la duna.

—¡Vamos! —le gritaron.

—No puedo ir. Ése es mi pueblo —contestó aquel hombre señalando unas luces lejanas.

Entonces todos siguieron descendiendo el arenal, porque sabían que aquel hombre no podía volver al lugar del que había partido. Podía avanzar o detenerse, pero nunca volver atrás. Tenía sed y hambre, y los pies llenos de heridas, pero no sentía nada de eso. Sentía la vergüenza del fracaso. Así que se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia ese puerto lleno de chatarra, y contenedores, y pescado podrido que se apila en el muelle.

Escuché esa historia justo antes del viaje en coche que haría por Marruecos con mis amigos. Yo les contaba una y otra vez el relato del hombre que caminaba de regreso al puerto. Le iba añadiendo detalles que lo hacían más interesante, y mis amigos me decían: «Eso no lo dijiste antes»; o bien, «Eso te lo acabas de inventar». «Bueno, qué más dará —les respondía—, lo importante es la historia.»

—¿Y cuál es la historia? —me dijo Aitor tras unos minutos de silencio.

—La historia es —le contesté tras pensarlo— que la auténtica fuerza que mueve el mundo es el miedo al fracaso.

Mi frase parecía reveladora, pero no causó ningún efecto en mis amigos. Se mostraron indiferentes mientras miraban por la ventanilla. Y, bueno, algo de razón tenían, porque me di cuenta de que, ciertamente, no era ésa la historia que tenía que contar, ya que ninguna buena historia se puede narrar si uno, al comenzar a escribirla, sabe de qué va. Las historias se descubren a medida que se escriben, o no son buenas historias. Lo sé porque las formas de narrar también se heredan. Yo heredé de mi madre una específica forma de contar las cosas. Esa que aprendí de ella y de las mujeres de mi barrio. Las mujeres se reunían en el salón y pasaban horas hablando. Entonces los niños poníamos la oreja y escuchábamos esas narraciones que iban y venían, narraciones aparentemente improvisadas que describían sucesos, uno tras otro, episodios que parecían desconectados entre sí, que se acumulaban, avanzaban, retrocedían y hacían perder el hilo de la conversación, pero que esas mujeres, cuando llegaban al final de su relato, encajaban y daban sentido como sólo el mejor de los novelistas sería capaz de hacer. Parecía entonces que toda la narración cobraba sentido. Era una última pirueta, un triple salto mortal, que repetían una y otra vez y que siempre ejecutaban con destreza. Por ejemplo, mi madre podía estar hablando de los estragos que causan las drogas en algunos vecinos y, de pronto, interrumpiendo el hilo de su relato, decía: «Por cierto, menudo cochazo que se ha comprado fulano». Entonces yo, que todavía no había aprendido los trucos de ese estilo de narración, intervenía con cierto desdén: «Pero eso qué tiene que ver con lo que estabas contando». «Pues tiene todo que ver —contestaba mi madre—, porque ¿tú te crees que si fulano no se hubiera metido en las drogas se podría haber comprado ese coche?» Así acababa la historia, se cerraba el círculo y no se podía decir mucho más. Existía, por tanto, una arquitectura en esa forma torrencial de narrar que todavía hoy, muchos años después, me sigue influyendo más que todos los libros que pueda leer. Tiene que ver con el asombro del descubrimiento. Ese que siente el narrador al ir contando una historia que desconoce, pero que irá comprendiendo a medida que es desenterrada.

Bien, lo haré así: al modo de aquellas mujeres de mi barrio y, por tanto, lo que aquí contaré no será aquello que fui a buscar a Thiaroye-sur-Mer, o no exactamente al menos, sino otro relato que comienza en ese coche que acelera por las polvorientas carreteras de Marruecos. Mis amigos miran por la ventanilla, y yo conduzco mientras suena una canción de Johnny Cash. Una canción que me salvó la vida, pero que también me arrastró hacia la oscuridad. Éste podría ser un buen inicio para esta historia.

Todo sucedió hace aproximadamente dos años. Lo sé porque fue en aquel tiempo cuando publiqué un libro acerca de mi madre. Recuerdo con precisión que fue entonces, porque en aquel viaje llevaba en la mochila unos folios con las últimas correcciones de la novela. A veces, incorporaba alguna frase a bolígrafo, pero eran ya pocas las palabras que podían brotar. A pesar de eso, yo seguía intentando escribir más. Necesitaba recordar a mi madre, y escribir era la forma de hacerlo, pero ahora, pasado ya un tiempo desde entonces, creo que he logrado el efecto contrario, es decir, olvidarla. Cuando escribes acerca de una persona que ya no está aquí lo que en realidad estás haciendo no es retratarla, sino desdibujarla, abandonarla, sepultarla en un libro para siempre. Eso es lo que, en realidad, estás haciendo, y eso era lo que yo, sin saberlo, estaba llevando a cabo en aquel viaje a Marruecos. Escribía y pasaba el duelo. Sobre todo, escribía.

Marruecos no es un buen lugar para pasar ningún duelo, porque se hace complicado conseguir alcohol en ese país. El alcohol, por mucho que digan los médicos y los psicólogos, es un buen remedio para los problemas. El alcohol y el Orfidal son la misma cosa. De hecho, el prospecto del

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