Baricentro

Hernán Migoya

Fragmento

cap-0

Prólogo

–¡Mamá, que me quedan pequeños!

Mi madre está empecinada en comprarme ropa y zapatos. Cree que en el Perú vivo como un gitano, y seguramente lleva razón. Así que cada vez que regreso al pueblo a verla, a ver a mi familia, se empeña en que el sábado la acompañe de compras a las tiendas de la ciudad vecina o al centro comercial de las afueras.

Yo siempre me escaqueo. Me hago el ocupado, el enfrascado en mi nueva novela o en la lectura de algo apasionante. Y entonces ella se tiene que marchar sola al Ceiá o al Hacheyeme o al Carrefur y adquirir a ojo una buena remesa de camisetas, camisas, pantalones y un par de zapatos. Casi nunca se equivoca de talla, y en el gusto tampoco, porque el mío lo conoce bien, ha contribuido a formarlo. No soy un obseso de lo que visto y confío en su criterio. El canon estético de salida de domingo presentable ya me está bien.

Pero esta vez es distinto. Esta vez he venido a decirle sí a todo.

Mi madre tiene cáncer. Cáncer a la médula, lo llaman coloquialmente. Mieloma múltiple, en puridad. Lo busqué hace poco en internet, tentación de la que hasta ahora me había evadido porque no quiero conocer nada de esa enfermedad. Soy un cobarde para esas cosas. Para las cosas reales, quiero decir.

Se lo han descubierto hace nada, aunque lleva más de diez años sometiéndose asiduamente a análisis periódicos de sangre, porque nunca la ha tenido muy boyante. Ya se esperaban algo así. Pero el palo ha sido tremendo.

A mí me ha pillado al otro lado del océano, en la ciudad de Lima, donde llevo instalado casi un lustro huyendo de mí. Vuelvo a España una vez al año como mucho, para visitar a mis padres, pero ahora debo plantearme venir a verlos más a menudo.

Lo que sabemos desde hace algo más de tiempo es que mi padre está con Alzheimer. La alegría de la huerta es mi familia.

Bueno, por eso no puedo decirle que no a mi madre. Por eso esta vez no me puedo escaquear: hace apenas dos meses que sabe lo del cáncer, ahora se encuentra en pleno tratamiento, y he venido para hacerle toda la compañía posible durante mis tres semanas de estadía (ya digo «estadía» en lugar de estancia: los peruanismos son pegadizos o pegajosos, según se diga allí o acá). Y para ponerla de buen humor, si está en mi mano.

Así que hoy estoy probándome unos mocasines en una de las zapaterías del Baricentro, el centro comercial –¡el primero abierto en toda España!– que hay situado a treinta kilómetros de Barcelona, en las estribaciones de Barberà del Vallès, ciudad dormitorio donde hemos vivido siempre. Nos ha traído Jean en su coche. Es el único que puede conducir: mi madre no sabe, yo tampoco, y mi padre, con el Alzheimer, pues ya te imaginarás. Y eso que mi hermano aprendió a los cuarenta, para poder traer y llevar a sus hijos del colegio desde que no le quedó tan cerca. No hay divorcio que por bien no venga.

Mi padre está regular de lo suyo. Hace poco pasó una revisión donde el médico le pidió que escribiera en un papel lo primero que le viniera a la cabeza. Y mi padre escribió: «Échale guindas al pavo». Debió de ser muy nefasto que escribiera eso, porque el médico dice que su situación mental ha empeorado. Pero yo, conociendo a mi padre, encuentro perfectamente normal que escribiera «Échale guindas al pavo». Vamos, yo hubiera escrito lo mismo sin tener enfermedad alguna.

Los médicos son gilipollas.

Vi a mi madre mejor de lo que esperaba. Aterricé asustado, porque recelaba si me estaban ocultando alguna información grave para no preocuparme, al saberme solo allí en Sudamérica. Mamá es muy capaz de eso. Pero no, no, mi madre está bastante bien. La hemos acompañado a Barcelona, a su examen semanal preceptivo, y le han dicho que en un solo mes de tratamiento su sangre ha mejorado mucho. Digamos que si cuando le diagnosticaron el cáncer estaba a nivel de 30, y la habían empezado a vigilar doce años atrás porque había alcanzado la cifra de 14, ahora lo que sea que miden ha bajado a 20. ¡En solamente un mes! Estamos contentos. Tal vez por eso los he acompañado menos renuente de lo habitual a comprar ropa.

Pero ahora con los zapatos mi madre se pone otra vez obstinada, como cuando yo era pequeño y me repetía mil veces las cosas o me ponía encima de la mesa el yogur de fresa pese a haberle dicho mil veces que era precisamente el único sabor que detestaba. O cuando no me dejaba alejarme del parque que había delante de nuestro piso por miedo a que me perdiera o, qué se yo, que me secuestraran. Me dan ganas de gritarle: «¡Jo, mamá, que ya tengo cuarenta y cinco años!».

–Pruébatelos bien, que luego si te quedan mal no vas a querer venir a cambiarlos.

–Ya te dije que me quedan pequeños. Estos me molan más.

Señalo unas alpargatas beis clasicotas.

–¡Cómo te vas a poner eso, si eso es de viejo! ¡Eso ni tu padre se lo pone!

Mi padre sonríe como un bobo al sentirse aludido. Es lo único que hace ahora. Quién se lo hubiera dicho hace veinte años al orgulloso y bronco obrero leonés.

–Llévate estos, que son de piel buena –insiste mi madre, como siempre barriendo para casa. No ha hecho más que barrer toda su vida, la pobre.

Sé que no debo discutir con ella, así que negocio llevarme dos pares que le encantan y uno que me gusta a mí.

Cuando salimos de la zapatería, le pongo una mano sobre el hombro. Hace unos años no me hubiese atrevido a hacerlo, a demostrar desacomplejadamente los sentimientos. Antes los Migoya no expresaban abiertamente su cariño.

El odio, sí.

Pongo la mano en su hombro porque mi madre está sola en esto. Sé que mamá está dolida con mi padre. A pesar de lo sumiso y risueño que le ha dejado la enfermedad, sigue siendo incapaz de traslucir afecto. Sigue siendo tan rudo como siempre.

El día que le dijeron que tenía cáncer, mi madre se puso a llorar en la consulta. A la médico le extrañó que mi padre no cogiera la mano de su esposa, no la consolara con un abrazo. Al cabo, mamá hizo amago de encogerse de hombros, el mínimo movimiento que le permite su artrosis, y trató de sonreír mirando a mi padre, sentado a su lado. Luego, le acercó la mano al rostro para hacerle una caricia, una carantoña resignada.

La reacción de mi padre fue echarse hacia atrás con un gesto brusco y un rictus de aversión, como si aquella mano le diera asco. La médico se quedó perpleja ante aquel rechazo explícito y se levantó de inmediato para abrazar a mi madre. Mi madre siguió llorando.

El día que le dijeron que tenía cáncer, solamente la abrazó una desconocida.

En los minutos siguientes, durante el descenso por las escaleras y la salida de la clínica, papá siguió sin exteriorizar ninguna señal de empatía con mamá: ni una sonrisa, ni una palmada en el hombro, ni un acercamiento cariñoso. No dio muestras de comprender lo traumático del momento, la gravedad de aquella revelación.

La gente cree que es por su enfermedad. Que le ha afectado tanto que no sabe reaccionar en situaciones donde la familia requiere su implicación emocional. Puede ser. No digo que no.

Pero yo también sé cómo es mi padre. Sé cómo era. Y sé que el papá de hace unos años, el que estaba perfectamente sano y en forma, hubiera podido reaccionar exactamente como el enfermo de Alzheimer había reaccionado ese día. Con

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