Involución

Max Brooks

Fragmento

cap-1

Introducción

BIGFOOT DESTRUYE PUEBLO. Ese era el título de un artículo que recibí poco después de la erupción del monte Rainier. Creía que era spam, el inevitable resultado de buscar tanto por internet. En aquel momento estaba acabando de redactar lo que parecía mi artículo de opinión número cien sobre el Rainier, en el que analizaba todos los aspectos de lo que debería haber sido una calamidad predecible y evitable. Como el resto del país, necesitaba datos, no sensacionalismo. Gran parte de los artículos de opinión sobre el Rainier habían procurado ceñirse a los hechos, porque de todos los fallos humanos (políticos, económicos, logísticos) que se habían producido ahí, era el aspecto psicológico, la histeria exagerada, lo que había acabado matando a la mayoría de la gente. Y ahí estaba de nuevo ese titular, justo en la pantalla de mi ordenador portátil: BIGFOOT DESTRUYE PUEBLO.

«Olvídalo», me dije, «el mundo no va a cambiar de la noche a la mañana. Toma aire, bórralo y sigue adelante».

Y eso estuve a punto de hacer. Pero esa palabra…

«Bigfoot.»

El artículo, publicado en un sitio web muy poco conocido de criptozoología, afirmaba que mientras el resto del país se había centrado en la furia volcánica del Rainier, un desastre más pequeño pero no menos sangriento había tenido lugar a unos pocos kilómetros de distancia, en la aislada y lujosa comunidad ecológica de Greenloop, que contaba con tecnología punta. El autor del artículo, Frank McCray, describía cómo la erupción no solo había impedido que se pudiese rescatar a Greenloop, sino que la había dejado indefensa ante una tropa de criaturas hambrientas similares a los simios que huían de esa misma catástrofe.

Los detalles del asedio habían quedado registrados en el diario de una residente de Greenloop, Kate Holland, que era hermana de Frank McCray.

«Nunca encontraron su cuerpo», me escribió McCray en un correo electrónico que me envió a continuación, «pero si puede conseguir que publiquen su diario, quizás alguien que pudiera haberla visto lo lea».

Cuando le pregunté por qué me había elegido, me respondió: «Porque he seguido sus artículos de opinión sobre el Rainier. Nunca escribe sobre algo que no haya investigado a fondo primero». Cuando le pregunté por qué pensaba que yo podía estar interesado en el Bigfoot, contestó: «Leí su artículo en Fangoria».

No cabía duda de que yo no era el único que sabía cómo investigar sobre un tema. McCray había localizado de alguna manera mi lista de «Las cinco mejores películas clásicas sobre el Bigfoot», que había confeccionado hacía décadas para esa icónica revista de terror. En el artículo, hablaba sobre cómo de crío había vivido «el momento álgido del furor sobre el Bigfoot» y había retado a los lectores a ver estas películas antiguas «con los ojos de un niño de seis años que constantemente aparta la mirada de eso tan horrible que está viendo en pantalla para escrutar los árboles oscuros que susurran al otro lado de la ventana».

El artículo debió de convencer a McCray de que una parte de mí aún no estaba dispuesta a despedirse de esa obsesión infantil. Debió de saber también que mi escepticismo de adulto me obligaría a investigar a fondo su historia. Cosa que hice. Antes de volver a contactar con McCray descubrí que sí había existido una comunidad llamada Greenloop, y que había tenido una gran repercusión mediática. Había mucha información en los medios sobre su fundación, y sobre su fundador, Tony Durant. La esposa de Tony, Yvette, también había dado varias clases online de yoga y meditación desde la Casa Común del pueblo hasta el mismo día de la erupción. Pero ese día todo se detuvo.

Eso solía suceder en los pueblos que se hallaban en el camino de los hirvientes aludes de barro del Rainier, pero tras echar un vistazo rápido al mapa oficial de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias, pude comprobar que ninguno había alcanzado jamás Greenloop. Si bien algunas zonas devastadas como Orting y Puyallup habían vuelto a recuperar su espacio en el mundo digital, Greenloop seguía siendo un agujero negro. No había ningún reportaje en la prensa ni ninguna grabación amateur. Nada. Incluso Google Earth, que había sido muy diligente a la hora de actualizar las imágenes por satélite de la zona, todavía muestra la misma foto de Greenloop y la zona circundante antes de la erupción. Por muy peculiares que fuesen estas señales de alerta, lo que finalmente que me llevó a contactar de nuevo con McCray fue el hecho de que la única mención a Greenloop posterior al desastre que pude hallar se encontraba en un informe de la policía local que señalaba que la investigación oficial seguía «en marcha».

«¿Qué sabes al respecto?» le pregunté tras varios días de silencio administrativo. Fue entonces cuando me envió un enlace de AirDrop de un álbum de fotos que había sacado la guarda forestal jefe Josephine Schell. Schell, a quien entrevistaría más adelante para este proyecto, había liderado el primer equipo de búsqueda y rescate que entró en las ruinas calcinadas de lo que anteriormente había sido Greenloop. Entre los cadáveres y los escombros había encontrado el diario de Kate Holland (cuyo apellido de soltera había sido McCray) y había fotografiado todas las páginas antes de que se llevaran el original.

En un primer momento, sospeché que era un engaño. Soy lo bastante mayor para recordar los tristemente célebres «Diarios de Hitler». Sin embargo, cuando acabé de leer la última página, no me quedó más remedio que creerme su historia. Aún creo que es cierta. Tal vez sea por la sencillez con que está escrita, porque exhibe una ignorancia frustrante y a la vez creíble sobre todo lo relacionado con los sasquatches. O tal vez se deba a que albergo el deseo irracional de exonerar al niño asustado que fui antaño. Por eso he publicado el diario de Kate, acompañado de varios extractos de noticias y entrevistas, con la esperanza de poner en contexto a aquellos lectores que no estén familiarizados con la sabiduría popular acerca de los sasquatches. Al recabar toda esta información, me ha costado mucho decidir qué iba a incluir y qué no. Hay literalmente decenas de expertos en la materia, cientos de cazadores que lo han visto y miles de encuentros registrados. Revisar todos estos datos me podría haber llevado años, si no décadas, y simplemente no puedo dedicarle tanto tiempo a esta historia. Por eso he optado por limitar las entrevistas a las dos personas que estuvieron involucradas directa y personalmente en el caso, y las referencias literarias, a La guía del sasquatch de Steve Morgan. Como reconocerán otros entusiastas del Bigfoot, la guía de Morgan es sin lugar a dudas el manual más completo y actualizado que hay sobre la materia, ya que combina relatos históricos, avistamientos recientes y análisis científicos de expertos como el doctor Jeff Meldrum, Ian Redmond, Robert Morgan (sin relación de parentesco con el autor) y el difunto doctor Grover Krantz.

Algunos lectores quizá también cuestionen mi decisión de omitir ciertos detalles geográficos sobre la localización exacta de Greenloop. El motivo fue evitar que turistas y saqueadores contaminen lo que todavía es el escenario del crimen de una investigación en curso. Salvo por esos detalles y las necesarias correcciones ortográficas y gramaticales, el diario de Kate Holland se ha conservado intacto. Lo único de lo que me arrepiento es de no haber sido capaz de entrevistar a la psicoterapeuta de Kate (quien la animó a escribir este diario), puesto que se ha escudado en la confidencialidad entre médico y paciente. Aun así, que esta psicoterapeuta guarde silencio parece dar, al menos desde mi punto de vista, algo de esperanza. Al fin y al cabo, ¿por qué una doctora se iba a tomar la molestia de proteger la confidencialidad de una paciente si no creyera que sigue viva?

En el momento de escribir estas líneas, Kate lleva trece meses desaparecida. Si nada cambia, para cuando se publique este libro, se habrán cumplido varios años de su desaparición.

Hoy en día no tengo ninguna prueba física que corrobore la historia que estás a punto de leer. Quizá Frank McCray me haya engañado, o quizá Josephine Schell nos haya engañado a los dos. Dejaré que juzgues por ti mismo, lector, si las páginas siguientes te parecen razonablemente plausibles y si, al igual que a mí, vuelven a despertar un terror enterrado hace mucho bajo la cama de la juventud.

cap-2

Capítulo 1

Adéntrate en el bosque para perder de vista a tus contemporáneos y olvidar sus crímenes.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU

ENTRADA N.º 1 DEL DIARIO

22 DE SEPTIEMBRE

¡Hemos llegado! Tras dos días conduciendo y haciendo noche en Medford, hemos llegado al fin. Y es perfecto. Es cierto que las casas forman un círculo. Vale, es algo muy obvio, pero me dijiste que no parase, que no corrigiera, que no borrase y volviera atrás. Por eso me animaste a usar papel y boli. Para que no pudiera utilizar la tecla de retroceso. «Simplemente, sigue escribiendo.» Vale. Como quieras. Hemos llegado.

Ojalá Frank pudiese haber estado aquí. Me muero de ganas de llamarle esta noche. Seguro que se volverá a disculpar por haber tenido que quedarse en Guangzhou para esa conferencia, y yo le diré, otra vez, que no importa. ¡Ya ha hecho tanto por nosotros! Nos ha preparado la casa y nos ha enseñado todo a través de vídeos de FaceTime. Tiene razón en que no le hacen justicia. Sobre todo, a la ruta de senderismo. Ojalá hubiera podido estar aquí para acompañarme en el primer paseo que he dado hoy. Ha sido algo mágico.

Dan no ha venido conmigo. Pero no me sorprende. Ha dicho que se quedaba para ir deshaciendo las maletas y abriendo las cajas, y así me echaba una mano. Siempre dice que va a ayudar. Le he comentado que quería, necesitaba, estirar las piernas. ¡Dos días encerrados en el coche! ¡Y el peor viaje de mi vida! No debería haber escuchado las noticias todo el rato. Sí, lo sé, «dosifica las noticias, entérate de los hechos pero no te obsesiones con ellos». Tienes razón. No debería haberlo hecho. Otra vez lo de Venezuela, lo del aumento de tropas. Lo de los refugiados. Otro barco que vuelca en el Caribe. Hay tantos barcos. Y es temporada de huracanes. Al menos, eso dice la radio. Si no hubiera estado conduciendo, seguramente habría intentado ver esas noticias en el móvil.

Lo sé. Lo sé.

Al menos tendríamos que haber ido por la carretera de la costa, como cuando Dan y yo nos casamos. Debería haber insistido. Pero Dan pensó que la 5 sería más rápida.

Uf.

Todas esas granjas industriales tan horribles. Todas esas pobres vacas apretujadas unas contra otras bajo un sol de justicia. Y el olor. Ya sabes que soy muy sensible a los olores. Cuando llegamos aquí, tuve la sensación de que seguía impregnado en mi ropa, mi pelo, mis fosas nasales. Así que tenía que pasear, tomar el aire fresco, desentumecer los músculos del cuello.

Dejé a Dan haciendo lo que tuviera que hacer y me dirigí a la ruta de senderismo marcada que hay detrás de nuestra casa. Es una pendiente gradual y realmente fácil, con unas escaleras de madera en los bancales que hay cada cien metros o así. Pasa junto a la casa de nuestra vecina, a la que he visto. Es una señora mayor. Bueno, bastante anciana. Tenía el pelo gris, sin duda. Corto, creo. La he visto por la ventana de la cocina, así que no lo sé seguro. Estaba haciendo algo delante del fregadero. Ha levantado la mirada y me ha visto. Me ha sonreído y saludado con la mano. Le he sonreído y devuelto el saludo, pero no me he parado. ¿He sido maleducada? Pensé, al igual que con lo de deshacer las maletas, que ya habría tiempo para conocer a la gente. Vale, a lo mejor no pensé realmente eso. La verdad es que no pensé. Solo quería seguir caminando. Me sentí un poco culpable, pero no por mucho tiempo.

Lo que vi…

Vale, ¿recuerdas que creíste que dibujar un boceto de cómo era este lugar podría ayudarme a canalizar esa necesidad de organizar mi entorno que siento? Creo que es una buena idea y, si me queda medio decente, igual te envío el dibujo escaneado. Pero es imposible que ningún dibujo, o siquiera una fotografía, pueda capturar lo que he visto en ese primer paseo.

Los colores. En Los Ángeles todo es gris y marrón. Ese cielo gris, brillante y brumoso siempre me hace daño a la vista. Allí las colinas marrones de hierba muerta me hacían estornudar y me provocaban dolor de cabeza. Aquí todo es muy verde, como en el este. No. Mejor. Hay tantos colores… Frank me contó que hubo sequía por la zona y me pareció ver un poco de hierba amarilla a lo largo de la autopista, pero aquí esto es como un arcoíris verde, que va de un dorado brillante a un azul oscuro. Los arbustos, los árboles.

Los árboles.

Recuerdo la primera vez que fui de excursión por el cañón Temescal en Los Ángeles. Esos robles bajos, grises y retorcidos, con sus hojitas puntiagudas y sus bellotas con forma de bala. Tenían un aspecto tan hostil. Sé que suena supermelodramático, pero así me sentía. Era como si estuvieran cabreados por tener que vivir en ese barro muerto y polvoriento, duro y caliente.

Estos árboles son felices. Sí, eso he dicho. ¿Por qué no iban a serlo, en este suelo rico, blando y bañado por la lluvia? Unos cuantos tienen la corteza moteada de color claro y hojas doradas, que se les están cayendo. Se entremezclan con los altos y robustos pinos. Algunos tienen esas agujas de color plata o esas otras más planas y suaves, que me han rozado suavemente al pasar cerca. Son unas columnas reconfortantes que sostienen el cielo, más altas que cualquier cosa que haya en Los Ángeles, incluidas esas delgaduchas palmeras ondulantes que hacen que me duela el cuello cuando las miro.

¿Cuántas veces hemos hablado de ese nudo que noto bajo la oreja derecha y que se extiende hasta la zona de debajo del brazo? Pues ha desaparecido. Daba igual cómo estirara el cuello. No me dolía. Y no he tomado nada. Tenía previsto hacerlo. Hasta dejé dos pastillas de Naproxeno en la encimera de la cocina para cuando volviera. No me ha hecho falta. Ni rastro de dolor. Ni el cuello, ni el brazo. Relax total.

Me quedé ahí quieta durante unos diez minutos tal vez, contemplando el brillo del sol a través de las hojas, fijándome en sus rayos relucientes y difusos. Centelleantes. Estiré la mano para alcanzar uno de ellos, un pequeño disco de calor, pequeño como una moneda, que ha conseguido calmarme. Ponerme los pies en la tierra.

¿Qué dijiste sobre la gente que tiene TOC? ¿Que nos cuesta muchísimo vivir el momento presente? Aquí y ahora esto no me ha pasado. He podido sentir cada segundo. Con los ojos cerrados. Respirando hondo ese aire purificador. Ese aire fresco, húmedo, fragante. Intenso. Natural.

Es tan distinto a esa ciudad trasplantada que es Los Ángeles, con sus céspedes y palmeras y personas que viven del agua robada a otro. Se supone que es un desierto, no un extenso jardín de las vanidades. Quizá por eso todo el mundo está tan deprimido allí. Porque saben que todos están viviendo una farsa.

Pero yo no. Ya no.

Recuerdo haber pensado: «Esto no podría ser mejor». Pero sí podía. He abierto los ojos y he visto un enorme arbusto esmeralda a unos pocos pasos de distancia. Lo había pasado por alto antes. ¡Una zarza! Y parecía tener moras, pero he mirado en internet para asegurarme. (Por cierto, aquí hay una buena wifi, ¡incluso tan lejos de casa!) ¡Sí, eran moras, qué suerte he tenido al encontrarlas! Frank había comentado algo sobre que la sequía del verano había arruinado la cosecha de bayas silvestres. Y ahí estaba esa zarza, justo delante de mí. Esperándome. ¿Te acuerdas de que me dijiste que estuviera más abierta a las oportunidades, que buscara señales?

No me importó que estuvieran un pelín agrias. De hecho, estaban incluso mejor. El sabor me ha hecho recordar los arándanos que había detrás de nuestra casa en Columbia.[1] Nunca podía esperar a que llegara agosto, cuando maduraban, e iba a hurtadillas a por esos frutos medio morados en julio. Todos esos recuerdos me han asaltado de repente, todos esos veranos, papá leyendo Arándanos para Sal y yo riéndome cuando ella se topa con el oso. Ahí ha sido cuando me ha empezado a picar la nariz y se me han humedecido los ojos. Seguramente me habría venido abajo ahí mismo si no me hubiera salvado un pajarito, y no es una forma de hablar.

En realidad, han sido dos. Me di cuenta de que había un par de colibríes revoloteando alrededor de unas flores silvestres púrpuras, muy altas, que brotaban en una zona iluminada por el sol, muy a lo peli de Disney. He visto cómo uno se detenía en una flor y luego el otro pasaba zumbando junto a él, y entonces ha ocurrido algo muy adorable. El segundo se ha puesto a darle besitos al primero, moviéndose adelante y atrás con esas plumas naranjas como el cobre y ese cuello rojo rosáceo.

Vale, sé que a estas alturas seguramente estarás harta de tantas comparaciones. Lo siento. Pero no puedo evitar pensar en esos loros. ¿Lo recuerdas? ¿Aquellos de los que hablamos? ¿Esa bandada salvaje? ¿Te acuerdas de que nos pasamos una sesión entera hablando de que sus graznidos me volvían loca? Perdóname si no vi la relación que intentabas establecer.

Pobres criaturas. Parecían tan asustadas y enfadadas. ¿Por qué no iban a estarlo? ¿Cómo iban a sentirse, si una persona horrible los había liberado en un entorno que no era el suyo? ¿Y sus crías? Habían nacido con ese malestar en sus genes y cada una de sus células ansiaba estar en un entorno que no podían hallar. ¡No encajaban en ese lugar! ¡Nada encajaba! Cuesta ver lo que va mal hasta que lo comparas con lo que está bien. En este sitio, con sus árboles altos y sanos y sus pajaritos felices que se dan besos llenos de amor, todo encaja a la perfección.

Yo también.

Extracto del programa radiofónico Marketplace de American Public Media. Transcripción de la entrevista realizada por el presentador Kai Ryssdal al fundador de Greenloop, Tony Durant.

RYSSDAL: Pero ¿por qué iba alguien, sobre todo alguien acostumbrado a una vida urbana o incluso suburbana, a aislarse en plena naturaleza, alejado de todo?

TONY: No estamos aislados en absoluto. Durante la semana hablo con gente de todo el mundo, y los fines de semana mi esposa y yo solemos estar en Seattle.

RYSSDAL: Pero el tiempo que invertís en ir en coche hasta Seattle…

TONY: No es nada comparado con la cantidad de horas que pasa la gente conduciendo todos los días. Piensa en todo el tiempo que inviertes en ir y volver del trabajo en coche, mientras ignoras u odias la ciudad que te rodea. Como vivimos en la naturaleza, apreciamos más el tiempo que pasamos en la ciudad porque es algo voluntario en vez de obligatorio, un regalo en vez de una tarea rutinaria. El estilo de vida revolucionario de Greenloop nos permite disfrutar de lo mejor del estilo de vida tanto urbano como rural.

RYSSDAL: Hablemos un minuto sobre este «estilo de vida revolucionario». En el pasado, has descrito Greenloop como la próxima Levittown.

TONY: Así es. Levittown fue un ejemplo de prosperidad. Tras la Segunda Guerra Mundial, tenías a todos estos jóvenes soldados que volvían a casa, recién casados, deseosos de formar una familia, con ganas de tener una casa propia, pero sin los medios para poder permitírsela. Al mismo tiempo, se produjo esta revolución en la industria; se optimizó la producción, se mejoró la logística, se inició la manufactura de piezas prefabricadas…, y todo debido a la guerra, pero con el tremendo potencial que ofrecía una época de paz. Los Levitt fueron los primeros en darse cuenta de que existía ese potencial y lo desarrollaron en la primera «comunidad planificada» de Estados Unidos. Y la construyeron de un modo tan rápido y barato que se convirtió en el modelo de referencia para los suburbios modernos.

RYSSDAL: Y tú dices que ese modelo está agotado.

TONY: No soy yo quien lo dice, todo el país lo sabe desde los años sesenta, cuando nos dimos cuenta de que nuestra forma de vida nos estaba matando. ¿De qué sirve todo este progreso si no vas a poder comer los alimentos o respirar el aire o incluso vivir en la tierra cuando el océano la cubra? Desde hace medio siglo se sabe que necesitamos una solución sostenible. Pero ¿cuál? ¿Vamos a volver al pasado? ¿A vivir en cuevas? Eso era lo que querían los primeros ecologistas o, al menos, esa era la imagen que proyectaban. ¿Recuerdas esa escena tan icónica de Una verdad incómoda, donde Al Gore nos mostraba una balanza con unos lingotes de oro a un lado y la Madre Tierra al otro? ¿Qué clase de elección

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