El día antes

Sorj Chalandon

Fragmento

cap-1

1

Joseph, mi hermano

(Liévin, jueves 26 de diciembre de 1974)

Joseph, pegado a mí. Él sobre el portaequipajes, con las piernas separadas por las alforjas como un cowboy de rodeo. Yo inclinado sobre el manillar, con la mano derecha empuñando el acelerador. Él tenía los brazos levantados. Cantaba a voz en cuello. Canciones suyas, sin letra ni música, palabras al revés inspiradas por la cerveza.

Los alaridos del motor despertaban a la ciudad dormida.

Mi hermano gritó:

—¡La vida es así!

Yo nunca había estado tan orgulloso.

*

Antes de aquella noche, solo había conducido el ciclomotor de Jojo una vez. En círculos por el patio de la granja, como un caballo de tiovivo inmovilizado por el cabestro. Jojo se había comprado aquel Motobécane para sustituir al viejo Renault que ya no utilizaba. No reparaba su coche, lo reanimaba. Y lo dejaba envejecer en la acera.

—Lo utilizaremos el domingo.

A los veintisiete años, mi hermano también había abandonado su vieja bicicleta por el ciclomotor.

—El Rolls de la gente honrada —decía.

A cambio de una moneda, yo frotaba los cromados, quitaba el barro que salpicaba las horquillas, limpiaba los faros, engrasaba el piñón y el plato. Me permitía guardar las herramientas debajo del sillín. Todo el mundo lo llamaba «el Azul». Mi hermano lo había bautizado con el nombre de Gulf, como el Porsche 917 que conduce Steve McQueen en Le Mans, una película que Jojo me había llevado a ver en francés al Majestic.

Steve McQueen interpretaba al piloto de coches Michael Delaney.

—Aquí, Michael Delaney se llama Michel Delanet —me había explicado mi hermano.

Me quedé turulato. Delanet y yo teníamos el mismo nombre.

Steve McQueen era el héroe americano de mi infancia. Lo había visto en Los siete magníficos, La gran evasión y Bullitt. Frente al espejo, imitaba su sonrisa, su manera de fruncir el ceño. En el colegio, cuando alguien me provocaba, apretaba los labios como él. Le copiaba un poco la expresión. Mi hermano juraba que Steve McQueen y yo teníamos la misma sombra en la cara. Y que mi silencio se parecía al suyo.

—Es increíble, tiene los mismos ojos que tú —había murmurado incluso.

Le Mans era una película rara. Sin guion, con una música enervante. No parecía cine. Menos el principio. Un minuto de silencio, justo antes de la carrera.

El coche número 20 de Michel Delanet estaba parado. Acababan de cerrar la portezuela. Ni un solo ruido en el habitáculo. La muchedumbre rugía pero nosotros no oíamos nada. El piloto se había tapado la boca y la nariz con un pañuelo blanco. Se había puesto el casco, se había abrochado el cinturón y había adoptado una mirada impenetrable. Tenía la mano derecha apoyada en el volante. Destensaba los dedos con gestos lentos. Le latía el corazón. Lo oíamos. Primero lejano, como un tambor de marcha. Luego con fuerza, martilleando, acercándose hasta golpearnos las sienes. En la oscuridad, le apreté la mano a mi hermano. Me acuerdo. Aquellos gritos del corazón se parecían a mis terrores nocturnos.

Le Mans no gustó en la colonia minera. Una semana después de su estreno, el Majestic empezó a poner otra película. Mi hermano le preguntó a la acomodadora si el cartel estaba a la venta. Acababa de quitarlo del escaparate. Ella vaciló. Él le sonrió. Yo clavé el póster con chinchetas encima de mi cama. Por la noche, antes de apagar la lámpara de la mesilla, miraba a Michel Delanet, con el casco en la mano, mis labios y mis ojos. Había escrito «Gulf» en una cinta adhesiva y la había pegado al guardabarros del ciclo­motor.

*

De niño, Joseph soñaba con ser piloto de carreras. Imaginaba que sería mecánico de box, que formaría parte del ballet de cambiadores de neumáticos. Luego, piloto en un gran equipo. Y campeón, al fin, regándonos con champán desde lo alto del podio.

Pero mi padre nunca creyó en ello.

—Los establos cobijan ganado, no coches —decía.

Nuestra comarca hablaba de la tierra y el carbón, no los de circuitos automovilísticos. Al igual que todos los campesinos de la región, abrigaba la esperanza de que su hijo se hiciera cargo de la granja y temía que la mina se lo arrebatara.

Entonces mi hermano consiguió el certificado de estudios primarios, el diploma. Entró en un instituto profesional, y por la noche reparaba el tractor de la granja cronometrándose, como si se afanara en un paddock de Fórmula 1. Cuando se convirtió en mecánico, entró como aprendiz en un taller de Lens. Un año perdido, diría más tarde. Jamás llegó a pisar el asfalto de un circuito automovilístico. Jamás se acercó a un podio. Nuestro padre tenía razón.

Y como a todos los muchachos de aquí, acabó devorándolo la mina.

Cada día pasaba por delante del pozo de Saint-Amé. De camino al taller mecánico, veía a los hombres apiñados ante las puertas de metal, entrando, saliendo, caminando juntos sin decir palabra. Le parecían un pueblo aparte. Un ejército de gente sencilla. Él desmontaba filtros de aire y arreglaba carburadores. Ellos excavaban la tierra para alumbrar el país, calentar a las familias, producir cemento, hormigón, alquitrán para las carreteras. Él taponaba una fuga de aceite, ellos trabajaban para nuestro confort. Se había imaginado en una línea de salida y había acabado inclinándose sobre los motores. El niño glorioso había muerto. El héroe había desistido. Ya ni siquiera jugaba a mecánico del Grand Prix mientras cambiaba las pastillas de freno.

Por la noche, con las manos avergonzadas por la grasa, aparcaba la bici frente al portón del pozo 3bis y alzaba la vista hacia el cielo. Las ruedas de los castilletes giraban lentamente. Hablaban del mineral que salía a la luz del día y de los hombres que bajaban al fondo. Había aprendido a imitar el resoplido de las torres de acero. Se había entrenado, con la mirada clavada en las poleas. Juraba que aquel estruendo era uno de los más difíciles de reproducir. Y uno de los más hermosos.

—Cualquiera puede imitar el canto del gallo. Pero el canto del trabajo es harina de otro costal —decía Jojo.

Y a medida que transcurrían los meses su imitación era cada vez más perfecta. Al pie de la maquinaria ya no se oía el fragor, sino el resoplido que envolvía la ciudad. Era la mina de lejos. No su grito, sino su rumor. Ese ruido sordo que recorría los tejados, las puertas cerradas y la cocina a la hora de comer cuando el hombre había vuelto. Era la música de los días sin historia, la que tarareaban en la superficie cuando todo iba bien en el fondo. El silencio de las ruedas era la señal del drama, de la huelga. Precedía a las sirenas que, en plena noche, dejaban helado.

Jojo me había desvelado su truco. Con mucha paciencia, me había enseñado a deslumbrar a los imitadores de gallos. Primero cerraba los ojos. Hinchaba ligeramente las mejillas. Luego emitía un quejido metálico, un estertor mecánico, un chirrido de la garganta y los dientes. Se lo había pasado en grande cantando el ruido del castillete en la barra de Chez Madeleine, como si fuera u

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