El hombre de blanco

Johnny Cash

Fragmento

cap

Los amigos del nazareno se habían unido

y eso me encolerizó

y celosamente llevé a cabo una matanza.

Sus lugares secretos descubrí,

hice que los azotaran, que los encadenaran,

pero algunos lograron huir

temerosos de mí y con razón.

Entonces se me apareció

el Hombre de Blanco

en un halo de luz tan cegadora

que caí a tierra

y aquel resplandor

me privó de la visión.

Entonces el Hombre de Blanco

habló con voz dulce y afable,

me había dejado ciego para que pudiera ver

al Hombre de Blanco.

© 1986, JOHN R. CASH

AURIGA RA MUSIC, INC.

cap-1

Introducción

Es altamente improbable que, con los años que dediqué a escribir El Hombre de Blanco y el largo período de descanso que me tomé después, ahora pudiera nombrar a todas las personas que de un modo u otro, directa o indirectamente, proponiéndoselo o sin proponérselo, por azar, por accidente, sin darse cuenta, sin querer, sin intención, a regañadientes, o con entusiasmo, con esperanza, con voluntad de ayudar contribuyeron a la finalización de este libro.

Muchas de ellas no recuerdan, como quizá yo tampoco, ni se dan cuenta del importante papel que desempeñaron en esta obra, y lamento no haber hecho honor a aquellos cuya contribución escapa a mi memoria.

Gracias a Irene Gibbs, mi secretaria, que escribió a máquina y reescribió y reescribió y reescribió.

A Roy M. Carlisle, de Harper & Row San Francisco, que, después de leer mi primer borrador, dijo: «Venga ya, John. Hazme el favor. Reza un poco más, dale unas vueltas a la primera escena que describe la liturgia del culto cristiano, y luego vuelve a escribirla. ¿Lo harás?».

Gracias también a los agnósticos, los ateos, los que no se preocupan y los que no se molestan. Creo que fueron de los que más me inspiraron y me animaron, al proporcionarme la fuerza negativa que necesitaba contraponer a mi determinación.

Soy un hombre viajero y conozco a mucha gente. En alguna ocasión he tenido oportunidad de hablar con personas de creencias diversas. Me presenté a un judío ortodoxo en la zona de recogida de equipajes del aeropuerto de Newark. El hombre me estrechó la mano con renuencia. Y dio un paso atrás, entre dubitativo y asombrado, cuando le pregunté: «Por favor, ¿podría hablarme un poco sobre la fiesta de las Semanas, tal como se celebraba alrededor del año 60 d.C.?».

Al final se entusiasmó con el tema y me facilitó información muy valiosa sobre ese período.

Mantuve numerosas charlas (a veces confusas) sentado a la mesa con miembros conservadores de la sinagoga sobre la vida en el Templo durante el siglo I. Me instruyeron sobre la ética, las tradiciones, las costumbres y los actos de la vieja escuela, la nueva escuela y los no escolarizados.

En una tienda de Los Ángeles compré unas típicas alforjas, que he llevado al hombro en mis últimos cinco años viajando de acá para allá. Dentro llevaba mi «libro», y también la Biblia de Referencia Thompson; la Nueva Versión Internacional; la Biblia católica; y de vez en cuando Everyday Life in Jesus’ Time; Foxe’s Book of Martyrs; A History of the Early Church; The Twelve Apostles; The Twelve Caesars; la Enciclopedia Judía; y los escritos del historiador judío romanizado Flavio Josefo.

June leía todas y cada una de las páginas que yo escribía y, con su sinceridad a prueba de bomba, me daba su opinión. Yo escuchaba, esperaba, rezaba… y luego obraba según mi propio juicio, como hacía con otros críticos menos categóricos que June.

—¿Y qué puede decirme de ese nuevo libro que está escribiendo? —me preguntó un periodista.

—Se titula El Hombre de Blanco —respondí.

—Buena idea. El Hombre de Blanco, del Hombre de Negro.

Asentí, a la espera.

—¿Y de qué trata?

—Del antes y el después de la conversión de Pablo —expliqué —. Es una novela.

—¿No habla de usted?

—No, transcurre en el siglo primero de nuestra era.

—Vaya, así que una novela. ¿Sale algo sobre cárceles y demás? —preguntó riendo.

—Pues sí, porque resulta que Pablo cantaba en su mazmorra. Solía cantar una canción sobre la evasión.

—No me diga. ¿Y qué canción era esa?

—No lo sé —dije —. La cantaban a dúo Pablo y un tal Silas, pero no llegaron a grabarla.

A otros a quienes se lo había comentado les entusiasmó saberlo, o al menos les intrigó.

—¿La historia está escrita desde una perspectiva baptista? —preguntó uno —. Porque usted pertenece a la Iglesia baptista, ¿no?

—Pablo no era baptista —respondí —. Él reprendía a aquellos cuyos principios doctrinales se centraban en Juan el Bautista.

—Entonces ¿es usted católico?

—Tal vez —dije —, ya que católico significa «universal».

—Pero no de la Iglesia católica romana…

—No —dije —. Pablo era judío. Doctor de la Ley.

—Entonces está escrito desde el punto de vista judío, ¿no?

—No, desde mi punto de vista —repliqué.

—Pero usted es baptista.

Al final me decidí por una respuesta básica:

—Yo, como hombre que cree que Jesús de Nazaret, un judío, el Cristo de los griegos, era el Ungido de Dios (nacido de la semilla de David, por la fe como tuvo fe Abraham, lo cual le valió la rectitud), estoy injertado en la vid verdadera y soy uno de los herederos de la alianza de Dios con Israel.

—¿Perdón?

—Que soy cristiano —dije —. No me colguéis otra etiqueta.

Se produjo un largo silencio, al cabo del cual dijo:

—Bueno, Adolf Hitler era cristiano.

—No lo era —objeté —. Lo que hizo nada tenía que ver con Cristo.

—¿Cómo lo sabe?

Me quedé pensando.

—Realmente no lo sé —respondí —, pero Jesús dijo: «Por sus frutos los conoceréis», y yo he podido ver sus frutos.

—¿Dónde? —preguntó.

—En el Museo del Holocausto de Jerusalén.

Gracias a Ken Overstreet, Jay Kessler, Dan McKinnon y a todo el personal de Youth for Christ.

Gracias al doctor David Weinstein, rector del Spertus College of Judaica de Chicago, por su inestimable contribución.

Karen Robin, la esposa de mi agente Lou Robin, es una concienzuda estudiosa del cristianismo y hace poco se ha convertido al judaísmo, al cual ha consagrado estudios sobre su Ley y su tradición, tanto antigua como moderna. Karen tuvo la gentileza de empujarme a indagar y demostrar numerosos fragmentos hebraicos de mi narración. Estoy, pues, en deuda con ella, lo mi

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