Los colores del incendio (Los hijos del desastre 2)

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

1927-1929

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Epílogo

Agradecimientos

Créditos

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Para Pascaline

Para Mickaël,
con afecto

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1927-1929

En el fondo, no hay ni buenos ni

malos, ni personas honradas ni

bribones, ni corderos ni lobos:

sólo los castigados y los impunes.

Basado en JAKOB WASSERMANN

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1

Aunque las exequias de Marcel Péricourt fueron muy accidentadas, e incluso acabaron de manera francamente caótica, al menos empezaron puntuales. El bulevar de Courcelles estaba cerrado al tráfico desde primera hora de la mañana y la banda de la guardia republicana, congregada en el patio, había iniciado el suave guirigay de la prueba de los instrumentos mientras los automóviles derramaban en las aceras a embajadores, parlamentarios, generales y delegaciones extranjeras que se saludaban con aire grave. Los académicos pasaban bajo el gran dosel negro con cenefa plateada que ostentaba el monograma del difunto y cubría la ancha escalinata, y seguían las discretas indicaciones del maestro de ceremonias, encargado de organizar a todo aquel gentío a la espera de la aparición del féretro. Se veían muchas caras conocidas: un funeral tan importante como aquél era como una boda ducal o la presentación de una colección de Lucien Lelong, un acto en el que exhibirse si uno tenía cierta categoría.

Pese a estar muy afectada por la muerte de su padre, Madeleine, contenida y eficiente, iba de aquí para allá dando discretas instrucciones, atenta al menor detalle, tanto más porque el presidente de la República había anunciado que acudiría en persona a despedir los restos mortales de su «amigo Péricourt». La noticia lo había complicado todo porque el protocolo republicano era tan estricto como el de una monarquía: desde ese momento ya no había habido un momento de calma en la mansión de los Péricourt, invadida por funcionarios de seguridad y responsables de la etiqueta, por no hablar de la multitud de ministros, cortesanos y consejeros. El jefe del Estado era una especie de barco pesquero permanentemente seguido por nubes de pájaros que se alimentaban de su movimiento.

A la hora prevista, Madeleine estaba en lo alto de la escalinata con las manos enfundadas en guantes negros y modestamente cruzadas por delante.

El coche llegó, la muchedumbre guardó silencio y el presidente bajó, saludó, subió los escalones y abrazó un instante a Madeleine sin decir nada: las grandes aflicciones son mudas. Por fin, con un ademán elegante y fatalista, le cedió el paso hacia la capilla ardiente.

La presencia del mandatario era una muestra de amistad hacia el difunto banquero, pero también un gesto simbólico: se trataba realmente de una ocasión excepcional. Con Marcel Péricourt, «desaparece un puntal de la economía francesa», habían titulado los periódicos que aún sabían guardar las formas. «Sobrevivió siete años al trágico suicidio de su hijo Édouard», subrayaba el resto. Daba igual: Marcel Péricourt era un personaje fundamental en la vida financiera del país, y su desaparición, como todo el mundo intuía confusamente, señalaba un cambio de época más bien preocupante, teniendo en cuenta las sombrías perspectivas que ofrecían los años treinta. La crisis económica que había seguido a la Gran Guerra no había acabado y la clase política francesa, que había jurado o prometido con la mano en el corazón que la Alemania vencida pagaría hasta el último céntimo de todo lo que había destruido, había quedado desautorizada por los hechos. La población, exhortada a esperar a que se reconstruyeran las viviendas, se rehicieran las carreteras, se indemnizara a los inválidos, se pagaran las pensiones, se creara empleo... en una palabra, a que el país volviera a ser lo que había sido (o algo mejor, puesto que había ganado la guerra), la población, digo, se había resignado: el milagro no se produciría. Francia tendría que arreglárselas sola.

Marcel Péricourt, precisamente, era un representante de la Francia de antes, la que alguna vez había administrado su economía como un buen padre de familia. No estaba del todo claro si lo que se conducía al cementerio eran los restos de un importante banquero francés o la época periclitada que éste había encarnado.

En la capilla ardiente, Madeleine observó largo rato el rostro de su padre. Desde hacía meses, envejecer se había convertido en su principal actividad. «Tengo que vigilarme constantemente», decía, «me da miedo oler a viejo, olvidarme de las palabras, estorbar, que me sorprendan hablando solo; me espío a mí mismo, me paso el tiempo haciéndolo: envejecer es agotador...».

En el armario, Madeleine había encontrado una percha con una camisa planchada y su traje más nuevo y unos zapatos cuidadosamente lustrados. Todo estaba listo.

La noche anterior, el señor Péricourt había cenado con ella y con Paul, su nieto, un niño de siete años, bien parecido, aunque un poco pálido, tímido y tartamudo. Pero a diferencia de otras noches, el abuelo no le preguntó cómo iban las clases ni qué había hecho durante el día, ni le propuso que continuaran la partida de damas. Se quedó pensativo, aunque no preocupado, sólo ensimismado, lo que no era propio de él. Apenas tocó el plato: se limitó a sonreír para mostrar que estaba allí. Y, como parece que la cena se le hacía un poco larga, plegó la servilleta y dijo: «Voy a subir, acabad sin mí»; luego apretó un instante la cabeza de Paul contra su pecho y añadió: «Bueno, que durmáis bien.» Aunque a menudo solía quejarse de sus dolores, se dirigió a la escalera con paso ligero. Habitualmente abandonaba el comedor con un «Sed buenos»; esa noche se le olvidó, a la mañana siguiente estaba muerto.

Mientras, en el patio de la mansión, el carruaje fúnebre avanzaba tirado por dos caballos engualdrapados y el maestro de ceremonias reunía a la familia y las personas cercanas y cuidaba de que cada cual ocupara el sitio que le correspondía según el protocolo; Madeleine y el presidente de la República permanecían uno junto al otro con los ojos posados en el ataúd de roble en el que brillaba una gran cruz de plata.

Madeleine se estremeció. Su decisión de hacía unos meses, ¿había sido acertada?

Era soltera. Divorciada, para ser exactos, aunque en esa época venía a ser lo mismo. Su ex marido, Henri d’Aulnay-Pradelle, se pudría en la cárcel después de un sonado juicio. Esa situación suya, de mujer sin hombre, había sido una preocupación para su padre, que pensaba en el futuro. «¡A tu edad, uno vuelve a casarse!», solía decir. «Un banco con intereses en numerosas sociedades mercantiles no es cosa de mujeres.» De hecho, Madeleine estaba de acuerdo, pero con una condición: «Un marido, aún, pero un hombre no, con Henri ya tuve bastante, gracias; el matrimonio, vale, pero para lo otro que no cuenten conmigo.» Aunque se empeñaba en negarlo, había puesto no pocas esperanzas en aquella primera unión, que había resultado calamitosa, así que ahora lo tenía claro: llegado el caso, un cónyuge, pero nada más, sobre todo porque no pensaba tener más hijos; con Paul le bastaba y le sobraba para ser feliz. El otoño anterior, todo el mundo empezó a darse cuenta de que Marcel Péricourt no duraría mucho. Parecía prudente adoptar medidas porque aún tendrían que pasar muchos años antes de que su nieto Paul, el tartamudo, tomara las riendas de la empresa familiar, lo que ya de por sí resultaba difícil de imaginar porque al pequeño le costaba un triunfo hablar; de hecho, la mayoría de las veces renunciaba a expresarse: demasiado esfuerzo... como para dirigir nada.

Gustave Joubert, el apoderado del Banco Péricourt, un viudo sin hijos, parecía ser el partido ideal para Madeleine. Cincuentón, ahorrador, serio, organizado, comedido, previsor... Sólo se le conocía una pasión: la mecánica, los coches (detestaba a Robert Benoist, pero adoraba a Jean Charavel) y los aviones (odiaba a Louis Blériot, pero veneraba a Didier Daurat).

El señor Péricourt abogó enérgicamente por esa solución, y Madeleine aceptó, pero:

—Hablemos claro, Gustave —le advirtió a Joubert—. Usted es un hombre, no me opondré a que... bueno, ya sabe a qué me refiero. Pero a condición de que sea discreto: me niego a que me dejen en ridículo por segunda vez.

Joubert no tuvo empacho en ceder en ese punto, puesto que Madeleine le hablaba de unas necesidades que él rara vez sentía.

Pero hete aquí que unas semanas después ella les anunció a su padre y a Gustave que al final la boda no se celebraría.

La noticia cayó como una bomba. Sería quedarse corto decir que el señor Péricourt se enfadó con su hija, cuyos argumentos eran irracionales. ¿Que tenía treinta y seis años y Joubert cincuenta y uno? ¡Como si acabara de enterarse! Además, casarse con un hombre maduro y sensato, ¿no era algo bueno? Pero no, decididamente, Madeleine «no se hacía a la idea» de esa boda.

Así que no.

Y se cerró en banda.

En otros tiempos, el señor Péricourt no se habría conformado con semejante respuesta, pero ya estaba muy agotado. Argumentó, insistió y acabó rindiéndose. En ese tipo de renuncias se veía que ya no era el de antes.

Ahora, Madeleine se preguntaba con inquietud si había hecho bien.

Fuera de la capilla ardiente, todas las actividades estaban suspendidas a la espera de la salida del presidente de la República.

En el patio, los invitados empezaban a contar los minutos: habían ido para dejarse ver, no para pasarse allí todo el día. Lo más difícil no era evitar el frío, algo imposible, sino disimular las ganas de que aquello acabara. Las orejas, las manos y la nariz se les congelaban sin remedio incluso tapadas. Pateaban discretamente el suelo: si el muerto tardaba mucho en aparecer, acabarían maldiciéndolo. No veían el momento de que el cortejo arrancara, así al menos se moverían.

Corrió la voz de que el ataúd estaba a punto de salir.

En el patio, el sacerdote, con capa negra y plateada, precedió a los niños del coro, con túnica violeta y sobrepelliz blanca.

El maestro de ceremonias consultó discretamente su reloj, subió con calma los peldaños de la escalinata para tener una vista panorámica de la situación y buscó con la mirada a quienes en unos minutos deberían iniciar el cortejo.

Todos estaban allí, salvo el nieto del difunto.

Sin embargo, lo previsto era que el pequeño Paul fuera en cabeza junto a su madre, unos pasos por delante del resto de la comitiva. Un niño detrás de un coche fúnebre era una imagen que siempre gustaba mucho. Además, aquél, con su carita de luna y sus leves ojeras, transmitía una sensación de fragilidad que añadiría un toque muy conmovedor al acto.

Léonce, la señorita de compañía de Madeleine, se acercó a André Delcourt, el tutor de Paul, que tomaba notas febrilmente en una libreta, y le pidió que buscara a su joven pupilo. Él la miró ofendido.

—Pero ¡Léonce...! ¿No ve que estoy ocupado?

Aquellos dos nunca se habían llevado bien: rivalidad de criados.

—André, no me cabe duda de que un día será usted un gran periodista —le respondió ella—, pero de momento no es más que preceptor, así que vaya a buscar a Paul.

Furioso, André se golpeó el muslo con la libreta, se guardó el lápiz con rabia y, repartiendo profusamente excusas y sonrisas compungidas a su alrededor, intentó abrirse paso hasta la puerta.

Madeleine acompañó de nuevo al presidente, cuyo coche atravesaba el patio un instante después mientras la multitud se apartaba como si transportara al propio muerto.

Acompañado por el redoble de los tambores de la guardia republicana, el ataúd de Marcel Péricourt llegó al fin al vestíbulo. Las puertas se abrieron de par en par.

En ausencia de su tío Charles, al que no había habido manera de encontrar, Madeleine bajó la escalinata tras los restos mortales de su padre apoyándose en Gustave Joubert. Léonce buscó con la mirada al pequeño Paul junto a su madre, pero no lo vio. André, que había vuelto, le hizo un gesto de impotencia.

El ataúd, llevado a hombros por una delegación de la Escuela Central de Artes y Manufacturas, fue depositado en la carroza fúnebre descubierta, lo que permitía ver el féretro. Una vez colocados coronas y ramos, un ujier avanzó hacia ella sosteniendo un cojín en el que portaba la gran cruz de la Legión de Honor.

De pronto, en medio del patio, el grupo de los funcionarios se agitó de un modo extraño, se abrió e incluso pareció a punto de dispersarse.

El ataúd y el coche fúnebre habían dejado de ser el centro de atención.

Todos tenían la cabeza vuelta hacia la fachada de la casa mientras ahogaban unánimemente un grito.

Madeleine alzó los ojos a su vez y entreabrió la boca: arriba, en el segundo piso, el pequeño Paul, de siete años, estaba de pie en el alféizar de la ventana con los brazos en cruz. De cara al vacío.

Llevaba el traje negro de ceremonia, pero se había quitado la corbata y tenía la camisa blanca muy abierta.

Todos miraban a lo alto como si estuvieran viendo elevarse un globo aerostático.

Paul dobló ligeramente las rodillas.

Antes de que diera tiempo a llamarlo o echar a correr, se soltó de las hojas de la ventana y se lanzó al vacío acompañado por el grito de Madeleine.

Durante su caída, el cuerpo del niño se agitó en todas direcciones, como un pájaro alcanzado por un tiro de escopeta. Al final del rápido y caótico descenso, cayó sobre el gran dosel negro, en el que desapareció un breve instante.

Todo el mundo contuvo un suspiro de alivio.

Pero la tensión de la tela lo hizo rebotar y reapareció como un muñeco saliendo de una caja sorpresa.

Lo vieron alzarse de nuevo en el aire y pasar por encima del dosel.

Para acabar estrellándose contra el ataúd de su abuelo.

En el patio, súbitamente silencioso, el choque de su cráneo contra el roble produjo un ruido sordo que estremeció los corazones.

Todo el mundo estaba petrificado. El tiempo se detuvo.

Cuando corrieron hacia él, Paul estaba tendido boca arriba.

De los oídos le manaba sangre.

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2

El maestro de ceremonias no estaba preparado para aquello. Y mira que sabía de funerales... Había organizado los de una cantidad increíble de académicos, enterrado a cuatro diplomáticos extranjeros e incluso a tres presidentes en activo o jubilados. Famoso por su sangre fría, era un hombre que dominaba su oficio. Pero aquel chaval que acababa de precipitarse desde un segundo piso sobre el ataúd de su abuelo desmontaba todos sus esquemas. ¿Qué había que hacer? Se lo vio con la mirada perdida y los brazos caídos, desnortado. Aquello lo superaba, reconozcámoslo. De hecho, murió semanas después. Era un poco como el Vatel de las pompas fúnebres.

El primero en reaccionar fue el doctor Fournier.

Saltó al carruaje, apartó sin contemplaciones las coronas fúnebres, que rodaron por el empedrado, y, sin moverlo, procedió a un rápido examen clínico del pequeño.

Tenía mérito porque la gente, que se empezaba a recuperar del susto, armaba un barullo de mil demonios. El endomingado gentío se había transformado en una muchedumbre de desocupados temblorosos de curiosidad frente a un accidente, y todo eran «¡Oh!» y «¡Ah!». «Pero ¿ha visto? ¡Cómo, si es el chico de los Péricourt!» «¡No puede ser: murió en Verdún!» «¡Ése no, el otro, el nieto!» «¿Cómo que por la ventana? Pero ¿ha saltado o ha resbalado?» «Para mí que lo han empujado...» «¡Venga, hombre!» «¡Que sí, mire, aún está abierta!» «¡Mierda, es verdad!» «¡Por favor, Michel, esa lengua!» Todos le contaban lo que habían visto a alguien que había visto lo mismo que ellos.

Al pie del carruaje, asida a la barandilla de madera, en la que sus uñas se clavaban como garras, Madeleine gritaba fuera de sí. Léonce, deshecha igualmente en lágrimas, intentaba sujetarla por los hombros. Nadie acababa de creérselo: ¿cómo era posible que un niño se cayera de aquel modo desde la ventana de un segundo piso? Pero bastaba con alzar la vista hacia aquellas coronas apartadas de cualquier manera para ver, pese a la aglomeración, el cuerpo de Paul tendido como una estatua yacente sobre el ataúd de roble, mientras el doctor Fournier, inclinado sobre él, le buscaba los latidos del corazón o signos de que aún respiraba. Al cabo de unos instantes, el médico se incorporó con las manos cubiertas de sangre y el esmoquin manchado hasta el plastrón, pero no miró nada ni a nadie, simplemente cogió al niño en brazos y se puso en pie. Un fotógrafo afortunado captó la imagen que daría la vuelta al país: de pie sobre el carruaje fúnebre, junto al ataúd de Marcel Péricourt, el doctor Fournier sostenía en brazos a un niño que sangraba por los oídos.

Lo ayudaron a bajar.

La gente se apartó.

Con el pequeño Paul apretado contra el pecho, el médico echó a correr entre la masa de curiosos, seguido por una Madeleine presa del pánico.

A su paso, los comentarios cesaron y el repentino silencio fue aún más fúnebre que el propio funeral. Requisaron un coche, un Sizaire-Berwick, propiedad del señor de Florange, cuya angustiada esposa se retorcía las manos en la portería porque la sangre es muy difícil de quitar de los asientos.

Fournier y Madeleine se sentaron detrás con el niño tendido sobre sus rodillas, flojo como un pelele. Madeleine les lanzó una mirada suplicante a Léonce y André. La primera no se lo pensó dos veces, pero el preceptor, indeciso, se volvió hacia el patio y recorrió con la mirada el carruaje y los caballos, el ataúd y las coronas, los uniformes y los trajes... Luego agachó la cabeza y subió al coche. Las puertas se cerraron de golpe.

Salieron disparados hacia el hospital de la Pitié.

Todo el mundo se había quedado pasmado. Los niños del coro habían visto cómo les robaban el protagonismo y era evidente que el cura no se lo podía creer. La guardia republicana dudaba en atacar la pieza fúnebre que figuraba en el programa.

Y luego estaba el problema de la sangre.

Porque los funerales están muy bien, pero no son más que un ataúd cerrado. La sangre en cambio es otra cosa: es algo orgánico, asusta, recuerda el dolor, que es peor que la muerte. Y sangre de Paul la había por todas partes; las gotas recorrían el empedrado y llegaban hasta la acera, se podían seguir como en un corral. Tener delante aquella sangre era como volver a ver al pequeño en la ventana con los brazos abiertos: helaba la de todos los presentes. Después de eso, asistir tan tranquilo a un entierro que no es el de uno...

Con la mejor intención, el servicio doméstico de los Péricourt esparció puñados de serrín. Resultado inmediato: todo el mundo empezó a toser y a volverse hacia otro lado.

Luego se pensó que no era de recibo llevar al cementerio el ataúd de un hombre goteando sangre de un niño. Se buscó una tela negra, pero no la había. Subido al carruaje con un cubo de agua humeante, un criado intentaba limpiar el crucifijo de plata con una esponja.

Gustave Joubert, hombre acostumbrado a tomar decisiones, ordenó descolgar la gran cortina azul de la biblioteca del señor Péricourt. Era de un tejido grueso y opaco, elegido por Madeleine para que su padre pudiera descansar durante el día cuando el sol daba en la fachada.

Desde abajo, a través de la ventana desde la que había saltado el niño minutos antes, se veía a gente subida a escaleras de mano con los brazos levantados hacia el techo.

Por fin bajaron la pieza de tela, enrollada a toda prisa, y la desplegaron respetuosamente sobre el ataúd. Pero como no dejaba de ser una cortina grande, daba la sensación de que fueran a enterrar a un hombre en bata. Además, no habían conseguido quitar tres de las anillas de cobre y al menor soplo de viento éstas repiqueteaban tozudamente contra un costado del ataúd.

Había prisa por conseguir que el entierro recobrara su carácter de ceremonia oficial, es decir, anecdótica.

Durante el trayecto, Paul, tendido sobre las piernas de su madre, que no paraba de sollozar, no movió un músculo. Tenía el pulso muy débil. El conductor tocaba la bocina constantemente y los pasajeros brincaban como en un camión de ganado. Léonce tenía a Madeleine cogida del brazo. Para detener la hemorragia, el doctor Fournier había rodeado la cabeza del pequeño con su bufanda blanca, pero la sangre seguía manando y pronto empezó a gotear en el suelo.

André Delcourt, que para su desgracia estaba sentado frente a Madeleine, apartaba la vista en la medida en que la situación lo permitía: era muy impresionable.

Madeleine lo había conocido en un colegio religioso al que planeaba llevar a Paul cuando tuviera edad. Era un joven alto, delgado, con el pelo ondulado: una especie de cliché de su época; tenía unos ojos castaños algo apagados, pero acompañados de una boca carnosa y expresiva. Era profesor interino de francés, aunque, según decían, hablaba latín como los ángeles y también podía dibujar competentemente si hacía falta. Sentía auténtica pasión por el Renacimiento italiano, tema sobre el que podía hablar todo el día. Como se consideraba poeta, miraba con ojos febriles, ponía caras de inspiración y, cuando menos se esperaba, volvía bruscamente la cabeza a un lado, lo que al parecer significaba que acababa de visitarlo un pensamiento fulgurante. Nunca se separaba de su cuaderno; cada dos por tres lo sacaba, se volvía de espaldas, tomaba notas afanoso y se reincorporaba luego a la conversación con la expresión de alguien que se está recuperando de una grave dolencia.

A Madeleine la atrajeron de inmediato sus mejillas hundidas, sus largas manos y aquel ardor suyo que hacía presagiar momentos intensos. Aunque no quería volver a saber nada de los hombres, a aquél le encontró un encanto inesperado. Lo puso a prueba y quedó satisfecha.

De hecho, muy satisfecha.

En sus brazos se reencontró con recuerdos que distaban de ser malos. Se sentía deseada. Él era muy atento, aunque tardara en pasar a la acción porque siempre tenía impresiones que compartir, visiones que comunicar, ideas que comentar... Era un parlanchín que seguía recitando versos en calzoncillos, pero que, una vez se callaba, daba la talla. Los lectores que conocen a Madeleine saben que nunca ha sido demasiado guapa; tampoco fea, más bien una mujer normal, de las que no llaman la atención. Se había casado con un hombre muy atractivo que nunca la había querido, así que con André descubrió la dicha de que la desearan. Y una dimensión de la sexualidad que nunca había imaginado para sí misma: como era mayor que él, se creyó en la obligación de dar los primeros pasos, de explicar, de mostrar mediante la práctica; en una palabra: de iniciar. Evidentemente, no hacía falta. Por muy poeta maldito que fuera, André había visitado no pocos lupanares y participado en alguna que otra orgía, en las que había demostrado una gran apertura de mente y una indiscutible capacidad de adaptación. Pero también era un chico realista. Al comprender que, pese a no tener la experiencia necesaria, a Madeleine le encantaba el papel de iniciadora, se adaptó con sincero placer a la situación, que por otra parte coincidía con cierta tendencia suya a la pasividad.

El hecho de que André se alojara en el colegio, donde estaban prohibidas las visitas, complicaba muchísimo su relación. Al principio recurrieron a un hotel, al que Madeleine llegaba arrimada a la pared y del que salía con la cabeza baja, como una ladrona de vodevil. Para pagar la habitación, le daba el dinero a André utilizando todo tipo de estratagemas. Como no quería tener la sensación de que lo compraba, de que pagaba a un hombre, le dejaba los billetes en la repisa de la chimenea (¡pero eso era lo que se hacía en los prostíbulos!), se los metía en la chaqueta (aunque una vez, en la recepción, André, tan discreto él, no dio con ellos hasta rebuscar en todos los bolsillos). En resumen, había que encontrar otra solución, sobre todo porque Madeleine no se había limitado a echarse un amante, sino que se había enamorado. André era casi todo lo que no había sido su marido: culto, delicado, pasivo pero vigoroso, disponible y jamás vulgar. En realidad, André Delcourt sólo tenía un defecto: era pobre. Y no es que eso le importara mucho a Madeleine, que era rica por los dos; pero tenía una posición que cuidar y un padre que no habría aceptado como yerno a un chico diez años más joven que su hija y totalmente incapaz de entrar en el negocio. Como casarse con André era inimaginable, Madeleine encontró una salida práctica: convertirlo en el preceptor de Paul. El niño disfrutaría de clases a su medida y, sobre todo, no tendría que ir a un colegio: los rumores que corrían sobre lo que pasaba incluso en los mejores centros la aterrorizaban. En ese terreno, el clero docente gozaba ya de una sólida reputación.

Para abreviar, Madeleine no le veía al arreglo más que ventajas.

Así que André se mudó al segundo piso de la mansión de los Péricourt.

El pequeño Paul recibió muy contento la idea porque se imaginó que tendría un compañero de juegos. No tardó en desengañarse. Aunque las primeras semanas todo fue bien, poco a poco el niño empezó a mostrarse menos ilusionado. «El latín, el francés, la historia o la geografía no le gustan a nadie», se decía Madeleine, «les pasa a todos los niños, aparte de que André se toma la tarea demasiado en serio». El progresivo desencanto de Paul con las clases particulares no hizo mella en el entusiasmo de Madeleine, que sólo veía lo bueno: apenas había que subir dos pisos con discreción. O bajar, en el caso de André. En cualquier caso, su relación se convirtió en un secreto a voces en casa de los Péricourt. Los criados se divertían remedando a su señora cuando subía la escalera de servicio con sigilo y cara de excitación. Y si imitaban a André volviendo a su cuarto, lo representaban tambaleante y agotado. En la cocina se lo pasaban en grande.

Para André, que soñaba con ser escritor y se imaginaba fogueándose en el periodismo, publicando un primer libro y luego un segundo, y recibiendo (¿por qué no?) un gran premio literario, ser el amante de Madeleine Péricourt era una ventaja indiscutible, pero, la verdad, aquella habitación de arriba, justo debajo de los criados, era una auténtica humillación. Veía claramente cómo las doncellas se guaseaban y el chófer le sonreía con condescendencia. En cierto modo era uno de ellos. El servicio que proporcionaba era sexual, pero al fin y al cabo un servicio. Lo que para un zascandil habría sido gratificante, para un poeta era ofensivo.

Así que salir de aquella situación degradante se convirtió para él en una urgencia.

Por eso se sentía tan frustrado esa mañana: el entierro del señor Péricourt debería haber sido una gran ocasión para él porque Madeleine había hablado con Jules Guilloteaux, el director del Soir de Paris, para que le encargara un reportaje sobre el funeral de su padre.

¡Imagínense! ¡Un artículo largo que empezaría en la primera página! ¡En el periódico más vendido de París!

André llevaba tres días viviendo aquel entierro. Había hecho a pie el recorrido del coche fúnebre varias veces. Incluso había escrito pasajes enteros por adelantado: «Las innumerables coronas que lo adornan dan al carruaje fúnebre un aspecto majestuoso que nos hace evocar el tranquilo y firme paso de este gigante de la economía francesa. Son las once. El cortejo va a emprender la marcha. Sobre el primer vehículo, que oscila bajo el peso de las flores, se distingue fácilmente la...»

¡Menuda suerte! Si aquel artículo tenía éxito, puede que el periódico lo contratara... ¡Ah, ganarse la vida decentemente, librarse de las humillantes obligaciones a las que se veía sometido! Más aún: triunfar, hacerse rico y famoso.

Pero aquel accidente acababa de estropearlo todo, de devolverlo al punto de partida.

André miraba obstinadamente por la ventanilla para evitar los ojos cerrados de Paul, la cara de Madeleine, cubierta de lágrimas, y la de Léonce, seria y tensa. Y aquel charco que seguía extendiéndose por el suelo. El niño muerto (o casi, porque su cuerpo estaba inerte y su respiración ya no se apreciaba bajo la bufanda empapada de sangre) le daba una pena que le encogía el corazón, pero como también pensaba en sí mismo, en todo lo que acababa de esfumarse, en sus esperanzas, sus ilusiones, en aquella oportunidad perdida, se echó a llorar.

Madeleine le cogió la mano.

En un momento dado, Charles Péricourt se encontró con que era el único miembro de la familia que continuaba presente en el funeral de su hermano Marcel. Estaba junto a la escalinata, rodeado por su «harén», como él mismo (que no era muy refinado) llamaba a su señora y sus hijas. En su opinión, a su mujer, Hortense, los hombres no le gustaban lo suficiente como para concebir varones, así que tenían dos hijas larguiruchas, de piernas como alambres, rodillas huesudas y la cara llena de acné, que se partían de risa cada dos por tres, lo que las obligaba a taparse con la mano unas dentaduras horrorosas que eran la desesperación de sus progenitores: se diría que, al nacer, un dios alicaído les hubiera arrojado un puñado de dientes a la boca a cada una. Los dentistas estaban impresionados: como no se los quitaran todos y les pusieran una dentadura postiza en cuanto acabaran de crecer, estaban condenadas a pasarse el resto de su vida detrás de un abanico. El caso es que se necesitaría un dineral, ya fuera para la clínica dental o para la dote que la supliera, y ese problema perseguía a Charles como una maldición.

Un estómago prominente (porque se pasaba la mitad del tiempo sentado a la mesa), un pelo blanco desde siempre y peinado hacia atrás, facciones gruesas, nariz grande (lo que, según él, indicaba un carácter firme) y un espeso mostacho: he aquí a Charles. Añádase a esto que, como llevaba dos días llorando la muerte de su hermano mayor, tenía la cara roja y los ojos hinchados.

En cuanto lo habían visto salir del cuarto de baño, su mujer y sus hijas se habían precipitado hacia él, pero en su aturullamiento ninguna de las tres consiguió explicarle la situación de forma clara.

—¿Eh? ¿Cómo? —exclamó Charles, volviéndose hacia todas partes—. ¿Que ha saltado? ¿Quién?

Con mano tranquila y firme, Gustave Joubert apartó a todo el mundo, lo agarró del brazo («Acompáñeme, Charles») y, mientras lo llevaba hacia el patio, le hizo entender que ahora representaba a la familia, con la responsabilidad que eso implicaba.

Confuso, Charles miraba a su alrededor tratando desesperadamente de entender la situación, que no se parecía en nada a la que había dejado al ausentarse. La excitación de la muchedumbre no se correspondía con la de un entierro, sus hijas soltaban grititos con la mano abierta delante de la boca y su mujer sollozaba e hipaba. Joubert lo tenía agarrado del brazo.

—En ausencia de Madeleine, tendrá que encabezar usted el cortejo, Charles...

Pero Charles estaba tanto más desorientado cuanto que se enfrentaba a un doloroso dilema moral: la muerte de su hermano le daba muchísima pena, pero por otra parte había ocurrido en un momento inmejorable para sacarlo de un tremendo apuro.

Como puede verse, Charles no era ningún genio, pero cuando la ocasión lo requería podía encontrar en su interior una astucia inesperada que obligaba a su hermano Marcel a sacarle las castañas del fuego.

Se secó los ojos con el pañuelo, se puso de puntillas y, mientras acababan de extender la cortina azul sobre el féretro, colocaban de nuevo las coronas, los niños del coro volvían a sus puestos y, para llenar esos instantes de desconcierto, la banda tocaba una marcha lenta, se zafó de la mano de Joubert, corrió hasta cierto individuo y le pasó un brazo por los hombros a traición. Así fue como, despreciando todo protocolo, Adrien Flocard, segundo consejero del ministro de Obras Públicas, se vio en la cabecera del cortejo, entre el hermano del difunto, su mujer, Hortense, y sus hijas, Jacinthe y Rose.

Charles tenía trece años menos que su hermano, con lo que estaba todo dicho: siempre había sido un poco menos que Marcel. Menos mayor, menos brillante, menos trabajador y, por lo tanto, menos rico; en 1906 se había convertido en diputado gracias al dinero de su hermano.

—Hay que ver lo caro que es que te elijan... —comentaba con una sinceridad desconcertante—. Entre los votantes, los periódicos, los compañeros y la oposición, te sale por un ojo de la cara.

—Si te lanzas a esa batalla, no puedes fracasar —le había advertido Marcel—. ¡No quiero que un Péricourt caiga derrotado ante un oscuro candidato radical-socialista!

Las elecciones fueron bien. Una vez escogido, se gozaba de muchas ventajas. La República era buena chica, nada tacaña, incluso generosa con pájaros como él.

Muchos diputados se preocupaban por su circunscripción, Charles sólo por su reelección. Gracias al talento de un genealogista espléndidamente pagado, había exhumado unas muy antiguas y muy vagas raíces en Seine-et-Oise que había presentado como seculares, y se consideraba a sí mismo, con toda seriedad, hijo de aquella tierra. No tenía la menor aptitud para la política: su único objetivo era complacer a los votantes. Más por intuición que por reflexión, había escogido un caballo de batalla extraordinariamente popular, capaz de aunar voluntades más allá de su bando, de movilizar tanto a ricos como a pobres, a conservadores como a liberales: la lucha contra los impuestos. Terreno fecundo. Desde 1906, Charles libraba una guerra sin cuartel contra el proyecto Caillaux de impuesto sobre la renta, argumentando que asustaba «a quienes poseen, a quienes ahorran y a quienes trabajan». Incansable, recorría su circunscripción todas las semanas, estrechaba manos, despotricaba contra «la insoportable inquisición fiscal», presidía entregas de premios, ferias agrícolas y torneos deportivos y se mostraba en todas las fiestas religiosas. Llevaba al día unas fichas de cartulina de distintos colores en las que apuntaba escrupulosamente todo lo que podía tener alguna importancia para su reelección: personalidades locales, ambiciones, hábitos sexuales de unos y otros, ingresos, deudas y vicios de sus oponentes, anécdotas, rumores y todo lo que en general pudiera servirle llegado el momento. Dirigía preguntas escritas a los ministros para defender las causas de sus representados y dos veces al año conseguía subir algunos minutos a la tribuna de la Asamblea para exponer un problema que afectaba a su circunscripción. Esas intervenciones, puntualmente registradas en el Diario oficial, le permitían volver a presentarse ante sus electores con la cabeza bien alta, afirmando que había luchado a brazo partido por ellos y que nadie lo habría hecho mejor.

Pero ese despliegue de energía no le habría servido de nada sin dinero. Se necesitaba para los carteles y los mítines de campaña, y también durante la legislatura, para recompensar a los agentes electorales que alimentaban su fichero, principalmente curas, secretarios de ayuntamiento y algún que otro dueño de bar, y para que todo el mundo viera hasta qué punto era ventajoso elegir al hermano de un banquero que podía subvencionar los clubes deportivos, pagar los libros de las entregas de premios, los lotes de las tómbolas, las banderas de los veteranos y conseguir medallas y condecoraciones de todo tipo prácticamente para cualquiera.

El difunto Marcel Péricourt había tenido que sacar la cartera en 1906, 1910 y 1914, y sólo había podido hacer una excepción en 1919 porque Charles, movilizado en un servicio de intendencia cerca de Chalon-sur-Saône, había sido arrastrado sin esfuerzo por la inmensa ola «azul horizonte» (el color de los uniformes militares) que había llevado a la Cámara a multitud de antiguos combatientes.

La última vez, para asegurar su reelección en 1924, Marcel había tenido que gastarse en su hermano mucho más que antes porque la coalición de las izquierdas tenía el viento a favor y conseguir la elección de un diputado de la derecha con un balance tan pobre como el de Charles era mucho más difícil que la ocasión anterior.

Es decir, que Marcel siempre había cargado con todo el peso de Charles y su carrera. Incluso muerto, si todo iba como Charles esperaba, volvería a sacarlo de una situación bastante catastrófica.

Sobre eso precisamente quería hablar cuanto antes con Adrien Flocard.

El cortejo acababa de ponerse en marcha y Charles se sonó ruidosamente la nariz.

—Mira que son codiciosos los arquitectos... —empezó a decir.

El segundo consejero (funcionario hasta la médula y criado a los pechos del Código Civil, habría sido capaz de recitar la ley Roustan en su lecho de muerte),1 el segundo consejero, digo, frunció el ceño. El carruaje fúnebre avanzaba con majestuosa lentitud. Todo el mundo seguía conmocionado por la caída de Paul, salvo Charles, porque no había visto nada, pero también porque en esos momentos sus propios problemas primaban sobre la muerte de su hermano y la más que posible de su sobrino nieto.

Como Flocard no respondía del modo esperado, Charles, considerablemente irritado tanto por lo que pensaba como por la falta de reacción del funcionario ministerial, añadió:

—Francamente, abusan de la situación, ¿no le parece?

En su exasperación, no había advertido que el carruaje se distanciaba y tuvo que avivar el paso para alcanzar a su interlocutor. Ya estaba empezando a ahogarse: andar no era lo suyo. «Si esto sigue así», se decía negando con la cabeza, «esta noche no quedará en París un solo Péricourt vivo...».

La indignación era el rasgo fundamental de su personalidad: el mundo nunca giraba a su gusto. A su modo de ver, la vida no había sido justa con él. El asunto de las viviendas sociales era una prueba más.

Para hacer frente a la enorme escasez de alojamientos de la capital, el departamento del Sena había diseñado un gran proyecto de construcción de viviendas a precios reducidos. Una bicoca para arquitectos, promotores inmobiliarios y fabricantes de materiales, y para los políticos, que controlaban las autorizaciones, las concesiones de terrenos, las expropiaciones, el derecho de tanteo... Las comisiones ilegales y el dinero negro corrían como el vino en el paraíso y, en esa orgía secreta pero abundante, Charles no había sabido evitar las salpicaduras. Miembro del Comité Departamental de concesiones, había intervenido para que la empresa Bousquet & Frères consiguiera el magnífico terreno de la rue des Colonies, un solar de dos hectáreas en el que podría construirse un estupendo conjunto de edificios para las economías modestas. Hasta ahí todo bastante normal: Charles se había embolsado su comisión, como todo quisqui. Pero aprovechó la ocasión para adquirir acciones en Áridos y Cementos de París, importante empresa de materiales a la que a continuación impuso como candidata para la construcción. A partir de ese momento se acabaron los sobres raquíticos y las gratificaciones simbólicas: con porcentajes sobre la madera, el hierro, el hormigón, los armazones, el asfalto, los revestimientos y las argamasas, a Charles empezaron a lloverle sumas espectaculares. Sus hijas triplicaron su vestuario y sus visitas al dentista, Hortense renovó todo el mobiliario, incluidas las alfombras, y se compró un perro de concurso carísimo: un chucho espantoso que no paraba de ladrar en un tono sobreagudo y al que encontraron muerto en el felpudo, seguramente de un ataque cardíaco. La cocinera lo echó al cubo de la basura, con las peladuras y las raspas. En cuanto a Charles, le regaló a su amante de turno, una actriz de vodevil especializada en parlamentarios, una piedra preciosa del tamaño de un grano de uva.

La existencia de Charles estaba al fin a la altura de sus deseos.

Pero tras casi dos años de calma financiera, la vida empezó a tratarlo otra vez mal. Incluso muy mal.

—De todos modos —murmuró Adrien Flocard—, lo de ese obrero...

Charles cerró los ojos con pesar. Sí, porque a fuerza de pagar comisiones a tutiplén para mantener los beneficios, Áridos y Cementos de París se había visto obligada a entregar materiales menos costosos, maderas menos secas, argamasas menos densas, hormigones menos armados. Todo un primer piso se había convertido de repente en planta baja y un albañil había atravesado el suelo; había habido que apuntalarlo todo deprisa y corriendo y la obra se había paralizado.

—Una pierna rota, unas cuantas fracturas... —se defendió Charles—. ¡No es una catástrofe nacional!

De hecho, el trabajador llevaba hospitalizado ocho semanas y aún no se podía tener en pie. Por suerte, se trataba de una familia humilde hasta en sus exigencias: para comprar su silencio había bastado un puñado de billetes, nada del otro mundo. Y por la módica suma de treinta mil francos en efectivo los funcionarios de la Sociedad de la Vivienda Social habían dictaminado conducta negligente por parte del albañil hospitalizado y reanudado la obra, pero no habían sido lo bastante rápidos como para impedir que la onda expansiva alcanzara al Ministerio de Obras Públicas, donde, pese a haberse embolsado veinte mil francos, el responsable del servicio no había podido bloquear el nombramiento de dos arquitectos que pedían veinticinco mil francos por cabeza para declarar que el accidente había sido realmente accidental.

—Por parte del ayuntamiento o del ministerio... ¿cree usted que podría hacerse algo? Quiero decir...

Adrien Flocard sabía perfectamente lo que Charles quería decir.

—Ya... —respondió evasivo.

De momento, el asunto se circunscribía a unos cuantos funcionarios llenos de buena voluntad, pero los cerca de cincuenta mil francos de que disponía Charles habían volado y la vaga respuesta de Flocard significaba que, antes de darle carpetazo al asunto, otros intermediarios pondrían precios desorbitados a su sentido del deber y su integridad republicana. Para sofocar el escándalo habría que repartir al menos cinco veces más sobres que de costumbre. ¡Qué bien iba la cosa, Dios mío!

—Sólo necesito un poco de tiempo, una semana o dos, nada más.

Charles lo fiaba todo a una esperanza: en unos días el notario leería el testamento y le daría su parte.

—Una semana o dos se podría esperar... —admitió Flocard.

—¡Bravo!

Con lo que recibiría de su hermano pagaría lo que le pedían y asunto concluido.

Dejaría atrás aquel horrible recuerdo y los negocios volverían a la normalidad.

Una semana o dos.

Charles se echó a llorar. Decididamente, había tenido el mejor hermano del mundo.


1. Promulgada en 1921, la ley Roustan favorecía el acercamiento de los cónyuges que, siendo ambos funcionarios, estaban destinados en diferentes departamentos. (N. del t.)

9788417384562-6

3

Al llegar al patio de la Pitié, Madeleine echó a correr detrás del médico apretando la mano inerte de su hijo. Con infinito cuidado, tendieron al pequeño en una camilla.

El doctor Fournier hizo que lo llevaran a toda prisa a la sala de examen, en la que no permitieron entrar a su madre. Lo último que vio Madeleine fue la cabeza de Paul y sus alborotados mechones, de los que ella siempre se quejaba porque no había manera de domarlos.

Se reunió con Léonce y André, ambos mudos.

Lo que privaba era el estupor.

—Pero... ¿cómo ha podido ocurrir? —exclamó Madeleine.

Léonce se quedó perpleja. Para entender «cómo» había ocurrido bastaba con haber estado presente, pero era evidente que Madeleine seguía conmocionada. Léonce miró a André con insistencia: ¿no era responsabilidad suya explicarle las cosas a Madeleine? Pero, aunque físicamente estuviera allí, el joven preceptor tenía la mente en otra parte: la había dejado vagar lejos, quizá porque el ambiente del hospital lo ponía nervioso.

—¿Había alguien más en el segundo piso? —insistió Madeleine.

Era difícil saberlo. Los Péricourt tenían un servicio bastante numeroso al que había que añadir la ayuda contratada para ese día. ¿Había empujado alguien a Paul? Pero ¿quién? ¿Un criado? ¿Y por qué iba a hacer algo así un criado?

Madeleine no oyó a la enfermera que se había acercado para comunicarle que había una habitación a su disposición en la segunda planta. Una habitación espartana: una cama, una cómoda y una silla. Más que una habitación de hospital parecía la celda de un convento. André se quedó de pie ante la ventana, mirando los coches y las ambulancias que iban y venían por el patio. Léonce consiguió que Madeleine se tumbara en la cama, donde siguió sollozando, y ella se sentó en la silla y le tuvo cogida la mano hasta que llegó el doctor Fournier, cuya entrada tuvo el efecto de una descarga eléctrica sobre Madeleine, que se incorporó de un salto.

Fournier se había puesto una bata de médico, pero seguía llevando la camisa con cuello rígido, lo que lo hacía parecer un cura de pueblo perdido en el hospital. Se sentó en el borde de la cama.

—Paul está vivo.

Paradójicamente, todos comprendieron que la noticia no era en absoluto buena, que iban a oír algo más para lo que tenían que armarse de valor.

—Está en coma. Creemos que saldrá en las próximas horas. Todavía no puedo asegurar nada, pero verá, Madeleine..., debe estar preparada para una situación... difícil.

Ella asentía con la cabeza, impaciente por oír de una vez lo que tenía que explicarle.

—Muy difícil —subrayó Fournier.

De pronto, Madeleine cerró los ojos y se desmayó.

El cortejo era impresionante. La carroza avanzaba con una lentitud exasperante para los invitados, pero en las aceras no faltaban curiosos que se paraban a contemplarla con admiración. Sin embargo, cuando el coche llegaba a su altura hacían una mueca: la enorme cortina azul, que a la luz del día adquiría un tono casi primaveral, los ramos de flores amontonados sobre el ataúd, que parecían haber sufrido tanto como el difunto, y el tintineo de las anillas contra el carruaje le daban al acto un carácter extraño que Gustave Joubert era el primero en deplorar.

Iba en la segunda fila, unos metros por detrás de Charles y Hortense Péricourt y sus desgarbadas mellizas, que se empujaban mutuamente con el codo. Hasta Adrien Flocard, que no tenía mayor relevancia en el acto, iba delante de él porque Charles había aprovechado la ocasión para hablarle de sus dificultades, sobre las que evidentemente Gustave lo sabía todo. Gustave lo sabía casi todo de casi todo el mundo: en ese sentido era un banquero ejemplar.

Alto y reseco, de rostro anguloso, hombros anchos y pecho hundido, era un hombre completamente entregado a su misión, que él veía como una especie de sacerdocio: el tipo de hombre al que uno

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