El baile

Irène Némirovsky

Fragmento

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2

Aquella noche, Antoinette, a quien la inglesa llevaba a acostarse por lo común al dar las nueve, se quedó en el salón con sus padres. Entraba en él tan pocas veces que examinó con atención los artesonados blancos y los muebles dorados, como cuando visitaba una casa desconocida. Su madre le mostró un pequeño velador donde había tinta, plumas y un paquete de cartas y sobres.

—Siéntate aquí. Voy a dictarte las direcciones. ¿Viene usted, querido amigo? —dijo en voz alta a su marido, ya que el sirviente estaba quitando la mesa en la estancia contigua. Desde hacía varios meses, en su presencia los Kampf se trataban de «usted».

Cuando el señor Kampf se acercó, Rosine bisbiseó:

—Oye, despide al criado, ¿quieres? Me molesta... —Pero al sorprender la mirada de Antoinette, se sonrojó y ordenó enérgicamente—: A ver, Georges, ¿va a acabar pronto? Arregle lo que falte y ya puede subir...

A continuación, los tres se quedaron en silencio, petrificados en sus asientos. Cuando el sirviente salió, la señora Kampf dejó escapar un suspiro.

—En fin, detesto a ese Georges, no sé por qué. Cuando sirve la mesa y lo noto a mi espalda, se me quita el apetito... ¿De qué te ríes como una tonta, Antoinette? Vamos, a trabajar. ¿Tienes la lista de invitados, Alfred?

—Sí —respondió Kampf—, pero espera que me quite la chaqueta, tengo calor.

—Sobre todo —dijo su mujer—, no se te ocurra dejarla aquí como la otra vez... Por la cara que ponían Georges y Lucie me di cuenta perfectamente de que les parecía extraño que estuvieras en mangas de camisa en el salón...

—Me importa un bledo la opinión de los sirvientes —refunfuñó Kampf.

—Cometes un error, amigo mío, son ellos los que crean una reputación yendo de una casa a otra y contándolo todo...

»Jamás me habría enterado de que la baronesa del tercer...

Bajó la voz y susurró unas palabras que Antoinette no llegó a oír, pese a sus esfuerzos.

—... de no ser por Lucie, que estuvo en su casa tres años.

Kampf sacó de su bolsillo una hoja de papel cubierta de nombres y tachaduras.

—Empezaremos por la gente a la que conozco, ¿no es eso, Rosine? Escribe, Antoinette. El señor y la señora Banyuls. No sé la dirección; tienes el anuario a mano, ya buscarás a medida que...

—Son muy ricos, ¿verdad? —murmuró Rosine con respeto.

—Mucho.

—¿Tú crees que querrán venir? No conozco a la señora Banyuls.

—Yo tampoco. Pero tengo trato con el marido por negocios, eso basta... Al parecer su mujer es encantadora, y además no la reciben mucho en su círculo, después de que se viera mezclada en aquel asunto... ya sabes, las famosas orgías del Bois de Boulogne, hace dos años.

—Alfred, por favor, la niña...

—Pero si ella no entiende nada. Escribe, Antoinette... A pesar de todo, es una mujer muy distinguida para empezar...

—No te olvides de los Ostier —dijo Rosine con viveza—; parece que organizan unas fiestas espléndidas...

—El señor y la señora Ostier d’Arrachon, con dos erres, Antoinette... De éstos, querida, no respondo. Son muy estirados, muy... Antaño la mujer fue... —Hizo un gesto.

—¿De veras?

—Sí. Conozco a alguien que en otro tiempo la vio a menudo en una casa cercana a Marsella... Sí, sí, te lo aseguro... Pero hace mucho tiempo de eso, casi veinte años; con el matrimonio se refinó completamente, recibe a gente muy distinguida, y para las relaciones es extremadamente exigente... Por regla general, al cabo de diez años, todas las mujeres que han corrido mucho acaban siendo así.

—Dios mío —suspiró la señora Kampf—, qué difícil es...

—Es preciso seguir un método, querida. Para la primera recepción, más y más gente, cuantas más caras mejor. Es sólo en la segunda o la tercera cuando se empieza a escoger. Esta vez hay que invitar a diestro y siniestro.

—Pero si al menos estuviéramos seguros de que vendrán todos... Si alguien rechaza la invitación, creo que me moriré de vergüenza.

Kampf rió silenciosamente con una mueca.

—Si alguien rechaza la invitación, le invitarás de nuevo la próxima vez, y de nuevo la siguiente... ¿Sabes lo que te digo? En el fondo, para avanzar en el mundo no hay más que seguir al pie de la letra la moral del Evangelio.

—¿Sí?

—Si te dan una bofetada, pon la otra mejilla... El mundo es la mejor escuela de humildad cristiana.

—Me pregunto —dijo ella vagamente sorprendida— de dónde sacas todas esas tonterías, amigo mío.

Kampf sonrió.

—Vamos, vamos, continuemos... En este trozo de papel hay unas cuantas direcciones, Antoinette, sólo tendrás que copiarlas.

La señora Kampf se inclinó sobre el hombro de su hija, que escribía sin levantar la frente:

—Es verdad que tiene una letra muy bonita, muy formada... Dime, Alfred, ¿el señor Julien Nassan no es el que estuvo en prisión por ese asunto de la estafa?

—¿Nassan? Sí.

—¡Ah! —murmuró Rosine con cierto asombro.

Kampf dijo:

—Pero ¿con qué me sales ahora? Ha sido rehabilitado, lo reciben en todas partes, es un muchacho encantador y sobre todo un hombre de negocios de primera categoría...

—Señor Julien Nassan, avenida Hoche, número veintitrés bis —releyó Antoinette—. ¿Y después, papá?

—No hay más que veinticinco —gimió la señora Kampf—. Jamás vamos a encontrar doscientas personas, Alfred...

—Claro que sí; no empieces a ponerte nerviosa. ¿Dónde está tu lista? Todas las personas que el año pasado conociste en Niza, en Deauville, en Chamonix...

Su mujer cogió un cuaderno de notas que había sobre la mesa.

—El conde Moïssi, el señor, la señora y la señorita Lévy de Brunelleschi y el marqués de Itcharra: es el gigoló de la señora Lévy, siempre los invitan juntos...

—¿Hay un marido al menos? —preguntó Kampf con aire dubitativo.

—Por supuesto, son personas muy distinguidas. Hay otros marqueses,

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