Morning Glory

Diana Peterfreund

Fragmento

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Capítulo
1

 

 

 

 

El restaurante parecía hecho adrede para una primera cita. Las mesas estaban cubiertas por manteles blancos, pero el resto de la decoración no resultaba demasiado cursi. El menú disponía tanto de platos modernos, para mostrar que el chef estaba a la última, como de platos clásicos, para satisfacer a los glotones más exigentes. La pegatina de la guía Zagat en la entrada le confería un aspecto fiable. Lo definían como elegante y divertido, cualidades que con suerte se reflejarían en la persona —en este caso, yo— que hubiera elegido aquel sitio. La verdad es que el restaurante sólo tenía un problema.

Estaba cerrado.

Llamé educadamente a la puerta de cristal.

—¿Hola? —saludé. El camarero dejó de limpiar las copas y levantó la vista—. En la página web decía que abríais a las cuatro y media —dije, señalando mi reloj.

Él giró el cierre y me abrió la puerta.

—¿Eres la camarera nueva?

Parpadeé perpleja.

—No. Soy Becky Fuller. Tenía mesa para dos a las cuatro y media.

—Es que no he mirado la lista de reservas todavía —repuso, encogiéndose de hombros—. Puedes pasar, si quieres, pero hasta dentro de diez minutos o así no vas a poder sentarte. —Echó un vistazo a mi alrededor para después mirarme directamente—. ¿Y dónde se ha quedado el número dos?

Fruncí el ceño, a la defensiva. ¿Acaso tenía cara de no poder quedar con alguien? ¿Aunque fuera para cenar a las cuatro y media de la tarde?

—Viene enseguida. —Volví a consultar la hora—. No son más que… las cuatro y cuarto.

El camarero esbozó una sonrisita.

—Ah, ya.

¿Estaba ligando conmigo? Pues no era precisamente un experto, aunque yo tampoco soy quién para hablar. Y un poco patoso, además, sabiendo que yo había quedado con alguien.

Una vez dentro, me encogí en un asiento microscópico al lado de la ventana, cerca del guardarropa, y saqué rápidamente mi BlackBerry.

—¿Te sirvo una copa de vino? —preguntó el camarero desde el otro lado del local vacío. Empezaba a sospechar que, si no era el dueño, por lo menos debía de ser el encargado del restaurante. Si no, ¿qué iba a hacer él allí, completamente solo?

—De momento no, gracias —respondí, golpeando con ímpetu el teclado con los pulgares.

Al cabo de un minuto, volvió a dirigirse a mí.

—¿Nos conocemos?

Alcé la mirada. A mí él no me sonaba. No estaba mal, tenía aproximadamente mi edad, puede que unos años mayor. Entradas ligeramente pronunciadas, con el consiguiente pelo al rape que se lleva ahora entre los tíos con entradas.

De hecho, podría servir para un reportaje. «Por qué los calvos no son calvos». O quizás algo que suene un poco más positivo. Unirlo a los famosos calvos. Bruce Willis. Vin Diesel. Nunca nos faltaban reportajes de tendencias. Eran las noticias de verdad las que se nos resistían.

—Becky Fuller —caviló—. Espera, ¿tú fuiste a Fairleigh Dickinson?

Mis dedos dejaron de teclear y lo miré de nuevo.

—Sí.

—Yo también —dijo él, aunque yo seguía con la mente en blanco—. Soy Ben Smith.

Nada. Y ese nombre tan común tampoco ayudaba mucho. ¿Habría salido con él? Intenté imaginármelo con pelo.

—A lo mejor te acuerdas de mi novio —continuó Ben Smith.

Vale, o sea que no estaba ligando. Madre mía, qué mal se me da interpretar señales. Soy malísima. Habíamos hecho un especial hacía dos meses sobre la prosopagnosia. Gente que no reconoce a sus hijos, ni a sus maridos, ni su propia cara en el espejo. Bueno, yo debo de tener una «ligopagnosia».

Y probablemente tampoco habría salido con él. Aunque la facultad quedaba muy atrás y, con mi historial, no me sorprendería que hubiera habido unos cuantos gays en la lista.

—Se llama Steve Jones.

Steve Jones y Ben Smith. Poco probable. Podía nombrar a todos los miembros del ayuntamiento de Hoboken de los últimos cinco años. En la BlackBerry tenía una lista con los teléfonos de los decanos de todas las universidades, desde Berkeley hasta William Paterson. Me sabía de carrerilla todos los nombres de los atletas de Nueva Jersey en equipos profesionales desde que empezó el nuevo milenio. A no ser que Steve Jones fuera una de esas personas, yo no lo conocía.

—Pero lo dejaste —continuó él—. ¿Qué pasó?

Bajé la BlackBerry y pensé si contarle o no mi vida al gerente del restaurante del que yo no me acordaba y que, por lo visto, iba conmigo a la universidad que yo dejé. Aquí la que hace las entrevistas normalmente soy yo. En ese momento, se abrió la puerta del restaurante y entró mi pareja.

Metí rápidamente la BlackBerry en el bolsillo de la chaqueta y me levanté como un resorte para saludarlo.

—¿Becky? —Sonrió. Una sonrisa muy bonita.

Sonreí triunfante a Ben. Había un número dos.

—Es largo de contar —le dije, mientras él agarraba de mala gana un par de menús y nos acompañaba a la mesa.

¿Por qué había dejado Fairleigh? Me habían hecho una oferta mejor.

 

 

Seis minutos más tarde me estaba preguntando si al final no habría sido mejor tomarme la copa de vino con Ben. Ya eran oficialmente las cuatro y media, con lo cual el restaurante estaba oficialmente abierto y podíamos, oficialmente, pedir, creo. Eso si la camarera se decidía a terminar de comer y mover el culo de una vez.

En esos seis minutos, además, mi BlackBerry había sonado por lo menos cuatro veces, y toda mi concentración se iba en no contestar a los cantos de sirena. Tenía que esforzarme por conseguir toda la elegancia y la diversión de las que aquel restaurante, visto lo visto, carecía a las cuatro y media.

Ben Smith se hallaba en paradero desconocido, lo cual alivió la presión que sentía de rememorar con él aquellos días de universidad que recordaba vagamente. Aunque esa conversación podría haber sido más fácil que la que estaba intentando mantener sin éxito con mi verdadera pareja.

—Qué bien que hayamos podido quedar tan pronto —comenté, intentando no jugar con

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