Dios no tiene tiempo libre

Lucía Etxebarria

Fragmento

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CAFÉ GIJÓN, MADRID

 

 

 

Alexia es una mujer madura, y cuando decimos madura nos referimos más bien a una cuestión frutal antes que a un descrédito, aunque es una de esas mujeres intemporales —tan bien cuidada, tan impecablemente vestida y peinada— en las que resulta difícil señalar qué edad puede tener y qué edad aparenta. Habla con voz perfectamente modulada, como si se le llenara la boca de un licor añejo con cada palabra que articula, con su elegante bien decir de buen tono y con su voz de guitarra de solera, de cuerda y caña dura. Una luz única y blanca ha planchado los pliegues de su poderosa frente, y en esa frente, lisa como el mármol, se advierte el arte de un buen profesional que ha eliminado las arrugas a base de inyecciones. Sobre los párpados de sus ojos destellea una sombra perlada, apenas perceptible, a juego con el brillo de los labios. Agita las pulseras con cierta negligencia, como si no supiera la fortuna que lleva colgada en las muñecas. Todo en ella dice aplomo, seguridad, dinero.

David luce un aspecto desaliñado. Barba de varios días, vaqueros, una camiseta y una blazer. Parece seguro de sí mismo. Debió de ser en su día un mozo guapo, muy jaranero, galán y pinturero. Hoy es lo que se suele llamar un hombre atractivo, con un rostro ajado, dolorido, y una mirada profunda y penetrante que indica que ha vivido, que ha vivido mucho, que ha vivido sabiendo que jamás se ha equivocado en nada, excepto en las cosas que más quería. Debió de tener en el pasado una linda cara de ángel —una lo imagina— pero su rostro actual deja evidente que un ángel no es un ángel veterano si no tuvo el honor de conocer el infierno. Parece que su vida esté ya usada y vieja, gastadas y raídas sus horas, y que ya la ha vivido, y que ya la ha exprimido…, aunque entra en lo posible que no recuerde bien ni dónde ni cuándo.

Él está sentado en una mesa, una pierna encima de otra, como si quisiera exhibir una virilidad de la que, en cualquier caso, nadie dudaría. Ella se acerca hacia él con parsimonia, taconeando segura, consciente de su caminar de paso firme y vibración flexible y de que las miradas de toda la cafetería se abaten sobre ella. Y disfrutándolo.

—Hola… Buenas tardes, David. Porque eres David, ¿verdad?

—Sí, buenas tardes… —Cuando se levanta, Alexia cae en la cuenta de que ella no lo había imaginado tan alto—. ¿Alexia? ¿Tú eres Alexia?

—Sí… Bueno, te he reconocido por la foto, claro, aunque… No sé, eres más alto. Más alto de lo que esperaba…

—No te entiendo… ¿Me esperabas más bajito?

Él, muy caballeroso, le acerca una silla para que se siente. Ella lo hace, él se sienta a su vez.

—Sí, la verdad… No sé, es que estoy muy nerviosa… Yo, yo no estoy acostumbrada a estas cosas… Yo…

—Tranquila, mujer… ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que llame al camarero y le pida algo? No sé, una tila… O un gin-tonic…

—¿Un gin-tonic, a estas horas? Qué gracioso eres…

—Los ingleses lo beben a estas horas. Yo acabo de llegar, aún no había pedido nada.

—Yo…, yo no suelo beber mucho, la verdad. Pero… no sé… Igual me vendría bien. Es que estoy tan…, tan nerviosa.

—Pues entonces pedimos dos, no se hable más.

David hace una seña al camarero. No muy clara, casi imperceptible, apenas una ligera inclinación de la cabeza. Pero en sitios como esos los camareros no necesitan más.

—Dos gin-tonics, por favor.

—Me veo rara aquí, en esta situación. Aunque yo sé que no es una situación tan rara, que hoy, quien más quien menos, todo el mundo hace citas a ciegas… Si yo te contara… ¡La cantidad de amigas que tengo que han conocido a sus novios por portales de internet…! Pero yo, yo soy tímida… Y además me casé muy joven, claro, y en mi época no había ni siquiera internet… Perdona, pensarás que hablo demasiado. Lo hago cuando me pongo nerviosa…

—No te preocupes, mujer, no pasa nada. Estamos aquí, y, bueno…, vamos a tomarnos esto con calma, ¿vale?

—En realidad, ya nos conocíamos… Bueno, no… Pero yo siento como si ya fuera así. He visto muchas fotos tuyas, ¿sabes? Aunque en las fotos… Bueno… Eras más joven, claro. Mucho más joven.

—¿Tan viejo me encuentras?

—No, por favor, no he querido decir eso, para nada… Pero los años pasan… Pasan para todos, claro… Ay, si es que no sé lo que me digo… Ya te digo que estoy muy nerviosa. Pero tú, claro, supongo que querrás saber… En fin, eso… Querrás saber… por qué he insistido tanto en quedar contigo, ¿no?

—Pues sí, la verdad, me gustaría.

Llega el camarero y deja dos gin-tonics sobre la mesa, junto con un platito con la cuenta. Ella da las gracias al camarero con una inclinación de cabeza. Se bebe medio gin-tonic de un trago, como si fuera agua redentora, ante la asombradísima cara de su acompañante. Sorprende, casi conmueve, ver a una mujer así, con una planta tan digna, tan carísima, repentinamente tan nerviosa.

—Bueno… En fin… ¡Qué nerviosa estoy!

—Eso ya lo has dicho varias veces.

—Sí… Soy muy tonta a veces… Qué bonito es este café… Me encanta…

—Gracias. Es mi café favorito. Ya no quedan sitios así en Madrid, tan tranquilos…

—Sí, muy tranquilo, muy bonito… Fenomenal. —Pega otro trago largo y ansioso al gin-tonic—. En fin, supongo que tendré que empezar por el principio. Bueno, supongo que te acordarás de Elenita, de Elena.

—Elena… Elena es un nombre común. Conozco a muchísimas Elenas.

—Sí, claro, qué tontería… Es un nombre muy común. Elena de Sagarra.

—Pues… Ahora mismo… No sé, no caigo.

—Cuando la conociste ella tenía dieciocho años y tú veintitrés. Ella estudiaba Derecho y residía en el Colegio Mayor Santa María del Estudiante.

—Me estás hablando de hace casi treinta años… Como para acordarse.

—¿Qué dices? ¿Que no te acuerdas de ella?

—Mujer, así…, de golpe…

—Pero ¡si salisteis juntos casi un año entero!

—¿Yo…? Este… Bueno, sí… Elena, claro, claro… Elena.

—Elena, sí, Elena. ¿Cómo no la vas a recordar? Una chica

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