Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Capítulo 108
Capítulo 109
Capítulo 110
Capítulo 111
Capítulo 112
Capítulo 113
Capítulo 114
Agradecimientos
Sobre el autor
Créditos
Para Gabriela, por supuesto
Capítulo 1
Jericó, enero de 2010
El día que todo ocurrió, tras desayunar dos galletas rellenas de dátiles y una taza de té con hojas de hierbabuena, siempre con azúcar, Rania se encaminó hacia la casa de su amiga del alma, Yasmin, y su hermano, Abdul Sid Alam, los tres inseparables desde niños. Los Sid Alam eran una de las familias más antiguas de Jericó; a ellos les gustaba decir que de siempre, milenarios, porque los años en Jericó se podían contar por millares, hasta diez veces.
Rania no había nacido allí; cuando su padre aún era joven abandonó la ciudad para enrolarse en la Organización para la Liberación de Palestina; aquellos afanes le llevaron a Beirut y finalmente acabó refugiado en El Cairo, donde contrajo matrimonio con una cooperante americana llamada Samantha, y nació Rania, que fue su única hija. Pronto, cuando ella apenas tenía dos años, volvieron a Jericó.
Su madre se convirtió al islamismo y se hizo una ferviente observadora de los preceptos del Corán, pero no dejó de inculcar a su hija valores de la cultura americana: el individualismo, como medio a la no dependencia de los demás; el sentido de la igualdad, al margen de etnias y religiones; la competitividad, entendida como orientación al logro, y el desapego a la tradición. Si gestionar el caudal de ideas, sensaciones y sentimientos no es nada sencillo para una mente común, razonar, entender y vivir conciliando dos culturas tan opuestas era un reto, casi un arte. A veces, Rania sentía que pensamientos y sentimientos opuestos la asfixiaban, como en medio de una virulenta tempestad de arena. De ahí su costumbre de preguntarlo todo, su ansia de aprender, para aplacar estos torbellinos, para entender a unos y otros, pero al final en su mente se acababa imponiendo la lucidez y, con ella, su generosa alegría.
Samantha siempre le habló en inglés. A su padre, descendiente de los Abdallah, arraigada familia de Jericó, no le hacía mucha gracia porque no le gustaba la cultura occidental, pero en el fondo sabía que conocer ese idioma algún día podría resultarle útil a su hija, así que, aunque a regañadientes, nunca se lo prohibió. Solo les puso una condición: que jamás lo hablaran delante de otras personas.
Rania, Yasmin y Abdul se formaron bajo la misma educación, impartida en las escuelas públicas promovidas por la Autoridad Nacional Palestina del municipio de Jericó. Principios honestos basados en las enseñanzas del Corán, lengua árabe, incipientes conocimientos de hebreo e inglés, matemáticas y ciencias naturales. Las ventanas de su escuela no tenían cristales y algunas paredes amenazaban ruina; decían que años atrás, durante una incursión, un carro de combate disparó un proyectil de 120 milímetros que impactó y destruyó parte del edificio. Podía ser cierto o no, pero eso no importaba. Se reconstruyeron ventanas y paredes, hasta donde llegó el dinero. En Jericó, que miles de años atrás había sido el pueblo más próspero del mundo, una casa medio en ruinas bien podía ser un colegio.
Los tres, unidos desde la infancia, crecieron con la misma ilusión que los