El hombre que arreglaba las bicicletas

Ángel Gil Cheza

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

Capítulo veintitrés

Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticinco

Capítulo veintiséis

Capítulo veintisiete

Capítulo veintiocho

Capítulo veintinueve

Capítulo treinta

Capítulo treinta y uno

Capítulo treinta y dos

Capítulo treinta y tres

Capítulo treinta y cuatro

Capítulo treinta y cinco

Capítulo treinta y seis

Capítulo treinta y siete

Capítulo treinta y ocho

Capítulo treinta y nueve

Último capítulo

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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A Cesáreo y Ángel, por enseñarme
a montar en bicicleta

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UNO

[19 de junio de 2008]

La vieja y bien cuidada bicicleta de John McQuaid iba de izquierda a derecha de la carretera. Hacía ya varias horas que no pasaba ningún coche y, con total seguridad, eso no volvería a ocurrir hasta tocadas las cinco, cuatro horas más tarde, cuando la señora Margaret O’Neel regresara de dejarse la voz en el aula de preescolar del Colegio Católico de Nuestra Señora de los Ángeles. Entonces, su viejo Volkswagen rompería el húmedo silencio de aquella tarde de junio y las hojas de los robles danzarían a su paso. El cartero McQuaid creía tener el derecho a ocupar toda la calzada y así lo hacía, jugando como un mocoso; al igual que en los últimos treinta años, lo repetiría día tras día hasta jubilarse. Estaba contento, como siempre al hacer aquel último tramo del trayecto. La vieja cartera de piel, ya vacía, apenas pesaba. La jornada estaba a punto de terminar y tan solo le quedaba por entregar un telegrama internacional. Era la primera vez que veía uno; ya era raro que en el pueblo se recibiesen telegramas con origen nacional, pero sí recordaba alguna ocasión, como aquella en que llegaron varias condolencias por el fallecimiento de Ryan Dermot, quien había formado parte del Ayuntamiento de Lisdoonvarna en los años sesenta y por ello era conocido en toda la región de The Burren. También recordaba haber llevado uno a la viuda Patterson que venía remitido por el Bank of Ireland; parecía ser que su marido había dejado algunas cuentas en una mala situación. La pobre señora Patterson ahora vivía en casa de su hermana, vestía la ropa vieja de esta y pedía permiso para comer algo que no le hubiesen puesto a la mesa. Pero en esta ocasión se trataba de un telegrama internacional. Pensó que sería algo importante. Aun así, no modificó la ruta para efectuar la entrega a primera hora como se debería hacer al tratarse de un envío con carácter de urgencia; sabía que Enda Berger no comenzaba el turno hasta las doce, justo cuando empezaban a servir las primeras comidas en el Bowell’s Pub. También podría habérselo llevado hasta su propia casa, pero era un largo trayecto y hacía tiempo que habían acordado que su correo se entregaría en el trabajo.

John apoyó su bicicleta con cuidado junto a la puerta del pub, se acarició el cabello plateado en un intento inútil por disimular las ondas que el viento del Atlántico le había producido durante toda la mañana y que no iban a desaparecer hasta que se metiese bajo la ducha y, con la cartera cruzada por el pecho y el telegrama en una mano, entró en el local como lo haría un niño que les llevara el boletín de notas a sus padres.

—Hola, John.

Enda estaba colocando los cubiertos en las mesas y Paddy, el dueño, secaba las pintas limpias con un trapo y las colocaba en su lugar correspondiente en el estante. La chica sonrió al cartero apenas sin mirarle; un nido rubio hecho con su cabello vacilaba en la cima de su cabeza como una corona de princesa y algún mechón insurrecto le acariciaba los pómulos y multiplicaba el azul de aquellos ojos. Tenía treinta y nueve años y no dejaba de aparentarlos, pero resultaba atractiva. Quizá no en un pub de Dublín o en los nightclubs de Belfast pero sí allí, en aquella taberna de pueblo para turistas y granjeros en medio de ninguna parte de camino a los Cliffs de Moher.

—Hola, Enda. Traigo algo para ti —dijo McQuaid, y esperó un segundo antes de añadir nada con una expectación que solo él comprendía—, es un telegrama internacional.

Enda levantó la vista y repitió lentamente con cierto estupor:

—¿Un telegrama internacional?

Paddy dejó de mirar los vasos por un segundo y arqueó una ceja como muestra de atención; seguramente era lo más interesante que iba a ocurrir aquel día. El cartero extendió la mano con la misiva entre los dedos mientras miraba hacia la barra con cara de estar dudando entre tomar una cerveza o no hacerlo.

—¿Quieres un poco de sopa de pescado, John? —le preguntó el dueño.

—No, gracias, Paddy, mi mujer me matará si llego a casa sin apetito y no toco el almuerzo. —Ya tenía un cabo por el que amarrar—. Ponme, si quieres, una Guinness; está haciendo calor —dijo; una tibia excusa que no necesitaba y que hizo sonreír a su amigo.

Enda miraba el telegrama por fuera y le daba vueltas como si fuese un regalo b

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