Los años dorados

Antonio Lázaro

Fragmento

AniosDorados-2.xhtml

1

Me levanté en medio de una agradable normalidad. Ya saben: el sol filtrándose tenue a través de las cortinas, la inminencia del aroma a tostadas y a zumo de naranja y el pitido alegre de esa pequeña locomotora doméstica que llamamos cafetera. No podía imaginar que aquel día mi vida empezaría a cambiar para siempre.

Las nuevas torres emergían más allá de los ocres campos chamuscados. Un laberinto de autovías los surcaban en todas direcciones, produciendo una impresión de hormiguero. Pensé en lo mucho que había cambiado la ciudad estos últimos años y en que la terquedad de los humanos, incluso después del ataque a las Torres Gemelas, parecía empeñada en seguir rascando los cielos y en desafiar a los dioses, puede que con una osadía mayor que antes de los atentados.

Mi coche y yo éramos una hormiga más entre las muchas que iban y venían esa mañana a través de los áridos rodaderos por aquel desolado scalextric, que se diría manejado por un niño gigante e invisible.

Como ya he apuntado, yo venía de cumplir mecánicamente mi rutina de casi todos los días. Me había duchado y afeitado a conciencia. Había dedicado tres minutos a recortarme las cejas y los pelillos de la nariz con unas tijeras de punta redondeada. Había hecho unos estiramientos y una breve tabla de gimnasia; también había ratificado que me convenía un poco de dieta. Por mucho que te mentalices, en Navidad siempre acabas pasándote con la comida y la bebida. Y cuando ya has rebasado el ecuador de la cincuentena, hay que vigilar la propensión a engordar porque la grasa parece instalarse en tu cuerpo con la intención de quedarse para siempre.

Después había desayunado solo. (Laura tiene su propia empresa de diseño y trabaja como free lance: no tiene jefes ni empleados, nadie que la controle ni nadie a quien controlar; en el fondo siempre la he envidiado, por muy bien que hayan podido irme las cosas en la editorial).

Y Jonás no había dormido en casa. Se había quedado en el centro, en el piso de unos compañeros de su curso de Realización Audiovisual, acabando la edición de una práctica. Aunque Laura había añadido que últimamente no paraba de hablar y mandarse mensajes con Marta, una muchacha delgadita y un poco gótica. Y que Marta compartía con otras chicas un ático en la calle de la Palma, solo a un par de manzanas del apartamento de los compañeros de curso de Jonás…

Bueno, he sido injusto al decir que había desayunado solo. Starsky, el circunspecto husky, se había recostado al lado de mis zapatos, desmintiendo que fuera «el perro de Laura».

Hacía algún tiempo que ya no leía periódicos mientras desayunaba; a excepción, naturalmente, de los fines de semana. Engullí la tostada con tomate, aceite y una pizca de sal que la asistenta colombiana me sirvió con total diligencia. Y mientras ojeaba los titulares de prensa y mariposeaba en la sección de Cultura de los periódicos digitales a través de mi smartphone, decidí que no tenía por qué preocuparme de Jonás. Ya había cumplido los veinte y tenía todo el derecho del mundo a irse organizando a su manera. Pensé que a su edad yo había hecho ya un montón de barrabasadas. Una vez, dos colegas de farra me habían tenido que llevar hasta mi casa arrastrando las botas camperas y totalmente borracho. Cuando mi madre abrió la puerta, me desmayé, muy oportunamente, por cierto.

Por lo demás, yo no era capaz de recordarme desayunando con mi padre. Con todo, aquella mañana me habría gustado tener a Jonás a mi lado como de costumbre y revolverle ligeramente su castaña melena a modo de despedida mientras me incorporaba de la mesa, sorbiendo de un trago el expreso con sacarina que reforzaba el gran café con leche con que había acompañado la tostada. Me gustaba que me saludara llamándome por mi nombre, Mateo, la forma de dirigirse a mí que había reemplazado el entrañable «papi» más o menos desde que le habían salido pelos en sus largas y huesudas piernas.

Besé a Laura, que se retorció en la cama con un gesto de indolencia gatuna. Me pregunté en qué punto se encontraba nuestro matrimonio. Los años, esa tiranía de la costumbre, ¿habían extinguido la pasión, la habían cambiado por «otra cosa»? Haciendo de mi mente un diccionario acelerado y loco, traté infructuosamente de hallar una palabra que describiera la realidad de esa relación. Sin éxito, por el momento.

Antes de coger el portafolios para dirigirme al garaje, reparé en las prendas íntimas de Laura esparcidas sobre la tarima y en una butaca próxima. Por lo menos, estaba claro que el deseo no había desaparecido. Al contrario, en ocasiones tenía la sensación de que experimentaba repuntes próximos a un paradójico frenesí: la pasada noche, sin ir más lejos. Pero fuera de eso… Siempre hay peros, me dije, mientras abandonaba mi casa atravesado por un puñal de melancolía cuya súbita procedencia no podía permitirme discernir en ese momento.

Mi Mercedes plateado recorrió con eficiente elegancia el breve sendero de asfalto que atraviesa el parterre. Nada hacía prever un día diferente. La bestia loca del uso, como escribían los surrealistas, seguiría nutriéndose un día más de mi alma, esa mezcla imposible de miedo y de quimeras. Por delante, un día reglado de ocupaciones previsibles: discusión de nuevas líneas de programación editorial, respuesta a los desafíos planteados por el libro electrónico, identificación de nuevos mercados. Un día de decisiones importantes, trascendentes incluso, pero idéntico en su formato a cualquier otro día.

Me dije que esa sucesión de días iguales hacía que las semanas volaran casi sin darse uno cuenta. Había ingresado en la editorial muy joven y ahora me encontraba con que había traspasado la cincuentena, ¡casi sin darme cuenta! La rutina acelera el tiempo pero también impide, o al menos estorba, meditar acerca del paso de las horas, de los días, de las semanas, de los meses, de los años… Esa falta de perspectiva añade al vértigo una falsa ilusión de eternidad.

Entretanto, había escalado hasta una dirección general, casi sin proponérmelo. Parecía que había sido ayer cuando obtuve un primer contrato para confeccionar unos libros de incitación a la lectura. Yo no era ambicioso, pero a aquel proyecto lo siguió otro y después otro más, y en general las cosas funcionaron bastante bien, así que la cúpula de la empresa me fue promocionando hasta hacerme formar parte de ella. Jonás ya había nacido y la dedicación a la empresa hizo que relegara casi por completo mis sueños de escritor.

Lo único que preservaba un débil cordón umbilical con mis sueños y anhelos de adolescencia y primera juventud era una especie de dietario que procuraba mantener con una regularidad casi litúrgica. Se esparcía en infinidad de libretas y, desde aproximadamente el año 2000, en un documento de word con el lacónico rótulo de NOTAS. Había días resumidos en una prosaica anotación telegráfica de menos de una línea. Otros daban pie a prolijas digresiones en los límites de la meditación filosófica. Finalmente, algunos se materializaban en poesías, generalmente breves y aforísticas (en ocasiones de un solo verso) aunque no faltaban largas

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos