El tiempo de las ilusiones sencillas

Rafael Alcázar

Fragmento

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1

El año de las saetas

 

 

 

El invierno se nos echaba encima. Nuestras madres empezaban a obligarnos a llevar abrigo y nos ataban la bufanda al cuello al salir por las mañanas a la escuela. El sol se escondía mucho más temprano y por las tardes ya no había casi tiempo para jugar a las chapas o a las guerras antes de que nos llamaran a casa para hacer los deberes y cenar. Estábamos en los últimos meses del año 1957 en un pueblo de Toledo llamado Villanueva. Eran los años de la leche en polvo en las escuelas, la omnipresencia de Franco (en retratos, en las calles, en los periódicos, en la radio, en los vivas…), los desfiles de las camisas azules de Falange los domingos y la epidemia de la temida poliomielitis imponiendo su terror en las familias. Pero ese año de 1957 fue también el del triunfo de Sarita Montiel con El último cuplé tras su conquista de Hollywood, el de la película de Berlanga Los jueves, milagro (unos años antes había hecho Bienvenido, Mister Marshall) y el del lanzamiento del Seiscientos, un lujo que empezaba a estar al alcance de bastante gente. Un mundo de caspa que se iba y otro de esperanza y modernidad que llegaba. Y también eran aquellos los años de una bendita radio a través de la que nos llegaban, además de los anuncios del Cola Cao y del Mistol, las gestas de ese gran Real Madrid que triunfaba por toda Europa. Porque ese era el otro gran acontecimiento que venía con el invierno: los partidos de fútbol de la Copa de Europa, ahora llamada Champions. (Acababa de nacer la televisión, ya nos lo había dicho el No-Do, pero, por supuesto, en Villanueva no había ni un solo aparato).

Ese año de 1957 un casi desconocido Laureano López Rodó fue nombrado director de la nueva Secretaría General Técnica de Presidencia, iniciándose desde ese mismo momento, entre los ministros y otros altos cargos, una paulatina sustitución de politicastros y falangistas por técnicos y hombres con carreras universitarias. Ni el propio Franco podía imaginar lo que en ese año empezaba a gestarse ni lo importante que sería para el futuro de España. Al año siguiente periódicos como El Pueblo comenzarían ya a hablar de la «tecnocracia» y de la verdadera vuelta de nuestro país a la comunidad internacional. Pero la España profunda y real se encontraba todavía lejos de esos vientos renovadores que se levantaban en la capital. En los pequeños pueblos en particular, aunque la Guerra Civil hacía ya casi veinte años que había terminado, las heridas no terminaban de cicatrizar (los que tienen privilegios adquiridos por ciertas circunstancias no desean que esas circunstancias cambien). Heridas que condicionaban demasiado la convivencia social.

Yo en ese arranque del invierno jugaba a las chapas, como casi todas las tardes, con mis dos grandes amigos: Lito, de doce años, el más alto de los tres, con el flequillo de su pelo rubio cayéndole sobre ese rostro siempre tan franco y tan decidido, y Adolfo, que pronto iba a cumplir también los doce años, un poco gordito y con la cara más simpática del mundo. Yo era el más pequeño en estatura y edad —aún no había cumplido ni los once años—, y también el más delgado y el más tímido. Había llegado al pueblo con mis padres y mis hermanas al principio de ese último verano y no podía imaginar que en tan poco tiempo podría hacer tan buenos amigos. Tanto que mientras jugábamos de rodillas en la tierra, y veía a Lito apartarse el flequillo de la cara antes de hacer su jugada y a Adolfo mordiendo con tanto apetito su bocadillo de membrillo antes de dejarlo al lado sobre la tierra para coger su chapa, me di cuenta, allí, de pronto, de que en ese pueblo que unos meses antes yo ni conocía había descubierto lo que era la amistad. Y me entró una sensación de felicidad tan grande que se me llenaron los ojos de agua por la emoción y a punto estuve de hacer el ridículo ante mis dos amigos. ¿Cómo podía tener yo la gran suerte de haber encontrado a tan buenos amigos? Quién me lo iba a decir, cuando precisamente yo, un niño un tanto huidizo, me había encontrado más de una vez esa primavera, en el otro pueblo, llorando en silencio en el cuarto de baño por no tener ningún amigo. Entonces oí a Adolfo que me decía mientras me daba con el codo:

—Vamos, Rafa, que te has quedao alelao…

—Coloca bien a Alonso, que se va a enterar de lo que es un golazo… —añadió Lito.

Lito se refería a mi chapa con el cromo recortado del portero del Real Madrid. Mi amigo pegó su cara al suelo antes de apuntar y golpear con el dedo la chapa de su Kubala. La canica entró en la portería como un rayo.

—¡Gol! —gritó.

—Eso no vale, Lito —dije yo—. ¿A que tenía que poner barrera, Adolfo?

—La tenías que haber pedido —replicó Adolfo antes de dar otro buen mordisco a lo que quedaba de su bocadillo.

En ese momento un ruido atronador llegó a nuestros oídos. Ya lo conocíamos de otras veces. Eran los nuevos cazas Saeta del ejército. Mis amigos y yo dejamos por un momento las chapas, nos pusimos en pie y levantamos la vista. Unos segundos más tarde aparecieron en el cielo dos Saetas color plata con sus llamativos estabilizadores rojos en los extremos de sus alas. Estos dejaron sendas estelas de humo blanco y a nosotros nos encantaba observar cómo se iban descomponiendo poco a poco empujadas por el aire. El popular reactor militar era en aquel momento el orgullo de la tecnología española, que la Radio Nacional de España y el No-Do no se cansaban de ensalzar. En los meses siguientes, ignoro las razones, que seguro que las había, su repetida presencia sobre nuestras cabezas, a menudo en vuelo muy bajo, se nos iba a hacer familiar. Los tres nos pusimos a correr un rato por la calle sin dejar de mirar al cielo siguiendo a los reactores hasta que los perdimos tras los tejados. Luego regresamos sobre nuestros pasos y volvimos a tirarnos al suelo con nuestras chapas.

—Yo prefiero esta otra Saeta —dijo Adolfo cogiendo la chapa de Di Stéfano.

Y Lito y yo asentimos. Porque para nosotros, por mucho que nos asombrase el ruido y la velocidad de aquel novedoso avión a reacción, la verdaderamente importante era otra saeta, la «Saeta Rubia», que era así como llamábamos a Alfredo Di Stéfano por su velocidad, el mejor delantero del mundo y el héroe de aquel gran Real Madrid que ya había ganado dos Copas de Europa e iba a por la tercera. El Madrid había quedado exento de la primera eliminatoria por su condición de campeón y le había tocado enfrentarse en la siguiente ronda a un equipo holandés de nombre impronunciable. Aunque don Pedro, nuestro maestro, nos había dicho luego que la traducción era sencillamente Real Amberes.

—Les va a caer una docena de goles —afirmó Lito.

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