CAPÍTULO 1
Comenzaron a aparecer cadáveres. A plena luz del día y en los lugares más insospechados de la geografía del país.
Ni los medios de comunicación ni la policía elevaron la voz al principio. Al fin y al cabo, las víctimas no eran más que delincuentes recién salidos de prisión. Las pocas veces que se convertían en noticia, los artículos señalaban que posiblemente se tratase de «un ajuste de cuentas».
Algunos cuerpos salpicaron el norte del mapa: varios lo hicieron cerca de Tula, al norte. Otros lo hicieron en el sur, sobre todo en la capital, Deltia. Y un par más en los alrededores de Obo, en la costa. En total, sumaban diez expresidiarios asesinados en, aproximadamente, dos meses.
Fue un periódico progresista quien cantó bingo: las víctimas eran hombres que habían cumplido una pena escandalosamente corta en proporción al crimen cometido. Así es como lo escribieron en aquella primera crónica: «escandalosamente corta».
La periodista que firmó aquel artículo, lejos de condenar el hecho de que esos hombres hubieran sido asesinados, se horrorizó por lo que habían hecho en vida:
El último asesinado de esta semana es un hombre que violó durante cinco años a su vecina, una niña que en la fecha de la denuncia contaba con tan solo diez años. Este delito le acarreó únicamente tres años y seis meses de prisión: el testimonio de la víctima fue puesto en duda por el magistrado que juzgaba el caso.
Aún recuerdo aquella sentencia. Porque hay historias que hacen que te ardan demasiado las tripas como para ser capaz de enterrarlas en tu memoria para siempre. Aquel violador, el blanco número 10, había forzado durante un lustro completo a una niña a la que nadie había sabido proteger. Después de agredirla, el tipo solía regalarle un juguete. El magistrado concluyó que si la niña seguía volviendo a casa de su agresor era porque, de alguna forma, a ella no le importaba demasiado lo que pasaba. De hecho, este juez descartó que hubiera violencia, arguyendo que la pequeña nunca se resistió. Daba por hecho que la cría debía saber que lo que aquella persona de confianza le estaba haciendo era un delito, es decir, que con cinco, seis, siete o diez años una figura de autoridad para ella no tenía derecho a tocarla.
Aquel juez entendió, y así juzgó, que la víctima no tendría que haber vuelto después de la primera vez. Que debería haberse defendido por la fuerza, conseguir alguna que otra marca o herida, y entonces catalogar así el delito como violento. Pero sin más heridas que los trastornos psicológicos graves que había desarrollado la cría a lo largo de ese periodo, su señoría dijo que no podía meter en prisión a su agresor más de tres años y seis meses. Le pareció injusto. Era fácil imaginar las elucubraciones de aquel juez: ¿cómo iba a saber el pobre hombre que una niña de cinco años no quería mantener relaciones sexuales si no le decía ni sí ni no y además aceptaba sus regalos? ¿Es que era adivino?
A partir de la difusión masiva de aquella primera crónica, los medios de comunicación y la policía se tomaron más en serio nuestros asesinatos. Las radios y las cadenas de televisión trataban durante horas el asunto. Por no hablar de las conversaciones en las casas, en los lugares de trabajo, en las calles, en los bares...
Durante semanas no hubo acontecimiento que pudiera desbancar a las noticias sobre los «violadores asesinados». Lo cierto es que también había maltratadores y feminicidas entre las víctimas, pero el maltrato o asesinato de mujeres parecía llamar menos la atención de la sociedad: el morbo lo proporcionaban los violadores. Y en base a eso se creaban columnas de opinión y tertulias en los platós.
Los plumillas y periodistas conservadores se horrorizaron en la prensa y en los platós que les daban espacios: alguien se estaba tomando la justicia por su mano y eso era «inaceptable en una democracia». Esta frase se repitió hasta la saciedad.
En las redes sociales, sin embargo, centenas de miles de feministas del país cargaron contra aquellos columnistas y tertulianos, reprochándoles que ninguno de ellos escribiese jamás acerca de la justicia «democrática» que permitía a violadores y asesinos cumplir penas irrisorias o que, directamente, impedía que fueran condenados.
Recuerdo que al principio de nuestra actividad, durante aquellos primeros meses en que solo eliminábamos a agresores machistas, nada pasaba de rifirrafes en redes sociales, debates encendidos en televisión o reportajes en profundidad que acababan mintiendo allí donde les faltaba información.
En mi comando vivíamos las interpretaciones y mentiras del cuarto poder sin demasiada sorpresa. Antes de disparar por primera vez, ya sabíamos que aquello sería exactamente lo que nos encontraríamos. Ya intuíamos quiénes serían los primeros en cargar contra nuestras acciones y quiénes las justificarían tibiamente. También previmos que durante mucho tiempo se referirían a nosotras en masculino, dando por hecho que esa violencia no podía venir de mujeres, solo de hombres. Hombres «envenenados por el feminismo radical», por supuesto. Porque cuando los hombres mataban a sus mujeres se debía a que algo habrían hecho ellas, pero cuando supuestamente mataban a asesinos y violadores, también las mujeres teníamos la culpa. Siempre había una mujer a la que culpar.
Por primera vez, sí que había mujeres a las que señalar directamente, pero el machismo no permitía imaginarlas empuñando un arma. Y esa era nuestra baza: ningún hombre formaba parte de la organización, ni siquiera como colaborador puntual, pero la policía los buscaba más a ellos que a nosotras.
En aquellos primeros meses hicimos un seguimiento exhaustivo de todo lo que se publicaba, pero ni las elucubraciones de los tertulianos, ni las declaraciones de la policía en ruedas de prensa se acercaban siquiera a alguna de nosotras.
En aquel momento éramos solo doce mujeres repartidas por el país. La mayoría de las integrantes no teníamos más conexión entre nosotras que la pertenencia a la organización. Ni siquiera conocíamos las caras de las camaradas de otros comandos.
A pesar de que aquellos diez asesinatos dieron mucho que hablar, el ambiente que se generó fue una canción de cuna en comparación con lo que vino después.
El blanco número 11 lo cambió todo. Cambió a la sociedad y polarizó de forma extrema a la opinión pública: la distancia entre quienes estaban con nosotras y quienes estaban en contra se convirtió en un abismo insalvable.
El blanco número 11 no había cometido ningún delito, al menos conocido. El 11 era un hombre respetado por la sociedad. El 11 tenía sesenta años y era padre de tres hijas y abuelo de cinco criaturas. El blanco 11 fue el juez que dejó en libertad tras solo ocho años de cárcel al violador y asesino de Gala. Su caso conmovió a la opinión pública: ella era una estudiante que volvía a casa desde la universidad, paseando, despistada, y todo el país pudo ver en una grabación de la cámara fija de un comercio cómo su asesino, unos diez años mayor que ella, le pasaba el brazo alrededor del cuello y la forzaba a acompañarlo. Ambos se perdían a continuación en el margen de la pantalla.
El hombre acabó descuartizando a Gala para poder esconder las pruebas de la tortura a la que la había sometido en vida. Lo que le costó agredir, violar, matar y descuartizar a Gala fueron ocho años privados de libertad.
Este juez, marido, padre y abuelo, consideró que el culpable —un sobresaliente estudiante de medicina, gran deportista y un ejemplo en todo lo que hacía (por no hablar de su familia, no solo pudiente, sino muy reconocida y respetada por sus negocios en medio país)— tenía toda la vida por delante y un futuro prometedor. Consideró que encerrarlo más de ocho años por un crimen del que parecía tan arrepentido, no iba a beneficiar a nadie. Porque ella ya estaba muerta. Y él, vivo. Y los chicos como él merecían una segunda oportunidad.
Algunas de las últimas palabras pronunciadas en vida por ese juez, nuestro blanco número 11, fueron tan condescendientes e impertinentes como sus sentencias: «Baje esa arma, se le puede disparar». Lo sé porque yo estuve allí. Yo sujetaba la pistola.
«Se le puede disparar», pensé en aquella frase sin dejar de apuntarlo a la cabeza. «Tranquilícese», me decía, como si me estuviera temblando el pulso. Una mujer no podía apretar el gatillo, solo «escapársele un tiro». La realidad no era capaz de corregir su juicio sobre lo que estaba pasando.
No supe cómo tomarme aquello. Aquel encubridor colaboracionista se iba a ir al otro mundo sin haber entendido nada. Yo estaba a punto de arrebatarle la vida a un ser humano que era un peligro público, y ni siquiera iba a arrancarle un poco de miedo o algún tipo de sufrimiento. Por pequeño y breve que fuera.
No pensaba entrar en debates con aquel tipo. De hecho, lo acordado era que le disparase en la cabeza sin que le diera tiempo a verme bien y echar a correr entre la maleza. Con aquella pequeña conversación estaba saltándome una decisión meditada y tomada entre cuatro personas.
Estábamos en el parque japonés, ya había anochecido, y después de un mes observándolo, sabíamos que a aquella caminata que hacía en chándal de diez a once de la noche nunca le acompañaba nadie. Además, rara vez se topaba con alguien. Aquel parque era un lugar incómodo para salir a correr por los continuos desniveles en sus senderos. Y cruzarlo tampoco ahorraba camino para llegar a ningún sitio transitado. Como guinda, la iluminación era mala. Pero a él le venía bien porque no era corredor, solo le gustaba andar deprisa, y además estaba al lado de su casa. Y, bueno, todo sea dicho, también le gustaba mirar a las parejas que alguna vez se encontraba en los bancos junto al riachuelo, dándose el lote. Ese riachuelo era el único punto desde el que podrían vernos. Por eso el plan era esconderme tras el árbol situado justo antes del recodo que daba al cauce.
Lo vi venir a lo lejos. Luego lo oí pasar detrás de mí, con la respiración entrecortada y la pisada corta. Puse un pie en el camino y tiré del cuello de su sudadera con ambas manos hacia la maleza. Puse toda mi fuerza y mi rabia en aquel segundo. El efecto sorpresa fue decisivo para que aquel fardo de cien kilos se precipitara contra el suelo.
Esa era la parte más delicada del plan: tirar de él en el momento exacto y que no le diera tiempo a defenderse o a oponer resistencia. Lo habíamos ensayado tantas veces que cayó justo donde y como lo quería: de rodillas frente a mí. Detrás de la arboleda, tardarían más en encontrar su cuerpo y yo tendría más tiempo para huir.
Le puse el cañón de la pistola en la frente, di un paso atrás y le ordené en un susurro que no se moviera.
Allí anclado, iluminado parcialmente por la luz débil de una farola y ataviado con su ridículo atuendo de hacer deporte (pero de no hacerlo en realidad), empezó con su cantinela sobre la necesidad de calmarme. No creía que fuera a dispararle de verdad. «Todo se puede arreglar». «Dime qué puedo hacer por ti, vamos a hablar». «Si quieres dinero, vamos al cajero».
—Lo siento, ya he dictado sentencia, señor juez —le dije cuando se le acabaron las ideas.
Necesitaba ver en sus ojos que se había dado cuenta de que no iba a sobrevivir. Y que supiera por qué. Yo era consciente de que ese momento, que me estaba regalando a mí misma, era motivo suficiente para que la organización me quitara de primera línea. O para que directamente me relegara a tareas de mierda, lejos de la acción. Nadie lo sabía, pero aquel blanco, para mí, no era como los demás. Desde el primer momento en el que pedí que me asignaran aquella operación, yo ya sabía que me saltaría las partes que el cuerpo me pidiera.
El magistrado, al escucharme, abrió los ojos con una nueva mirada. Una gota de sudor le resbaló por la calva y se le metió en el ojo, pero ni siquiera sintió el escozor. Su semblante había cambiado. Supo en aquel instante que no saldría con vida de allí. Que yo no quería dinero, y que dinero era lo único que podía darme. Tampoco entonces conseguí provocarle lo que pretendía. No se derrumbó, no rogó por su vida. Muy al contrario. El odio que llevaba dentro solo lo dejó pronunciar un insulto. O casi.
«Hija de...» fueron sus dos últimas palabras. No lo dejé acabar.
CAPÍTULO 2
El día de aquel disparo —mi primer disparo a un ser vivo— yo había cumplido veintitrés años. Las únicas dudas que albergué tras aquella operación fueron: «¿Me atraparán?» y «¿Estamos lejos de nuestro objetivo final?». La segunda me preocupaba más que la primera.
Había imaginado infinidad de veces a lo largo de mi vida que mataba a aquel hombre. Mucho antes de entrar en la lucha armada. Antes incluso de que violaran y asesinaran a Gala. No tenía sentimiento de culpa. Ni miedo. Pero sí noté algo inesperado y es que, de alguna forma, sabía que nunca más volvería a ser la misma.
La organización intuía cómo iba a reaccionar el Gobierno cuando empezáramos a reivindicar los atentados. Sabíamos, sobre todo, cómo lo afrontaría de cara a la galería: poniendo el grito en el cielo. Hasta aquel momento, las únicas declaraciones que habían hecho fueron a través de Milo Lueno, su portavoz, en una rueda de prensa, donde intentó ningunearnos entre dientes.
El portavoz era un tipo bajito, con el ego machito dañado en proporción a su altura. Sobre sus zapatos con alzas, dijo: «La policía lo tiene todo controlado, estos sicarios de poca monta tienen los días contados».
Como en todo régimen capitalista, el valor de las personas lo determinaba su clase social, y el juez estaba mucho más arriba en los estratos sociales que los diez asesinados anteriores. Ver morir a diez delincuentes no le dolía al Gobierno, pero saber que habían eliminado a un juez abiertamente afín al régimen fascista que sufríamos, eso ya escocía.
Con el blanco número 11 éramos conscientes de que no solo cambiaría el talante del Gobierno, sino también el de quienes, hasta entonces, habían decidido poner más peso en los crímenes de los asesinados que en los nuestros. Aquellas justificaciones tibias de algunas plumillas iban a acabarse, por mucho que estuvieran de acuerdo con nosotras, cuando cerraran tras de sí las puertas de sus casas.
Un juez no era un asesino ni un violador. Y por mucho que fuera el máximo responsable de dejar en libertad a esos delincuentes a los pocos años, o directamente de no encarcelarlos, seguía siendo un juez de obligada respetabilidad. Poco importaba que por su culpa muchas otras mujeres hubieran sido posteriormente víctimas de los absueltos y de los excarcelados. El respeto que al parecer había que profesarle nunca se ponía en duda, aunque fuera de dominio público que en sus sentencias siempre tendía a aplicar la mínima pena de todas las posibles. Poner en peligro a la sociedad (a las mujeres, en realidad) al dejar a esa escoria pasear por las calles no quitaba que continuara siendo un juez. Y no se asesina a los jueces.
También sabíamos que esa parte anónima de la sociedad que estaba con nosotras sin fisuras, y que no tenía que ir a platós a ganarse el pan o se arriesgaba a ir a prisión por opinar en medios de comunicación, iba a quedarse a nuestro lado, porque aquel era el paso que esperaban: dejar a un lado a las pequeñas tuercas y perseguir directamente a grandes engranajes del sistema. Todas esas personas querían exactamente lo mismo que nosotras: infundir miedo a los que tenían el poder de cambiar las cosas y que no solo no cambiaban nada, sino que fomentaban que el sistema se ensañara una y otra vez contra las mismas de siempre.
El paso que dimos con el blanco número 11 fue difícil, requirió trabajo y mucha más planificación previa que las anteriores acciones. Y, definitivamente, fue mucho más arriesgado. Pero de otra forma el Gobierno no hubiera ni parpadeado. Y tanto el sistema como el Gobierno en sí mismo eran nuestro objetivo principal.
Siempre tuvimos en cuenta que para que una causa ganara no toda la sociedad tenía que estar de parte de dicha causa. Ni siquiera la mayoría era necesaria para que comenzara una revolución. Ahí estaba la Historia para recordárnoslo. Y también la mayoría de los gobiernos demostraban que lo sabían al perseguir sin piedad a activistas y a organizaciones de izquierdas por poco relevantes que fueran. Conocían su potencial revolucionario tan bien como nosotras.
Teníamos presente que el grueso de la población se rendiría ante la idea de que mantenerse con vida era mucho mejor que mover el culo y arriesgarse a acabar en la cárcel de aquel régimen. Sabíamos que el individualismo había ganado hacía mucho tiempo: sálvese quien pueda, y quien no, mala suerte. A pesar de vivir por primera vez bajo el mazo de un gobierno fascista, la mayoría se iría adaptando por miedo. La tendencia del pueblo era esa: viraba lentamente al silencio y al miedo.
Se habían dado varias causas para que la historia de Eare llegase a aquel punto que parecía de no retorno: la crisis económica mundial que había sacudido a Eare hacía ya unos años se había estancado en una especie de lenta decadencia. Tan lenta que el pueblo la había ido normalizando. Vivíamos cada vez con menos, pero no moríamos de hambre como en otros países. Y hacía poco había empezado a golpearnos una nueva crisis mundial, prometida desde hacía tiempo por economistas anticapitalistas a los que nadie daba voz.
Con aquella nueva crisis cebándose con un país que aún no se había recuperado, el feminismo, que hacía años que no navegaba ninguna ola, tuvo un nuevo resurgir. Pero la reacción del machismo fue virulenta. Tanto o más que la xenofobia que padecieron las personas que migraban hasta Eare desde países con sequías mortíferas, provocadas por el cambio climático.
Tanto el racismo como la misoginia habían estado siempre ahí, pero dormían de puro aburrimiento. Con la organización de las mujeres y la llegada de personas que buscaban refugio, despertaron. Además, la nueva crisis económica que nos volvía a regalar el capitalismo separó las clases sociales del país aún más, creando un abismo entre ricos y pobres.
El capitalismo, el cambio climático y el sistema patriarcal que asesinaba mujeres nunca habían alertado a los sucesivos gobiernos de Eare.
Lo que vendían como urgente los medios de comunicación, dirigidos por dinosaurios multimillonarios, era defenderse de las mujeres organizadas que peleaban por su liberación, de la lucha LGTBI, de los colectivos que se manifestaban por medidas que mitigaran el cambio climático, de las agrupaciones obreras y de las personas que llegaban con lo puesto a nuestras costas.
Y así es como el cuarto poder empezó a darle fuelle a un partido de extrema derecha de reciente creación, pero con mucha financiación: el TOTUM. Lo hicieron como mejor sabían, generando y alimentando miedos y fobias ante la diversidad y el progreso. Describieron la crisis económica mundial como una crisis earense provocada por quienes llegaban a nuestras playas con una mano delante y otra detrás. Narraron desde sus púlpitos el nuevo auge del feminismo como una lucha innecesaria de mujeres que comenzaban a creerse más importantes que los hombres. Porque ya en el pasado el feminismo había conseguido una ley contra la violencia machista, la ley del divorcio, la ley del aborto... En definitiva, ¿qué más queríamos? Ninguno dijo que todas esas leyes se habían conseguido precisamente bajo el único gobierno de izquierdas que tuvo Eare y que solo dirigió el país durante una legislatura: la IdE, Izquierda de Eare.
Los poderosos, que se nutrían, como siempre, de la crisis y eran más ricos que nunca, mientras las demás empobrecíamos día a día, se cebaron contra la lucha feminista, haciéndola pasar como una guerra de sexos que pretendía darle la vuelta al sistema y hacer a los hombres lo mismo que ellos nos habían hecho a nosotras a lo largo de toda la Historia.
En esta tesitura, el cuarto poder fue ensalzando con más intensidad a Luco Barán, el mesías del TOTUM, cuanto más se acercaban las elecciones. La campaña al partido fascista estaba ya hecha, y los votos condenaron en las urnas la diversidad y el progreso. Los reaccionarios, homófobos, misóginos y racistas habían encontrado un lugar en el espectro político, y muchas de nosotras vimos con horror cómo ese sector era mucho mayor de lo que nunca hubiésemos imaginado.
Los derechos humanos se incumplieron de forma flagrante tan pronto el TOTUM llegó al poder. En nombre de «la defensa de la patria y del Estado del Bienestar de Eare», el partido tomó como primera medida «proteger nuestras costas», que no consistía en otra cosa que dar orden a la guardia costera para que disparara a toda lancha que tocara las aguas de Eare. Lo hacían a la línea de flotación de las lanchas, provocando que un número incalculable de cuerpos se hundieran en el mar.
Derogar las leyes que combatían el machismo y su violencia fue otra de las medidas que aplicaron los ultraderechistas nada más estrenar el Gobierno. Además, ilegalizaron el aborto y penalizaron duramente a las mujeres que interrumpieran voluntariamente su embarazo. Con solo tres años de existencia, el TOTUM, cuyo lema era «Libertad, Orden, Igualdad y Justicia», había conseguido mayoría absoluta y no necesitó el apoyo de ningún otro partido político para gobernar Eare. La IdE lideró, como siempre, la oposición. La abstención fue la más alta de la historia de nuestro país, pero eso no interesó a los medios. Pero para nosotras sí se convirtió en un motivo más para creer en el éxito de nuestro objetivo: la mayoría absoluta conseguida por el TOTUM había sido más una consecuencia de las leyes electorales que un reflejo fiel de la sociedad de Eare.
Poniendo como excusa la crisis económica, pero sin mencionar que solo estaba golpeando a los de abajo, el Gobierno subió los impuestos a la clase trabajadora mientras se los bajaba a las grandes fortunas. Como buen partido fascista prohibió el sindicalismo y las organizaciones de trabajadores. Además, liberalizó por completo el despido, para ayudar así a las grandes empresas a ahorrarse indemnizaciones. Por si fuera poco, eliminaron de un plumazo cualquier ayuda a personas desempleadas.
Como siempre, la represión que empezó a sufrir la clase trabajadora se multiplicaba si eras mujer o migrante. A las personas que habían llegado a Eare antes de la entrada en el poder del TOTUM se las devolvió masivamente a sus países de origen, estuvieran en guerra o arrasados por el cambio climático.
También tuvieron tiempo de criminalizar al colectivo LGTBI, que fue acosado por leyes creadas de urgencia. El Gobierno aseguró que se perseguiría a «todo aquel que representara en público cualquier orientación que no fuera la heterosexual», ya que esto «podría confundir a los niños». En la práctica, por supuesto, la policía tenía legitimidad para detener a no heterosexuales en sus casas si recibían avisos de vecinos.
A las mujeres nos fueron mandando más mensajes con el paso de los meses: tras la ilegalización y penalización del aborto, endurecieron las penas para aquellas que denunciaran en falso a sus parejas, a pesar de que era un número casi inexistente. Además, dejaron de contabilizar los feminicidios y casos de violencia machista. Estos ya no existían y se incluían dentro de la violencia en general, por lo que fue imposible recabar los datos reales. El feminismo también era el destinatario de aquella medida. Sin duda disfrutaban dándonos una lección.
A pesar de la represión que el Gobierno estaba ejerciendo contra una multitud de sectores y colectivos, solo el feminismo se echó a la calle de forma masiva e ineludible. El pacifismo del que había hecho gala la lucha feminista dio paso entonces a casos de violencia callejera. Las manifestaciones, antes pacíficas de principio a fin, comenzaron a saldarse con escaparates rotos, contenedores que ardían y con decenas de detenidas. No teníamos miedo, pero sí una rabia que nos sobrepasaba. Sin embargo, la desproporción de la represión policial fue aplastante desde el primer día.
Recuerdo que ver un contenedor ardiendo en una manifestación te impulsaba a salir corriendo en dirección contraria, ya que la policía no necesitaba más que tu presencia allí para sacar las porras y molerte a palos. Las mujeres hospitalizadas fueron ascendiendo cada una de las veces que salíamos a manifestarnos a la calle.
Hasta que pasó lo de Luna.
CAPÍTULO 3
Luco Barán solo llevaba nueve meses en el poder cuando la policía mató a la primera compañera. Luna tenía solo dieciocho años. Mujeres de todo el país salieron entonces a la calle como nunca en Eare. La policía y los medios afines al régimen quisieron demonizar a la víctima, achacándole disturbios y delitos que nadie creyó. Aquella chica tenía demasiadas redes sociales abiertas donde se la podía ver llevando una vida completamente intachable. Su familia era de clase obrera y ella había empezado a trabajar en unos grandes almacenes para poder pagarse los estudios.
Luna tenía, además, unos rasgos muy llamativos: sus ojos, en concreto, eran negros, enormes, vivarachos. Su padre era un inmigrante nacionalizado en Eare hacía muchos años y su madre era earense. Un lunar justo entre sus cejas hacía que fuera imposible olvidar aquella mirada.
En aquella manifestación multitudinaria que se convocó como respuesta a su asesinato, sus ojos aparecieron dibujados en cada una de las pancartas. Su nombre estaba escrito en todas las camisetas y mochilas que llenaron las calles. Se mezclaban en Luna la etnia, la clase y el género, los tres elementos que armaban las luchas principales contra el TOTUM.
Aquel día, las manifestantes nos limitamos de nuevo a romper algún escaparate, a prender algún contenedor. Nunca pasábamos de ahí. Sin embargo, ese día, mataron a tres compañeras más. Dos en la calle y una en comisaría.
La demonización del feminismo en los medios fue casi absoluta —con honrosas excepciones—: fotos de mujeres con el torso desnudo y letras negras escritas sobre su piel formando consignas feministas y compañeras enfrentándose a la policía abrieron todos los diarios digitales. Los vídeos de encapuchadas tirando piedras contra edificios gubernamentales y escaparates con publicidad sexista dieron la vuelta al mundo.
Luco Barán, tras aquella revuelta que solo apoyó la IdE, dio una rueda de prensa que denominó «urgente». Después de cuatro mujeres muertas, sus declaraciones eran, de pronto, urgentes.
Barán salió a su atril y esperó unos minutos a que la prensa lo fotografiara. Su rictus ensayado se movía entre la falsa preocupación y el enfado paternalista. Sus ojos hundidos y pequeños miraban a los flashes, a los periodistas, con un silencio premeditado, como quien no encuentra las palabras a pesar de tenerlas escritas en un papel. Finalmente, habló:
—Este Gobierno no va a permitir que la violencia del llamado movimiento feminista continúe. Decenas de agentes antidisturbios han resultado heridos tras los enfrentamientos de las últimas manifestaciones. No toleraremos que estas mujeres mancillen los progresos que nuestras políticas están consiguiendo para nuestra patria. No consentiremos que ningún medio internacional retrate nunca más a nuestra sociedad como lo que no es. Un puñado de violentas no puede ensuciar la imagen que nuestra nación proyecta al exterior: una democracia sana y libre que, con menos de un año bajo nuestro mandato, ha conseguido atajar la crisis económica que la izquierda nos trajo. Una nación donde la libertad, el orden, la igualdad y la justicia empiezan a dar sus frutos de manera irrefutable. Y si para ello tenemos que acabar con los apoyos que esta violencia tiene en la oposición, así será.
Durante más de treinta minutos, el presidente del Gobierno habló de un país que no existía, de una imagen impoluta en el exterior que nunca habíamos tenido, y de un movimiento feminista que no conocía en absoluto. Ni un solo segundo fue destinado a las cuatro mujeres asesinadas por su policía. Además, deslizó una amenaza contra la Izquierda de Eare. La IdE se jugaba la ilegalización si continuaba apoyando las protestas populares.
La secretaria general de IdE, Oma Linde, era una feminista histórica muy apreciada por los movimientos sociales. Solo gobernó cuatro años, pero cambió las vidas de los sectores más oprimidos de Eare. Yo era pequeña cuando aquello ocurrió, y me resultaba indigerible que en el presente estuviéramos retrocediendo a tiempos que yo ni siquiera había vivido.
Dos semanas después de aquella rueda de prensa, vino lo que todas las que vivimos aquel año recordamos de forma cristalina: la abolición del derecho a la organización y a la reunión de las mujeres. Quedó taxativamente prohibido que más de quince mujeres se reunieran en el mismo lugar, ya fuera privado o público. Por cada quince mujeres, debía haber al menos diez hombres. A partir de las cincuenta personas, la cantidad de hombres debía ser aproximadamente la misma que la de mujeres.
No solo mataban así las manifestaciones feministas, sino también las asambleas, las asociaciones y organizaciones de mujeres, o incluso eventos tan inofensivos para el poder como una simple despedida de soltera. Depositaban así un poder extra en los hombres, haciéndolos pasar como los portavoces de la cordura frente a nosotras: la locura. Los hombres asumieron entonces el mensaje de que debíamos ser tuteladas por ellos.
Las personas que se casaban, que celebraban bautizos o incluso cumpleaños, estaban obligadas a medir bien el número de hombres que invitaban para no quedarse cortas. El TOTUM se aseguraba así que ningún grupo de mujeres se organizara políticamente disfrazando sus reuniones. No había escapatoria.
Mujeres conservadoras reprocharon al feminismo esta pérdida de libertad. Pina Batel, la líder de audiencia en televisión cada mañana desde hacía años, dedicó varios programas a cargar contra el movimiento feminista, reproduciendo en cada uno de ellos los vídeos de activistas con el torso desnudo manifestándose en la calle. Como si una mujer desnuda que lucha fuera el símbolo de lo que había que eliminar de la sociedad. Como si aquellas imágenes hablaran por sí solas para darle la razón a ella.
Las protestas se tradujeron en mucha actividad en Internet, pero poca en la calle. Nadie quería ir a la cárcel por una reunión ilegal o por asistir a manifestaciones porque, entre otros motivos, jamás volvieron a ser aprobadas por el Gobierno. Pero, sobre todo, ninguna mujer quería ser asesinada en una comisaría de policía.
Luna pareció quedar día tras día en el olvido, así como las otras tres mujeres de veintinueve, treinta y treinta y dos años que perdieron la vida un día después.
Luco Barán, que creyó las aguas ya calmadas, retransmitió un vídeo en directo desde sus redes sociales. En un ambiente distendido, desde el sal