Tormenta de calor (Serie Castle 9)

Richard Castle

Fragmento

libro-3

Capítulo
1

STORM
OCTUBRE DE 2016

El pecho del extranjero era ancho y fuerte y los brazos que le colgaban a cada lado parecían sólidos y bien acostumbrados a la defensa. Su torso se estrechaba en la esbelta cintura, por debajo de la cual sus muslos volvían a ensancharse. Coronando aquel impresionante ejemplar de macho humano había una cabeza de forma cuadrada, sobre la cual se asentaba un pelo denso, ondulado y oscuro.

En realidad, podría parecer excesivo, demasiado cliché de héroe de acción y aventuras: un imponente físico de mandíbula cuadrada y dientes perfectos, un hombre que parecía haber salido de la cubierta de una novela de Victoria St. Clair.

De no ser, claro está, por sus ojos. Eran unos ojos burlones, danzarines y cálidos aun cuando el resto de la apariencia de aquel extranjero permanecía seria. Eran ojos que habían visto muchas cosas. Eran ojos que apenas pasaban nada por alto.

Sí, era atractivo. Algunos dirían que irresistible.

El extranjero iba vestido con un equipo táctico negro, un chaleco antibalas que se ajustaba a su cuerpo de forma reconfortante. A su lado, de menor estatura y con la mitad de peso, había un hombre que vestía el uniforme verde de hombros cuadrados de la Policía Armada Popular, la mayor división del Ministerio de Seguridad Pública de China. Llevaba la camisa cuidadosamente metida por la cintura, resaltando de tal modo un vientre plano perfecto. Su insignia lo identificaba como coronel. La placa con su nombre estaba escrita con caracteres chinos que normalmente se transcriben al alfabeto latino como «Feng».

Fumaba un cigarrillo sin filtro; su extremo encendido brillaba naranja en medio de la oscuridad que precedía al amanecer. Cuando exhaló el humo, un olor a clavo inundó el aire.

Los hombres estaban de pie uno al lado del otro sobre un pequeño risco. Los prismáticos del extranjero miraban hacia un almacén que había abajo, una estructura de dos plantas y de color acero con tejado plano y sin ventanas. Las únicas salidas eran la puerta principal y una pequeña compuerta en el tejado.

El edificio era visiblemente austero, como si sus propietarios se hubiesen esforzado tanto en que pasara inadvertido que, al final, llamaba la atención. No tenía ningún letrero ni mostraba señal de cuidado alguno en la parcela de malas hierbas que lo rodeaba. En el aparcamiento, cubierto de asfalto deteriorado, había un puñado de vehículos, la mayoría viejos. Estaba iluminado por un único foco anclado en un poste. No había indicios de movimiento en el exterior. La mayor parte de los días pasaban allí muy pocas cosas.

Pero de vez en cuando, sí. Y en esas ocasiones, la actividad de aquel edificio pequeño y sobrio había llamado la atención de las más altas esferas del gobierno de Estados Unidos, al otro lado del planeta.

—Sorprende que pueda prepararse una operación como esta y que, sin embargo, pase por completo inadvertida —dijo el extranjero sin apenas molestarse en ocultar su tono irónico. Habló en un fluido mandarín, uno de los nueve idiomas que dominaba.

—Algunas veces, la mejor manera de ocultar algo es hacerlo a la vista de todos —contestó el coronel Feng con voz áspera. Una sutil sonrisa burlona apareció en sus finos labios antes de que la ocultase.

—Podrían haber supuesto que alguien lo vería y empezaría a hacer preguntas —dijo el forastero.

—Está presumiendo que hay algo que ver —respondió el coronel Feng y, a continuación, habló en inglés—: Hay un dicho americano que se refiere a los que hacen suposiciones.

—Sí. Creo que es: «Mantén cerca a tus amigos y más aún a tus enemigos» —contestó el forastero.

El coronel Feng entrecerró los ojos y dio otra calada a su cigarro. Por detrás del almacén, el río Huangpu fluía en silencio. Más allá —y rodeándolos— estaba la ciudad de Shanghái.

Al extranjero no tenían que explicarle que lo que hoy en día es la segunda mayor economía mundial —algunos dirían que la número dos y subiendo— había despegado en realidad en esta histórica ciudad del centro-este de China. Mucho tiempo atrás había sido el primer puerto chino que se abrió al comercio con Occidente tras la derrota de China en las Guerras del Opio. Más recientemente, fue allí donde el Partido Comunista chino decidió empezar a aflojar las riendas de su economía, permitiendo que las duras restricciones del marxismo desaparecieran y fuesen sustituidas por la implacable eficacia del capitalismo.

El éxito económico estadounidense había tenido mucho que ver en aquella decisión. También el antiguo y arraigado sentido chino de la excepcionalidad.

Lo que a partir de entonces se había desarrollado era una compleja y delicada relación entre las únicas dos superpotencias mundiales. Cada uno de esos dos países es el mayor socio comercial del otro. Cada uno de ellos tiene enormes inversiones en el otro. La economía de cada uno de esos países se hundiría si el otro desapareciera. Y, aun así, cada uno de ellos cree constantemente que el otro está tratando de perjudicarle.

Había en aquello una simbología: un chino y un estadounidense, el uno junto al otro, unidos de forma indisoluble y, sin embargo, con propósitos opuestos.

—Debe de estar a punto de pasar, ¿no cree? —preguntó el extranjero.

—De lo único que estoy seguro es de que no sé nada —contestó el coronel Feng—. Permita que le recuerde que estoy aquí como mero supervisor y que esta excepcional… colaboración, si se le puede llamar así…, está teniendo lugar únicamente debido a la continua insistencia de su gobierno en conocer la naturaleza de esta operación. Pero mi gobierno niega de forma categórica tener conocimiento alguno de lo que ustedes alegan que está sucediendo aquí.

—Sí, por supuesto —dijo el extranjero. Su gesto era impasible, pero sus expresivos ojos se habían iluminado—. Y por eso es por lo que ha venido usted completamente solo, sin refuerzo alguno. Para supervisar.

—Parece que nos vamos entendiendo a la perfección —repuso el coronel Feng.

El cigarrillo volvió a resplandecer. Por un breve momento, ninguno de los dos habló.

Lo que estaba a punto de ocurrir había sido puesto en marcha dos semanas atrás, con una simple llamada de teléfono entre dos personas poderosas.

Para el extranjero, era un misterio quién había iniciado aquella llamada. El receptor era un hombre llamado Jedediah Jones. Trabajaba para el Servicio Secreto Nacional de la CIA, donde ocupaba el cargo de jefe de la división interna. A veces, se refería a su cargo como «jefe oculto». Humor de espías.

Tan complicada como la relación entre Estados Unidos y China resultaba la del extranjero y Jones. El extranjero trabajaba para Jones con carácter temporal, en ocasiones especiales y de forma absolutamente extraoficial. Teniendo en cuenta solamente algunas pequeñas muestras de las interacciones de aquellos dos hombres, se podría llegar a la conclusión de que Jones consideraba al extranjero como una taza de café desechable, mientras que este último confiaba en Jones lo mismo que un consumidor sensato confía en los publirreportajes que se emiten de madrugada.

Pero lo cierto era que se necesitaban el uno al otro tanto como su nación necesitaba de sus servicios. Y ambos habían llegado a depender del otro por sus singulares destrezas, c

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