París para uno y otras historias

Jojo Moyes

Fragmento

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1

Nell desliza su bolso por el banco de plástico de la estación y mira el reloj de la pared por octogésima novena vez. Sus ojos vuelven rápidamente a las puertas de seguridad que se abren. Otra familia —rumbo a Eurodisney claramente— entra en la zona de salidas, con un carrito de bebé, niños gritando y unos padres que están despiertos desde hace demasiado tiempo.

El corazón lleva media hora latiéndole a golpes, y nota una sensación de malestar en la parte alta del pecho.

—Vendrá. Seguro que viene. Aún puede llegar —murmura entre dientes.

«El tren 9051 con destino a París saldrá del andén 2 en diez minutos. Por favor, diríjanse al andén. No se olviden de llevar su equipaje consigo».

Se muerde el labio y vuelve a enviarle un mensaje; ya van cinco.

¿Dónde estás? El tren está a punto de salir.

Le escribió dos veces mientras salía, para asegurarse de que seguían quedando en la estación. Al no recibir respuesta, se dijo que era porque iba en el metro. O tal vez era él quien estaba en el metro. Le mandó un tercer mensaje. Y otro. Y entonces, cuando está ya de pie, el teléfono vibra en su mano y casi se dobla de alivio.

Lo siento, nena. Estoy liado en el curro. No voy a poder llegar.

Como si hubieran quedado para tomar una copa. Se queda mirando el teléfono, incrédula.

¿Que no llegas a coger este tren? ¿Te espero?

Y unos segundos después, la respuesta:

No, ve tú. Intentaré coger un tren más tarde.

Está demasiado consternada para enfadarse. Se queda quieta mientras la gente a su alrededor va levantándose y poniéndose el abrigo, y vuelve a escribir apretando los botones con fuerza:

Pero ¿dónde nos encontramos?

No contesta. Estoy liado en el curro. Es una tienda de surf y submarinismo. En noviembre. ¿Qué lío puede tener?

Mira a su alrededor, como si todo fuera una broma. Como si, incluso ahora, él fuera a aparecer por la puerta con su sonrisa ancha, diciéndole que le estaba tomando el pelo (tal vez le gusta demasiado hacerlo). La cogería del brazo, la besaría en la mejilla con sus labios helados por el viento y le diría algo como: «¿No creerías que me iba a perder esto, no? ¿Tu primer viaje a París?».

Pero las puertas siguen bien cerradas.

—¿Señora? Tiene usted que dirigirse al andén. —El revisor del Eurostar hace ademán de coger su billete. Y, por un instante, ella duda —¿vendrá?—, y al instante se ve rodeada por la multitud, con su maletita de ruedas arrastrando detrás. Se detiene y escribe:

Pues nos vemos en el hotel.

Baja por las escaleras mecánicas mientras el tren entra rugiendo en la estación.

—¿Qué quieres decir con que no vienes? Llevamos siglos planeando esto.

Es el Viaje Anual de Chicas a Brighton. Llevan seis años yendo el primer fin de semana de noviembre —Nell, Magda, Trish y Sue— embutidas en el viejo cuatro por cuatro de Sue o en el coche de empresa de Magda. Se escapan de sus vidas durante dos noches de copas, tíos de despedidas de soltero y recuperación de la resaca con desayunos completos en Brightsea Lodge, un hotel cutre con la fachada agrietada y deslavada, y un interior que huele a décadas de bebida y loción de afeitado barata.

El viaje anual ha sobrevivido a dos bebés, un divorcio y un caso de herpes (al final pasaron la primera noche de fiesta en la habitación de Magda). Nadie se lo ha perdido nunca.

—Es que Pete me ha invitado a París.

—¿Que Pete te va a llevar a París? —Magda la miró como si le hubiera anunciado que estaba aprendiendo ruso—. ¿Pete Pete?

—Dice que no se puede creer que nunca haya estado.

—Yo estuve en París una vez, con el colegio. Me perdí en el Louvre, y alguien me metió una de las deportivas en el retrete del albergue juvenil —comentó Trish.

—Yo me enrollé con un francés porque se parecía al tío ese que sale con Halle Berry. Al final resultó que era alemán.

—¿Pete-el-del-pelito? ¿Tu Pete? No estoy intentando ser mala. Es que creía que era un poco...

—Pringado —dijo Sue apoyando.

—Capullo.

—Imbécil.

—Está claro que nos equivocamos. Resulta que es el tipo de tío que se lleva a Nell a pasar fines de semana románticos en París. Lo cual es..., pues eso. Genial. Pero me habría gustado que no fuera en el mismo puente que nuestro puente.

—Bueno, una vez que conseguimos los billetes..., resultó difícil... —murmuró Nell agitando la mano, esperando que nadie preguntara quién de los dos los había comprado. (Era el último puente que quedaba antes de Navidad en que se aplicaba el descuento).

Había planeado el viaje con el mismo cuidado con que organizaba el papeleo de la oficina. Había buscado en internet los mejores sitios que visitar, había rastreado TripAdvisor buscando los mejores hoteles baratos, los había comprobado todos en Google y había ido metiendo los resultados en una hoja de cálculo.

Se había decidido por un lugar detrás de la rue de Rivoli —«limpio, agradable, muy romántico»— y había reservado una «habitación doble ejecutiva» para dos noches. Se imaginaba hecha un ovillo con Pete en una cama de hotel francés, mirando la Torre Eiffel por la ventana, cogidos de la mano tomando croissants y café en una terraza. En realidad solo se basaba en películas; no tenía mucha idea de lo que se hace en París un fin de semana, aparte de lo evidente.

A sus veintiséis años, Nell Simmons nunca se había ido de fin de semana con un novio, a no ser que contara aquella vez que se fue de escalada con Andrew Dinsmore. Tuvo que dormir en su Mini, y despertó con tanto frío que se pasó seis horas sin poder mover el cuello.

A su madre, Lilian, le gustaba contarle a todo el que quisiera escuchar que Nell no era «una chica aventurera». Tampoco era «de las que viajan», «ni la clase de chica que pueda depender de su aspecto», y ahora, a veces, cuando pensaba que no la oía, «ya no es una chavala».

Era una de las cosas que tenía crecer en un pueblo: todo el mundo creía saber exactamente lo que eras. Nell era la sensata. La callada. La que investigaba minuciosamente cualquier plan y la persona de confianza para regarte las plantas, cuidarte a los niños y no fugarse con el marido de nadie.

No, madre. Lo que de verdad soy, pensaba Nell mientras imprimía los billetes de tren, los miraba y los metía en una carpeta con toda la información importante, es la clase de chica que se va a pasar el fin de semana a París.

Conforme se acercaba el gran día, empezó a disfrutar soltándolo en la conversación. «Tengo que comprobar si mi pasaporte no ha caducado», dijo cuando dejó a su madre después de la comida del domingo. Se compró ropa interior nueva, se depiló las piernas y se pintó las uñas de los pies de rojo vivo (normalmente prefería transparente).

«No olvidéis que me voy el viernes temprano», anunció en el trabajo. «Ya sabéis, a París».

«¡Oh, qué suerte tienes!», exclamaron las chicas de

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