Antes de que llegaras

Lisa Wingate

Fragmento

AntesLlegaras-3.xhtml

Preludio

Baltimore, Maryland

3 de agosto de 1939

Mi historia empieza una sofocante noche del mes de agosto, en un lugar que nunca veré. La habitación cobra vida solo en mi imaginación. Casi siempre que la evoco es grande. Las paredes son blancas y limpias, las sábanas tienen el apresto de una hoja seca. La suite privada tiene de todo y de la mejor calidad. Fuera, la brisa es perezosa y las chicharras palpitan en las copas de los árboles, sus escondites frondosos justo debajo de las ventanas. Las mosquiteras se comban hacia dentro mientras el ventilador traquetea en el techo, haciendo circular un aire húmedo que no tiene deseo alguno de moverse.

Entra el aroma de los pinos y los gritos de la mujer aumentan mientras las enfermeras la sujetan con fuerza a la cama. El sudor se le acumula en la piel y le baja por la cara, los brazos y las piernas. Si fuera consciente de ello, estaría horrorizada.

Es bonita. Un alma buena, frágil. No de las que desencadenarían de manera intencionada la serie de desgracias que van a sucederse a partir de este momento. En mis muchos días de vida he aprendido que la mayoría de las personas hacen lo que pueden. Su intención no es hacer daño a los demás. Cuando esto ocurre, no es más que una consecuencia del impulso de sobrevivir.

No es culpa suya todo lo que pasará después de un último y violento empujón. Ha dado a luz lo último que querría. Asoma un cuerpo mudo: una niña diminuta y rubia, bonita como una muñeca, pero azul e inmóvil.

La mujer no tiene manera de conocer el destino de su hija y, si lo hace, para mañana la medicación habrá convertido ese recuerdo en algo borroso. Deja de luchar y se rinde a un sueño narcótico, arrullada por las dosis de morfina y escopolamina que le administran para combatir el dolor.

Para ayudarla a olvidar. Y eso hará.

Mientras los médicos suturan y las enfermeras limpian los restos, intercambian comentarios compasivos.

—Es una pena cuando pasan estas cosas. Qué injusto cuando una criatura no llega viva a este mundo...

—Es difícil de entender a veces... por qué... cuando es un niño tan deseado...

Una mortaja cubre los ojos diminutos. Ojos que nunca verán.

La mujer oye, pero no entiende. Las palabras vienen y van. Es como si intentara atrapar la marea, que se le escapa entre los dedos agarrotados hasta que por fin se deja arrastrar por ella.

Un hombre espera muy cerca, quizá en el pasillo a la salida de la habitación. Su actitud es solemne, digna. No está acostumbrado a sentirse tan impotente. Hoy iba a convertirse en abuelo.

La maravillosa ilusión se ha transformado en angustia desgarradora.

—Señor, lo siento muchísimo —dice el médico al salir de la habitación—. No dude que hicimos todo lo humanamente posible por su hija y por salvar al bebé. Entiendo lo difícil que es esto. Por favor, transmita nuestro pésame al padre cuando consigan ponerse en contacto con él. Después de tantas decepciones, su familia debía de estar muy ilusionada.

—¿Podrá tener más hijos?

—No es aconsejable.

—Esto la matará. Y a su madre también, cuando lo sepa. Christine es nuestra única hija, ¿sabe usted? El correteo de unos piececitos... El principio de una nueva generación...

—Lo entiendo, señor.

—¿Qué riesgo habría si...?

—Podría morir. Y es muy poco probable que su hija lleve otro embarazo a término. Si lo intentara, los resultados podrían ser...

—Entiendo.

El médico apoya una mano en el hombre con el corazón roto para consolarlo, o al menos eso es lo que imagino. Sus miradas se encuentran.

El médico se vuelve para asegurarse de que las enfermeras no pueden oírle.

—Señor, ¿me permite una sugerencia? —dice con voz queda y seria—. Conozco a una mujer en Memphis...

AntesLlegaras-4.xhtml

1

Avery Stafford

Aiken, Carolina del Sur, época actual

Respiro hondo, me acerco al borde del asiento y me estiro la chaqueta mientras la limusina se detiene en el asfalto recalentado. A lo largo de la calle hay aparcadas furgonetas de televisión, lo que subraya la importancia de la en apariencia rutinaria reunión de esta mañana.

Pero hoy no habrá ningún momento dejado al azar. Estos últimos dos meses en Carolina del Sur han estado dedicados a garantizar que los matices son los indicados, a moldear los mensajes de manera que sugieran, pero nada más.

No habrá declaraciones definitivas.

Al menos no de momento.

Y, si de mí depende, no en mucho tiempo.

Me encantaría poder olvidarme de por qué he vuelto a casa, pero el simple hecho de que mi padre no esté leyendo sus notas ni revisando el informe de Leslie, su ultraeficiente jefa de prensa, me sirve de recordatorio ineludible. No hay forma de escapar del enemigo que viaja en silencio en el coche con nosotros. Está ahí, en el asiento trasero, agazapado detrás del traje sastre gris de mi padre que le queda ligeramente holgado a la altura de sus anchos hombros.

Papá mira por la ventana con la cabeza ladeada. Ha mandado a sus asistentes y a Leslie al otro coche.

—¿Te encuentras bien?

Sacudo un cabello rubio largo, mío, del asiento para que no se le pegue a los pantalones cuando salga. Si mi madre estuviera aquí, sacaría un cepillito quitapelusas, pero se ha quedado en casa preparándose para el segundo compromiso del día, una fotografía familiar navideña que hay que hacer con meses de antelación..., no sea que el pronóstico de papá empeore.

Él se endereza más en el asiento, levanta la cabeza. La electricidad estática le ha erizado un poco el pelo y quiero alisárselo, pero no lo hago. Sería saltarse el protocolo.

Si mi madre se implica íntimamente en microaspectos de nuestras vidas tales como quitar pelusas u organizar la fotografía navideña familiar en julio, mi padre es lo contrario. Es distante, una isla de masculinidad acérrima en una casa de mujeres. Sé que nos quiere mucho a mi madre, a mis dos hermanas y a mí, pero rara vez expresa ese sentimiento de viva voz. También sé que soy su favorita, pero también la que más lo desconcierta. Mi padre proviene de una época en que las mujeres iban a la universidad para encontrar marido. No sabe muy bien qué hacer con una hija de treinta años que fue la primera de su promoción en la Facultad de Derecho de Columbia y que ahora disfruta trabajando en el rudo ambiente de la oficina de un fiscal general.

Sea cual sea la razón —quizá porque los puestos de hija perfeccionista e hija cariñosa ya

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos