Así comienza

Rachel Abbott

Fragmento

II

Por fin estaba el coche en silencio. Stephanie había conseguido callar a Jason diciéndole que, si no dejaba de hablar, pararía y lo echaría del vehículo. Podría volver caminando a la comisaría. No era un silencio cómodo y Stephanie agarraba el volante con fuerza. Abrió la ventanilla una rendija para dejar salir un poco de aire caliente y respirar la húmeda brisa del mar y percibió un vago olor de las olas que chocaban contra las rocas de abajo.

«Tranquila», dijo una voz dentro de su cabeza. «No va a ser como la última vez».

—Entonces, ¿cree que es un caso de violencia doméstica, sargento? —preguntó Jason, interrumpiendo con su voz sus pensamientos—. Esta zona es un poco elegante para eso, ¿no? No se habrán peleado por dinero, eso seguro.

Jason se cruzó de brazos como si con eso quedara todo claro y Stephanie deseó preguntarle si había prestado algo de atención durante su formación. Odiaba tener que trabajar con agentes en prácticas, sobre todo cuando eran tan testarudos y estaban tan mal informados como este.

—Ha habido una llamada a emergencias y una mujer que pedía ayuda a gritos, eso es lo único que sé. Después, la llamada se cortó. La empresa de seguridad que controla la casa dice que es como un búnker, así que es poco probable que alguien haya podido entrar.

Stephanie sabía muy bien lo que eso quería decir. Quienquiera que fuera la persona de la que aquella mujer necesitaba salvarse era alguien a quien conocía.

—El coche patrulla de la empresa de seguridad está ya en el lugar de los hechos y su agente nos está esperando para que podamos entrar, de modo que pronto lo sabremos —añadió.

«Demasiado pronto». No estaba segura de querer saberlo.

La gravilla del sendero crujía bajo las ruedas y la luz brillante de la luna llena iluminó los arbustos que había a ambos lados del estrecho camino de entrada cuando las nubes se apartaron. Al girar la esquina vio un largo muro blanco delante de ellos de unos seis metros de alto con una enorme puerta doble de madera en el centro.

—¿Qué narices es este sitio? —preguntó Jason con voz apagada al ver algo tan inusual.

—Es el muro trasero de la casa.

—No hay ventanas. ¿Por qué iba alguien a construir una casa sin ventanas?

—Espera hasta que entres, Jason.

Por el rabillo del ojo vio que él giraba la cabeza hacia ella.

—Entonces, ¿conoce esta casa?

Stephanie asintió. No quería pensar en la última vez que la llamaron para que acudiera y esperaba y rezaba por que esta noche no se pareciera en nada a aquello. Pero un grito de ayuda no era nunca una buena señal y, a pesar de su belleza, esa casa le daba escalofríos.

Detuvo el coche junto a un vehículo con el emblema de una empresa de seguridad en el lateral. Un hombre joven y delgado con un grave problema de acné salió de él.

«Ay, Señor», pensó ella. «Dos niños por el precio de uno».

—Soy la sargento Stephanie King —se presentó ella—. ¿Tienes la llave?

El joven asintió.

—Yo soy Gary Salter, de la empresa de seguridad.

«Gracias por la obviedad».

—¿Has probado a llamar al timbre? —preguntó ella. Los ojos de Gary se movían nerviosos a izquierda y derecha.

—No sabía si debía hacerlo.

—Es probable que hayas tomado la decisión correcta —dijo Stephanie—. No sabemos qué está pasando ahí dentro y, estando solo, habrías sido vulnerable. Vuelve al coche, Gary. Hasta que sepamos qué pasa no podemos permitir que andes pisoteándolo todo.

Stephanie apretó el dedo con fuerza en el timbre e inclinó la cabeza para tratar de oír si se producía algún movimiento en el interior. Había un completo silencio. Probó suerte una vez más y, después, metió la llave en la cerradura y la giró.

Oyó que Gary salía del coche detrás de ella.

—Hay una alarma —advirtió—. El código es el 140329.

Stephanie asintió y abrió la puerta. El cajetín de la alarma estaba dentro del porche, pero la alarma no estaba conectada. Abrió la puerta interior y entró en la casa, con Jason siguiéndola inmediatamente después. El pasillo estaba oscuro y no se oía nada. Aquel silencio transmitía esa espesa calidad de las casas bien aisladas y, cuando habló, su voz resultó amortiguada, apagada.

Un fragmento de luz se filtraba por una puerta entreabierta que conducía a lo que Stephanie sabía que era la sala de estar principal de la casa. Con una mano en la pared para guiarse, avanzó unos centímetros mientras gritaba:

—¿Hola? ¡Policía!

Empujó la puerta doble del final del pasillo para abrirla del todo y, de repente, salieron de la oscuridad.

—¡Joder! —exclamó Jason y Stephanie supo exactamente a qué se refería. El impacto de la visión que tenía delante era exactamente igual de impresionante que cuando la había visto por última vez. Quizá no hubiese ventanas en la parte de la entrada del edificio, pero el otro muro del enorme salón de estar lo componía una sola lámina de vidrio. La luz de la luna se reflejaba sobre el mar negro que había más abajo y era como si la casa estuviese suspendida en alto sobre él.

—No hay tiempo para ponerse a admirar las vistas, muchacho. ¡Hola! —volvió a gritar—. Policía. ¿Hay alguien en casa? —No se oyó ni un ruido—. Venga, Jason, vamos a inspeccionar la casa.

Todo el enorme espacio en el que se encontraban era diáfano, con una cocina ultramoderna, una mesa de comedor para unas veinte personas y varios sofás. Justo entonces, la luna se ocultó tras una nube y Stephanie extendió la mano para encender las luces. No pasó nada.

—Mierda —murmuró—. Ve a por una linterna. Y rápido. Voy a bajar a los dormitorios. Ven a buscarme.

Jason se giró hacia la puerta y Stephanie se dirigió despacio hacia la escalera y se agarró a la suave barandilla de acero para apoyarse. La notó fría bajo sus dedos.

—¡Policía! —gritó—. Señor North..., ¿está ahí? —Notó la falta de confianza en su voz y maldijo los recuerdos que tenía de esa casa—. ¿Señor North? —gritó otra vez.

Aunque quien había llamado había sido una mujer, el único nombre que Stephanie tenía era el de North y, que ella supiera, no se había vuelto a casar.

De repente, la luna apareció de nuevo e hizo que su mirada se dirigiera hacia la fascinante visión de su reflejo sobre el agua oscura, pero volvió a mirar hacia las escaleras y se cambió la porra a la mano derecha. Se agarró con fuerza a la barandilla con la izquierda y bajó con cautela los escalones de cristal mientras gritaba a la vez.

Algo había pasado ahí. Lo notaba.

Sabía que los dormitorios estaban en esa planta y, en el otro extremo del pasillo, había una segunda escalera que llevaba al sótano. No quería tener que bajar de nuevo allí.

Oyó unos pasos detrás de ella y se g

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