Naranja de sangre

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

 

Primero, enciendes un cigarrillo, el humo se retuerce sobre sí mismo subiendo hacia el techo. Con la primera calada, se engancha al fondo de tu garganta, luego se va filtrando en tus pulmones y se cuela en tu torrente sanguíneo con un cosquilleo. Dejas el cigarro de nuevo en el cenicero antes de volverte para preparar el escenario. Arrodillándote sobre el respaldo del sofá, atas la cuerda a la estantería, mientras el humo te trepa por la cara y hace que te escuezan los ojos.

A continuación, envuelves la cuerda con un pañuelo de seda para suavizar el tacto y tiras de ella una vez, y otra, para cerciorarte de que está fija. Ya lo has hecho antes. Lo has ensayado y probado. Lo has medido a la perfección. Hasta aquí, no más. Sin llegar a caer. Solo queremos morir un poco.

La pantalla está preparada, el vídeo elegido, listo para dar al play.

Y el corte final, la naranja que has dispuesto en un plato. Coges el cuchillo, uno afilado, con mango de madera y filo de acero veteado, y lo hundes en la fruta. En dos, en cuatro. En ocho. El color naranja de la corteza, el blanco del albedo, la carne ensangrentada en los bordes, una paleta de colores de atardecer.

Son todas las texturas que necesitas. La punzada del humo en el aire, las siluetas bailando en la pantalla ante tus ojos. El suave tacto acolchado de la seda sobre la cuerda áspera. El latido de la sangre en tus oídos según te vas acercando, el dulce estallido cítrico sobre la lengua para traerte de vuelta, de allí hasta aquí, antes de llegar al punto sin retorno.

Siempre funciona. Sabes que estás a salvo, solo.

Tras la puerta cerrada, solo tú y la gloriosa cumbre que estás a punto de alcanzar.

A solo unos latidos de distancia.

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1

 

 

 

 

El cielo gris de octubre se cierne sobre mí y el maletín con ruedas pesa, pero aun así me siento agradecida mientras espero el autobús. El juicio ha terminado, despachado tras prosperar una petición de anulación basada en la falta de pruebas. Siempre es agradable meterle un tanto a la acusación, y mi cliente ha salido encantado. Y lo mejor de todo: es viernes. Fin de semana. El momento de estar en casa. Llevo tiempo planeándolo: esta noche será distinta. Una copa, dos a lo sumo, y me voy. Llega el autobús y emprendo el camino de vuelta cruzando el Támesis.

Al llegar al bufete, entro directamente en la sala de secretarios y espero a que adviertan mi presencia entre el ruido de los teléfonos y el zumbido de la fotocopiadora. Por fin, Mark alza la vista.

—Buenas tardes, Alison. Ha llamado el procurador[1]: están muy contentos de que se haya dado carpetazo a ese caso del robo.

—Gracias, Mark —digo—. Las pruebas de identificación eran una mierda. En fin, me alegro de que haya acabado.

—Buen resultado. No hay nada para el lunes, pero ha llegado esto para usted. —Señala un fino fajo de papeles sobre su escritorio, atado con cinta rosa. No resulta muy impresionante.

—Genial. Gracias. ¿De qué se trata?

—Un asesinato. Y lo lleva usted —responde Mark, y me entrega los documentos guiñándome un ojo—. Enhorabuena.

Se va de la sala antes de que pueda contestar. Me quedo de pie con los documentos en la mano, mientras secretarios y becarios pasan a mi lado con las prisas habituales de un viernes. Un asesinato. Voy a llevar mi primer caso de asesinato. La gran ilusión de mi carrera profesional.

—Alison. ¡Alison!

Hago un esfuerzo para centrarme en las voces.

—¿Te vienes a tomar algo? Nos vamos. —Sankar y Robert, ambos abogados treintañeros, llevan una colección de becarios tras su estela—. Hemos quedado con Patrick en el Dock.

Asimilo sus palabras.

—¿Patrick? ¿Qué Patrick? ¿Bryars?

—No, Saunders. Eddie acaba de terminar un caso con él y lo están celebrando. El del fraude, por fin ha acabado.

—Vale. Voy a guardar esto. Os veo allí. —Salgo de la sala, agarrando con fuerza el expediente del caso y con la cabeza agachada. Me arde el cuello y no quiero que nadie vea que estoy sonrojada.

Una vez a salvo en mi despacho, cierro la puerta y compruebo cómo tengo la cara. Me pinto los labios y atenúo el rubor con polvos. Las manos me tiemblan demasiado como para trazarme la raya de los ojos, pero me cepillo el pelo y vuelvo a echarme perfume; no es necesario llevar encima el hedor de las celdas.

Empujo los documentos hacia el fondo de la mesa y recoloco la foto enmarcada que se ha movido con los papeles. Una copa para celebrar que es viernes. Pero solo una.

Hoy va a salir según lo planeado.

 

 

Nuestro grupo llena la mitad del piso de abajo del bar, un garito cutre frecuentado por abogados criminalistas y sus secretarios. Al bajar las escaleras, Robert me hace un gesto con el vaso y me siento a su lado.

—¿Vino?

—Vino, claro. Pero solo una. Hoy quiero llegar pronto a casa.

Nadie dice nada. Patrick no me ha saludado. Está sentado al otro extremo de la mesa, enfrascado en una conversación con una de las becarias —la tal Alexia— con una copa de vino tinto en la mano. Distinguido, apuesto. Me obligo a apartar la mirada.

—Tienes buen aspecto, Alison. ¿Te has cortado el pelo? —Sankar está animado—. ¿No crees que tiene buen aspecto, Robert? ¿Y tú, Patrick? ¿Patrick? —Más énfasis. Patrick no le mira. Robert interrumpe su conversación con uno de los secretarios más novatos, asiente y alza su pinta en un brindis por mí.

—¡Bravo por el asesinato! Y lo llevas tú… Antes de que te des cuenta te hacen consejera de la reina[2]. ¿No te lo dije el año pasado, cuando te luciste en el Tribunal de Apelación?

—No nos emocionemos —contesto—. Pero gracias. Se te ve de buen humor. —Mi voz suena alegre. Me da igual que Patrick se haya dado cuenta de mi presencia o no.

—Es viernes y me voy una semana a Suffolk. Deberías probar lo de tomarte vacaciones alguna vez.

Sonrío asintiendo. Claro que debería. Una semana en la costa, tal vez. Por un instante me imagino saltando entre las olas como las alegres fotografías que se ven en cierto tipo de casas de veraneo. Luego comería fish and chips en la playa, bien abrigada del fresco viento de octubre del mar del Norte, antes de encender un fuego en la estufa de leña de mi casita perfectamente amueblada. En ese momento me acuerdo del montón de expedientes que tengo sobre mi escritorio. No es el momento.

Robert me sirve un poco más de vino. Me lo bebo. La conversación fluye a mi alrededor, Robert grita a Sankar, a Patrick y de nuevo a mí, una montaña rusa de chistes malos y risas. Más vino. Otra copa. Se unen más abogados y pasan un paquete de cigarrillos por la mesa. Salimos a fumar, otro, «no, no, déjame que compre, que siempre te estoy gorroneando», la búsqueda de cambio e ir tambaleándome al piso de arriba para comprarlos en la barra, y «no hay Marlboro Lights, solo Camel, pero ahora mismo qué más da, sí, un poco más de vino», y otra copa y otra, y chupitos de algo pegajoso y oscuro, y el bar y la conversación y las bromas dando vueltas cada vez más rápido a mi alrededor.

—Creí que habías dicho que te irías pronto. —Ahora céntrate. Tienes a Patrick delante de ti. Cuando le miro desde ciertos ángulos me recuerda a un Clive Owen canoso. Intento encontrarlos, inclinando la cabeza hacia un lado, hacia el otro.

—Dios, menudo pedo llevas.

Voy a coger su mano pero se aparta bruscamente, mirando a nuestro alrededor. Vuelvo a sentarme, quitándome el pelo de la cara. Se ha ido todo el mundo. ¿Cómo no me he dado cuenta?

—¿Dónde están todos?

—En la discoteca. Ese sitio, Swish. ¿Te apetece?

—Creía que estabas hablando con Alexia.

—Entonces sí que me viste al entrar. No estaba seguro…

—Eres tú el que me estaba ignorando. Ni siquiera me has mirado para saludarme. —Intento ocultar la indignación, sin éxito.

—Vale, no te sulfures. Le estaba dando algunos consejos profesionales.

—Seguro… —Demasiado tarde, se me escapan los celos. ¿Por qué siempre me hace esto?

 

 

Vamos andando hacia la discoteca. Intento agarrarle del brazo un par de veces, pero se aparta y, antes de llegar a la puerta, me empuja a un rincón oscuro entre dos edificios de oficinas y me coge de la mandíbula.

—No me pongas la mano encima ahí dentro.

—Nunca te pongo la mano encima.

—Y una mierda, Alison. La última vez que acabamos aquí no parabas de meterme mano. Era tan evidente… Solo intento protegerte.

—Más bien, protegerte a ti mismo. No quieres que te vean conmigo. Soy demasiado vieja… —No termino la frase.

—Si vas a ponerte así deberías irte a casa. Estoy tratando de proteger tu reputación. Todos tus compañeros están ahí dentro.

—Quieres montártelo con Alexia, solo quieres quitarme de en medio. —Perdida toda dignidad, los ojos se me llenan de lágrimas.

—Basta de numeritos. —Su boca está cerca de mi oreja y las palabras suenan suaves—. Como me montes un numerito, no vuelvo a hablarte más. Ahora, deja de fastidiarme.

Me empuja y desaparece por la esquina. Me tambaleo sobre los tacones, apoyando una mano contra la pared para mantenerme de pie. En vez del tacto áspero de cemento y ladrillo, noto una sustancia pegajosa bajo la palma de la mano. Recobrado el equilibrio, me la huelo y siento náuseas. Mierda. Algún bromista ha restregado mierda por toda la pared del callejón. El hedor me despeja más que toda la bronca que me ha soltado entre dientes Patrick.

¿Debería interpretarlo como una señal y marcharme? Ni de coña. No pienso abandonar a Patrick a su suerte en esta discoteca, con todas esas jovencitas hambrientas muriéndose por deslumbrar a uno de los procuradores más importantes de la ciudad. Me quito lo peor de la mierda restregando la mano contra un tramo limpio de pared y camino con aplomo hasta Swish, sonriendo al portero al pasar. Si me lavo las manos durante un buen rato conseguiré eliminar el olor. Nadie se enterará.

 

 

¿Tequila? Sí, tequila. Otro chupito. Y un tercero. La música suena de forma machacona. Bailo con Robert y Sankar, ahora con los secretarios, y ahora les demuestro a los becarios cómo se hace, sonriendo, cogiéndonos de las manos y dando vueltas, y de nuevo bailo sola, moviendo los brazos sobre la cabeza, otra vez con veinte años y ninguna preocupación. Otro chupito, un gin-tonic, mi cabeza gira hacia atrás con el ritmo mientras el pelo me cae alrededor de la cara.

Patrick está aquí, en alguna parte, pero me da igual porque no le busco, y desde luego no sé que está bailando muy pegadito a Alexia, con una sonrisa en la cara que debería ser solamente para mí. Yo también sé jugar a eso. Voy a la barra, contoneándome. Tengo un aspecto estupendo. La melena oscura artísticamente apartada de la cara, en bastante buena forma para rondar los cuarenta. Nada que envidiar a ninguna de las veinteañeras de la sala. Ni siquiera a Alexia. Especialmente no a Alexia. Ya verá Patrick, vaya si lo lamentará, lamentará tanto haberla cagado…

Empieza a sonar un tema nuevo, con más ritmo, y dos hombres me apartan a empujones para ir a la pista de baile. Me tambaleo y caigo, incapaz de detener la inercia. El móvil se me cae del bolsillo y golpea el suelo con fuerza. Doy contra una mujer que tiene una copa de vino tinto en la mano y este se derrama por todas partes, sobre su vestido amarillo y mis zapatos. Me mira asqueada y se vuelve. Tengo las rodillas caladas en un charco de alcohol y trato de recomponerme un poco antes de ponerme en pie.

—Levántate.

Alzo la vista, y la vuelvo a bajar.

—Déjame en paz.

—No en este estado. Vamos.

Es Patrick. Quiero llorar.

—Para de reírte de mí.

—No me estoy riendo de ti. Solo quiero que te levantes y salgas de aquí. Ya es suficiente por hoy.

—¿Por qué quieres ayudarme?

—Alguien tiene que hacerlo. Tus compañeros han encontrado una mesa y están bebiendo prosecco. No se darán cuenta de que nos vamos.

—¿Te vienes conmigo?

—Si vamos ya, sí. —Extiende la mano y me levanta—. Ahora, sal de aquí. Te veo fuera.

—Mi móvil… —Miro el suelo a mi alrededor.

—¿Qué pasa con él?

—Se me ha caído. —Lo encuentro debajo de una mesa junto al borde de la pista de baile. Tiene la pantalla rota y está pegajoso de cerveza. Lo limpio con mi falda y salgo arrastrándome de la discoteca.

 

 

Patrick no me toca de camino al bufete. No decimos nada ni hablamos de ello. Abro la puerta, tras acertar con el código de la alarma al tercer intento. Me sigue hasta mi despacho, entonces me arranca la ropa sin detenerse a besarme y me empuja contra la mesa, boca abajo. Me vuelvo hacia él y le miro.

—No deberíamos hacer esto.

—Es lo que dices siempre.

—Hablo en serio.

—Eso también lo dices siempre. —Se ríe, me acerca hacia él y me besa.

Aparto la cara pero él levanta la mano y me la agarra para que le mire. Por un instante, mi boca permanece rígida sobre sus labios, pero su olor, su sabor, me pueden.

Más fuerte. Más rápido. Mi cabeza golpea contra las carpetas sobre la mesa mientras Patrick me embiste por detrás, se detiene un momento, se mueve.

—No he dicho… —empiezo a balbucear, pero él se ríe y chista para que me calle. Con una mano me tira del pelo y con la otra me empuja contra la mesa, y mis palabras se convierten en un gemido, un grito ahogado. Sigue una y otra vez contra la mesa, y entonces las carpetas se caen y al hacerlo golpean el marco de fotos, que se va al suelo también y el cristal se rompe, y ya es demasiado pero no puedo decirle que pare y no quiero que lo haga, pero sí quiero, y sigue y sigue, no pares, no pares, para, que duele, no pares, hasta que gime y ya ha acabado, se endereza, se limpia y se incorpora.

—Tenemos que dejar de hacer esto, Patrick. —Me aparto de la mesa, me subo las bragas y las medias y me aliso con cuidado la falda hasta las rodillas. Él se está abrochando los pantalones, metiéndose la camisa. Intento abotonarme la blusa—. Me has arrancado un botón —digo, con los dedos temblando.

—Seguro que puedes coserlo.

—No puedo hacerlo ahora.

—Nadie se dará cuenta. No hay nadie aquí. Todo el mundo está durmiendo. Son casi las tres de la mañana.

Miro el suelo a mi alrededor hasta encontrar el botón. Meto los pies en los zapatos a presión, tropiezo contra la mesa. El despacho me da vueltas, tengo la cabeza nublada otra vez.

—Hablo en serio: esto se tiene que acabar. —Procuro no llorar.

—Como ya he mencionado, siempre dices eso. —Ni siquiera me mira mientras se pone la chaqueta.

—Se acabó. Ya no lo aguanto más. —Ahora ya sí que estoy llorando.

Se acerca y coge mi cara entre sus manos.

—Alison, estás borracha. Estás cansada. Sabes que no quieres que esto se acabe. Ni yo tampoco.

—Esta vez lo digo en serio. —Me aparto de él, tratando de parecer tajante.

—Ya veremos. —Se inclina hacia delante y me besa en la frente—. Me voy. Hablamos la semana que viene.

Se va antes de que pueda seguir discutiendo. Me desplomo sobre el sillón del rincón. Ojalá no me hubiera emborrachado tanto. Me limpio los mocos y las lágrimas de la cara con la manga de la chaqueta, hasta que mi cabeza se derrumba sobre mi hombro y pierdo la conciencia.

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2

 

 

 

 

Mami! ¡Mami! ¡Mami!

Mis ojos están cerrados, estoy calentita en la cama, y qué gusto que venga Matilda a despertarme.

—¡Mami! Te has dormido en el sillón. ¿Por qué estás dormida en el sillón?

Sillón. No cama. Sillón.

—Abre los ojos, mami. Dinos hola a papi y a mí.

Tampoco es un sueño. Abro un ojo, vuelvo a cerrarlo.

—Demasiada luz. Hay demasiada luz. Por favor, apagad la luz.

—No están encendidas, tonta. Es de día, mami.

Abro los ojos. Mi despacho, el lugar donde paso mi semana laboral, lleno de expedientes, documentación de jurisprudencia, restos de la noche anterior. Mi hija no debería estar aquí, delante de mí, con una mano apoyada sobre mi rodilla. Debería estar en su cama o sentada a la mesa de la cocina desayunando. Pero está aquí. Estiro la mano y cubro la suya antes de intentar recomponerme de algún modo.

Estoy hecha un ovillo a un lado del sillón, y, al incorporarme, noto que se me ha dormido el pie izquierdo. Muevo las piernas haciendo muecas de dolor a medida que la sangre va llegando de nuevo a mis extremidades. Pero eso no es lo que más duele. Las imágenes de anoche empiezan a estallar en mi cabeza. Veo la mesa por encima de la cabeza de Matilda, sombras de Patrick penetrándome a golpes cuando ella se inclina y me abraza. La rodeo con mis brazos e inhalo el olor de su cabeza. Logra calmar el martilleo de mi corazón, un poco. No hay nada de qué preocuparse. Me he quedado dormida en el despacho después de pasarme un poco bebiendo, nada más. Eso es todo lo que ocurrió. Además, he terminado con Patrick. Todo irá bien. Quizá.

Por fin reúno fuerza suficiente para mirar a Carl. Está apoyado en el marco de la puerta, con la desilusión impregnando cada una de sus facciones, y las líneas que van de la nariz a la boca especialmente pronunciadas. Lleva vaqueros y una sudadera con capucha, como es habitual, pero las canas y la severidad de su rostro hacen que parezca décadas mayor que yo.

Me aclaro la garganta, con la boca seca, buscando palabras para hacer que todo esto se esfume.

—Volví de la discoteca a recoger el expediente de un caso nuevo, me senté un poquito y de repente…

Carl no sonríe.

—Eso pensé.

—Lo siento. De veras quería llegar a casa antes.

—Venga, ya sé cómo eres. Pero esta vez confiaba en que te comportaras como una adulta.

—Lo siento, no quería…

—Esperaba que estuvieras aquí, así que hemos venido a buscarte y llevarte a casa.

Matilda empieza a pasearse por el despacho. Antes de darme cuenta de lo que ocurre, se mete debajo de la mesa. Un grito repentino y sale corriendo, directa hacia mí.

—Mami, mira, mami… Mi mano, mi mano, duele, duele… —Los sollozos ahogan sus palabras. Carl me aparta de un empujón, coge su mano para secarla con un pañuelo de papel y me lo enseña. Está manchado de sangre.

—¿Por qué hay cristales rotos en el suelo? —Su voz suena tensa, incluso mientras tranquiliza a Matilda.

Levantándome despacio, me agacho debajo de la mesa y saco el marco que se cayó anoche. Matilda me sonríe en la foto bajo las esquirlas de vidrio.

—Mi foto estaba en el suelo. ¿Por qué estaba en el suelo? —Sus sollozos son aún más fuertes.

—Debí de darle un golpe sin querer. Lo siento mucho, cariño.

—Deberías tener más cuidado. —Carl está enfadado.

—No sabía que ibais a venir.

Carl menea la cabeza.

—Debería poder traer a Matilda a tu despacho. —Hace una pausa—. Y ni siquiera esa es la cuestión. No debería tener que traerla a tu despacho. Anoche deberías haber venido a casa. Como una buena madre.

No hay nada que pueda decir. Recojo el resto de los cristales y los envuelvo en un periódico viejo antes de tirarlos a la papelera. La foto de Matilda está intacta y la saco del marco, apoyándola sobre una esquina del ordenador. Me meto la camisa por dentro de la falda. Carl me mira furioso, con el ceño fruncido, y entonces su rabia se convierte en una expresión de profunda tristeza. Siento un nudo en la garganta, una sensación punzante de culpa y remordimiento lo suficientemente poderosa para anular el gusto ácido de la resaca.

—Lo siento. No lo he hecho a propósito. —Se queda callado, con el cansancio grabado en la cara—. Pareces cansado. Lo siento mucho, Carl.

—Es que estoy agotado. De esperarte despierto hasta tan tarde. Debería haberlo imaginado y no haberme molestado en esperar que volvieras a casa.

—Deberías haberme llamado.

—Lo hice. No lo cogías.

Herida por su tono de voz, saco mi teléfono del bolso. Doce llamadas perdidas. Quince mensajes de texto. Los elimino. Demasiadas cosas, demasiado tarde.

—Lo siento, no volverá a pasar.

Respira hondo.

—No discutamos delante de Tilly. Ahora estás aquí. Y estamos todos juntos. —Se acerca, me pone una mano sobre el hombro y, por un segundo, pongo la mía sobre la suya. Entonces la aprieta y me zarandea—. Es hora de irnos a casa.

En ese momento ve mi teléfono. Lo coge y se queda mirando la raja.

—¿En serio, Alison? Te lo arreglaron hace unos meses. —Suspira—. Bueno, tendré que llevártelo a arreglar otra vez.

Sin discutir, le sigo sumisamente hasta salir del edificio.

 

 

El trayecto hasta Archway se hace rápido entre coches y autobuses que avanzan uno tras otro por las calles vacías. Apoyo la cabeza contra la ventanilla, contemplando las ruinas de la noche anterior. Envoltorios de hamburguesa, botellas y aquí y allá pequeños vehículos de limpieza urbana avanzando con dificultades, con sus cepillos girando mientras borran los rastros de la noche del viernes.

Gray’s Inn Road. Verjas de hierro fundido impidiendo ver la enorme pradera al otro lado. Rosebery Avenue, Sadler’s Wells: empiezan a venirme a la mente libros que leí hace mucho. No Castanets at the Wells, Veronica at the Wells. ¿Cómo se llamaba el otro? Ah, sí. Masquerade at the Wells. Lo sé todo sobre eso: las máscaras, las duplicidades… Aprieto las manos hasta que mis nudillos se vuelven blanquecinos. Intento no pensar en cómo iría el resto de la noche para Patrick. ¿Me creyó cuando le dije que habíamos terminado? ¿Se fue a casa o volvió a salir, a buscar a mi sustituta? Carl aparta una mano del volante y la pone sobre la mía.

—Pareces tensa. No tardaremos en llegar a casa.

—Es que lo siento tanto, Carl… Y estoy cansada. Todos lo estamos, lo sé.

Aparto la cara un poco más de él, mirando siempre por la ventanilla, tratando de ahuyentar el sentimiento de culpa. Ya hemos pasado Angel, y vamos por Upper Street con sus restaurantes que comienzan bien y acaban mal con un pub de la cadena Wetherspoon, en Highbury Corner. Veo el rastro de cestas de flores colgadas que se va perdiendo por Holloway Road, pisos de estudiantes sobre restaurantes indios y la curiosa hilera de tiendas de ropa de látex para gustos que Patrick probablemente comparta.

—¿Fue bien el juicio? —dice Carl, rompiendo el silencio mientras empezamos a subir la cuesta hacia casa. Su tono de voz, más amigable que antes, me coge por sorpresa. Tal vez ya no esté enfadado.

—¿El juicio?

—Ese con el que has estado esta semana, el del robo.

—El juez admitió una petición de anulación del juicio… —Mis palabras suenan muy lejanas, como si llegaran a través de metros y metros de agua. Siento la cabeza pesada y flotando.

—Entonces, ¿tienes libre la semana que viene? Estaría bien que pasaras algo de tiempo con Tilly.

Ya no estoy bajo el agua. De repente me han sacado a la superficie, y estoy farfullando e intentando respirar. Carl sigue enfadado.

—¿Qué quieres decir?

—Últimamente has estado muy ocupada.

—Sabes lo importante que es esto para mí. Para nosotros. Por favor, no me metas caña.

—No te estoy metiendo caña, Alison. Simplemente he dicho que estaría bien. Nada más.

El tráfico se ralentiza en lo alto de Holloway, antes de girar hacia Archway. Hacia casa. Allí donde reside tu corazoncito. Me llevo la mano al bolsillo para cerciorarme de que el móvil sigue ahí, y tengo que contenerme para no mirar si Patrick me ha escrito. Bajo del coche y me vuelvo hacia Matilda con una sonrisa decidida en la cara. Me coge de la mano y entramos en casa.

 

 

Me meto bajo la ducha para quitarme del cuerpo cualquier rastro de Patrick. Trato de no pensar en mi cabeza aplastada contra la mesa, su insistencia sobre mí, la fuerza con la que hacía que se me clavaran los duros bordes en todas mis partes blandas. Me como el sándwich de beicon que Carl me ha dejado enfriándose en la encimera de la cocina, concentrándome en los sonidos de Matilda jugando en el jardín, dando patadas a las hojas y corriendo por la hierba, alejándose y acercándose, una y otra vez, como el fort, da freudiano. Es un péndulo tintineando entre esta realidad y la otra, que sigue sin escribirme un mensaje, por mucho que me diga que deje de mirar el teléfono. Empiezo a abrir la carpeta del caso de asesinato y la cierro. La tentación de esconderme en el expediente del caso resulta casi irresistible, retirarme entre la declaración y el sumario, en lugar de afrontar la realidad de mi vida y el caos que creo constantemente, mis formas de perturbar a Carl y a Tilly. Sin embargo, sé que si me pongo a trabajar ahora solo empeoraría las cosas. Lo haré más tarde.

Vienen amigos a comer, cocina Carl. Hará lo mejorcito para estos amigos que conoce desde la universidad. La pierna de cordero chisporrotea en el horno desprendiendo en el ambiente un penetrante aroma a romero. La cocina brilla de limpio, como un marco que aguarda su foto. Carl ya ha puesto la mesa, con las servilletas tiesas dobladas sobre los platos entre cuchillos y tenedores. La pizarra del rincón está borrada: ya no es una letanía de clases de natación, compras y horarios de las reuniones del grupo de Carl. Ahora solo dice: «¡Me encanta el fin de semana!», con la cuidada letra de Matilda y un dibujo con dos figuras de palotes cogidas de la mano, una alta y otra bajita.

Los laterales de la cocina están despejados, las puertas de los armarios cerradas, un despliegue de superficies en blanco que contrastan conmigo. Intento colocar bien un ramo de azucenas blancas que Carl ha puesto en un jarrón, pero al hacerlo la mesa se llena de gruesas manchas de polen amarillo. Las limpio con la mano y me aparto rápidamente.

Voy al jardín con Matilda, admiro la tela de araña que cubre el arbusto de grosellas negras y el conjunto de ramitas en el acebo que sin duda es un nido, «mami, tú lo ves. ¿Crees que es la casa de un petirrojo?». Quizá.

—Tendremos que comprar comida, mami. Para que la mamá petirrojo dé de comer a sus hijitos.

—Muy bien, cariño. Compraremos unos cacahuetes.

—Cacahuetes, no. Nos lo han contado en el colegio. A los pájaros les gustan las bolas de grasa con cosas pegadas.

—Eso suena un poco asqueroso. ¿Qué cosas?

—No sé, semillas, o gusanos…

—Se lo preguntaremos a papá, cariño. Puede que él lo sepa. O podemos buscarlo.

Carl nos llama. Han llegado los invitados y va a sacar el cordero del horno. Me quedo admirándolo y voy a la nevera a por las bebidas, mientras los dos nos metemos en los papeles que representamos cada vez que vienen Dave y Louisa. Comemos juntos los fines de semana desde antes de que nacieran las niñas, días en los que atardece mientras nos quedamos charlando de sobremesa bebiendo una copa tras otra, empachados de la cocina de Carl. Le doy un vaso de zumo a Flora, su hija, y descorcho el vino.

—Dave tiene que conducir, pero yo tomaré un poco. —Louisa extiende la mano para coger la copa que acabo de servir.

—¿Tú vas a beber, Alison? —Carl sirve patatas fritas en un cuenco, después de cubrir el cordero con papel de aluminio.

—Sí, por qué no. Es sábado.

—Nada, pensé que…, después de anoche… —No hace falta que termine la frase.

—¿Anoche qué?

—Que a lo mejor ya bebiste suficiente. Da igual, solo se me ha ocurrido. No te preocupes.

—No lo hago. —Me sirvo más de lo que pretendía, derramando sauvignon blanc a los lados de la copa. Louisa ladea la cabeza, intrigada.

—¿Qué pasó anoche?

La miro a la cara, esperando que el retintín en su tono solo sea fruto de mi imaginación.

—Nada, era viernes, ya sabes…

—¡Mami estaba tan cansada que se quedó dormida en el sillón de su despacho! Esta mañana hemos tenido que ir a buscarla. Papi ha dicho que tenemos que cuidar de ella —salta Matilda. Me cubro la cara con las manos, frotándome los ojos.

—¿Que mami se durmió en su despacho? Debía de estar muy cansada. ¿Por qué Flora y tú no cogéis estas patatas? Sé que ella tiene hambre —dice Louisa, deslizando un cuenco de patatas hacia Matilda y acompañando a las niñas hasta la puerta.

Sí, cansada, eso es todo. Hasta el tuétano.

 

 

—Vaya, ¿por fin te han dado un asesinato? Qué buena noticia. Debes de haberle hecho un pedazo de favor a ese secretario del bufete para conseguirlo. —Dave sonríe con suficiencia.

—Lo ha conseguido todo a base de trabajo duro, Dave. Estoy segura de que se lo merece. —Louisa le fulmina con la mirada, levantando su copa hacia mí.

—¿De qué se trata? ¿Hay mucha sangre y vísceras? Venga, cuéntanos los detalles jugosos…

—Dave, delante de las niñas, no… —señala Louisa.

—Para ser sincera, no he tenido tiempo de leerlo detalladamente. Mañana me pondré con ello, a ver de qué va. —Levanto mi copa hacia Louisa y me bebo el contenido.

—Pensé que mañana podíamos salir por ahí —comenta Carl, con gesto abatido—. Tilly, ¿no dijimos que iríamos de excursión?

—Sí, quiero ir a ese castillo, el que tiene un laberinto. Me prometiste que iríamos todos, papi. —Matilda saca el labio inferior viendo cómo se esfuma el plan.

—¿Por qué no me preguntas si tengo cosas que…? —Me trago las palabras. Siempre puedo trabajar cuando volvamos a casa, una vez se acueste la niña. Será divertido. Se pondrá a corretear por el laberinto y yo la seguiré, a la derecha, a la izquierda, a la derecha, hasta que nos perdamos y empecemos a pedir ayuda a gritos, partiéndonos de risa—. ¡Claro que iremos al castillo, cariño! —Cuanto más juguemos a la familia feliz, más lo seremos.

 

 

El trabajo de Dave. El trabajo de Lou. Los pacientes de la consulta de Carl: nada de nombres, solamente algún detalle difuso sobre sus nuevas reuniones semanales de grupo para hombres adictos al sexo que despiertan las risas nerviosas de Dave y Louisa. Yo escucho a medias, ya trato con suficientes casos sexuales en el trabajo como para que me interese tanto. De mi asesinato no se habla más. Con la copa cogida por el tallo, me bebo un vino, luego otro, con la esperanza de ahogar las voces angustiadas que me susurran al oído acerca del juicio y cuánto tiempo me llevará prepararlo.

—¿Nos hacemos un karaoke? —digo.

—Vamos a comer un poco de queso. He traído oporto. —Carl, el anfitrión por excelencia. Lleva la casa mejor de lo que yo jamás podría soñar hacerlo.

—¿Brie? —ofrezco mientras corto un buen trozo.

—Alison, mira lo que has hecho. Has cortado la punta —exclama Carl.

Observo el brie y el trozo en mi cuchillo. Se me cierra la garganta y vuelvo a dejarlo sobre la tabla, juntando los trozos de queso. Oigo el suspiro de Carl, pero estoy demasiado cansada para pensar en ello.

—En serio, ¿hacemos un karaoke? Seguro que me anima. Yo voy a hacer de Adele.

—No nos podemos ir muy tarde. ¿Y no es un poco pronto para un karaoke? —dice Dave.

—Dios, siempre tan sensatos. Pues nada, jugaré sola.

—No te enfades, son casi las siete. Llevamos horas aquí —comenta Louisa.

¿Casi las siete? Sí que es tarde. Se me ha vuelto a ir el santo al cielo. No recuerdo ni la mitad de la conversación que hemos mantenido. Me levanto de la silla y apuro el contenido de la copa. Al inclinarla se derraman dos gotas rojas de las comisuras de mis labios y caen serpenteando sobre mi camiseta blanca. Dejo la copa de golpe y voy tambaleándome hacia la puerta.

—Pues yo voy a hacerme un karaoke. Sed aburridos si queréis. Es fin de semana, joder.

Estoy en plena forma. Las niñas me miran con los ojos como platos mientras acierto todas las notas altas de Wuthering Heights. Están fascinadas. A mí seguro que Heathcliff me dejaría entrar. Me regodeo con Adele, le hago un guiño al pequeño Corvette rojo de Prince, y finalmente voy a por mi cumbre musical, There is a Light That Never Goes Out. Alguien dijo que sueno fantasmagórica cuando la canto, y siempre ha sido mi mejor número. Para mí no hay My Way que valga, así es como yo acabo, deslumbrando al mismísimo Morrissey. Quizá. Mantengo la última nota todo lo que puedo y vuelvo a derrumbarme en el sofá, exhausta. Estoy tan convencida de que Carl, David y Louisa me escuchan entusiasmados y admirados, que casi me sorprende no recibir una ronda de aplausos.

—… cómo lo aguantas. —La voz de Louisa resuena nítida al acabar mi canción. Y alguien le hace callar. ¿Están hablando de mí? No he estado tan mal… Me hundo en el cuero color crema del sofá y cierro los ojos. Se oye un portazo y me sobresalta, pero al segundo siguiente vuelvo a dejarme caer sobre los cojines, con los ojos bien cerrados.

 

 

Poco después me despierto asustada. No se oye nada en casa. Voy a la cocina, empiezo a retirar el resto de los platos y vasos sucios de la mesa y los dejo en el fregadero. Carl ha utilizado la cristalería buena, la que pesa y parece sólida pero que se rompe con solo mirarla. Llevo una tanda y luego vuelvo a por otra.

Me siento un poco confusa por el modo en que ha acabado la tarde; estaba segura de que todos querrían unirse. Algo en el fondo de mi mente me hace temer que la he liado; mi cabeza está nublada por la bebida, y mi juicio descentrado. Ya no es como antes. Al pasar por la puerta de la cocina con las copas en la mano veo el grabado de Temple Church colgado en el pasillo: Carl me lo regaló cuando me saqué la licencia y me encantó el detalle. Debería ser más delicada con él. Desde que le despidieron no ha recuperado la confianza, a pesar de que el curso de psicoterapeuta le vino muy bien, y la consulta a tiempo parcial funciona de maravilla. Pero nunca aspiró a ser un amo de casa.

—No las cojas así. Ya te lo he advertido —dice Carl. Casi se me cae una copa del susto. Tintinean unas contra otras.

—Solo intentaba ayudar.

—Déjalo. Vete a sentar. No soporto cuando rompes algo.

De nada sirve discutir. Me quedo observándole a través del flequillo. Le palpita la vena de la sien y está sonrojado. Ese rubor le da un aire más juvenil, de repente, y veo al chico que fue, con su cabello oscuro y lacio, los ojos entornados sonriendo. La visión retrocede al igual que lo han hecho sus entradas y vuelvo a encontrarme con la realidad, un cuarentón cabreado de pelo ralo y cano, y una expresión impaciente. Sin embargo, el recuerdo no se esfuma del todo y permanece el chico sobreimpresionado sobre el hombre, desatando una pequeña ola de amor dentro de mí.

—Voy a leerle a Matilda.

—No quiero que la alteres.

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