33 cartas desde Montmartre

Nicolas Barreau

Fragmento

libro-5

1

EL MUNDO SIN TI

Justo me había sentado en mi escritorio para cumplir mi promesa y escribir por fin, por fin, a Hélène, cuando sonó el portero automático. Decidí ignorar el timbrazo, abrí muy despacio mi estilográfica y puse derecha la hoja de papel blanco. «Querida Hélène», escribí, y me quedé mirando desvalido las dos palabras que parecían igual de perdidas que yo en las últimas semanas y meses.

¿Qué se le escribe a una persona a la que se ama por encima de todo y que ha desaparecido de forma trágica? Ya entonces me había parecido descabellado hacerle esa promesa. Pero Hélène había insistido. Y como siempre que a mi mujer se le metía una idea en la cabeza, fue muy difícil argumentar algo en contra. Al final siempre se salía con la suya. Hélène era muy testaruda. Solo ante la muerte no logró mantenerse firme. La muerte fue aún más testaruda que ella.

Volvió a sonar el timbre, pero yo ya estaba muy lejos.

Sonreí con amargura y vi ante mí su rostro pálido, sus ojos verdes que cada día parecían más grandes en su cara consumida.

—Me gustaría que tras mi muerte me escribieras treinta y tres cartas —me dijo mirándome fijamente—. Una por cada año que he vivido, una carta, prométemelo, Julien.

—¿Y de qué va a servir? —repliqué—. Eso no va a devolverte a la vida.

Yo entonces estaba dominado por el miedo y el dolor. Pasaba día y noche sentado en su cama, sujetando su mano, y no quería ni podía imaginarme mi vida sin ella.

—¿Para qué voy a escribir esas cartas si no voy a recibir nunca una respuesta? No tiene ningún sentido —insistí en voz baja.

Ella hizo como si no hubiera oído mi argumento.

—Simplemente escríbeme. Cuéntame cómo es el mundo sin mí. Háblame de ti y de Arthur. —Sonrió, y a mí se me saltaron las lágrimas—. Tendrá sentido, créeme. Y estoy segura de que al final te llegará una respuesta. Además, yo, dondequiera que esté, leeré tus cartas y no os perderé de vista.

Negué con la cabeza y solté un sollozo.

—No voy a poder, Hélène, ¡sencillamente no voy a poder!

Y con eso no me refería solo a las treinta y tres cartas, sino a todo. A toda mi vida sin ella. Sin Hélène.

Ella me miró con ternura, y la compasión que vi en su mirada me partió el corazón.

—Pobre amor mío —dijo, y noté lo mucho que le costaba apretarme la mano para darme ánimos—. Tienes que ser fuerte. Tienes que ocuparte de Arthur. Él te necesita. —Y luego añadió algo que ya había repetido muchas veces tras el desolador diagnóstico, algo que a ella le daba fuerzas para enfrentarse al final con serenidad, pero a mí no—: Todos tenemos que morir, Julien. Es algo normal y forma parte de la vida. Solo que a mí me toca antes. No es que eso me haga especialmente feliz, puedes creerme, pero es así. —Encogió los hombros con gesto desvalido—. Ven, dame un beso.

Yo le aparté un rizo cobrizo de la frente y le besé los labios con suavidad. Se había vuelto muy frágil en los últimos meses de su corta vida, y cada vez que la abrazaba tenía miedo de que se rompiera, aunque ya estaba todo roto. Menos su valor, que era mucho más fuerte que el mío.

—Prométemelo —repitió, y vi un pequeño brillo en sus ojos—. Me apuesto lo que sea a que cuando hayas escrito la última carta tu vida cambiará a mejor.

—Me temo que vas a perder la apuesta.

—Espero que no. —Una sonrisa cómplice iluminó brevemente su cara y le temblaron los párpados—. Y entonces quiero que me lleves un ramo de rosas gigante, el más grande de todo ese maldito cementerio de Montmartre.

Así era Hélène. Incluso en los peores momentos te hacía reír. Yo lloraba y reía al mismo tiempo, mientras ella me tendía su mano enjuta y yo se la cogía y le daba mi palabra.

La palabra de un escritor. En realidad, ella no había dicho cuándo debía escribirle esas cartas. Y octubre había dado paso a noviembre y noviembre a diciembre. Los meses se fueron sucediendo con tristeza, las estaciones fueron cambiando, pero a mí me daba igual. Para mí no existía el sol, vivía en un agujero negro en el que las palabras habían desaparecido. Entretanto estábamos en marzo y yo no había escrito ni una sola carta. Ni una.

No es que no lo hubiera intentado. Quería cumplir mi promesa, al fin y al cabo había sido el último deseo de Hélène. Mi papelera estaba llena de papeles arrugados llenos de frases que ni siquiera había podido terminar. Frases como:

Mi queridísima Hélène: Desde que no estás no existe para mí…

Mi amada: Estoy tan cansado de tanto dolor y me pregunto cada vez más si en realidad la vida…

Querida: Ayer me encontré la pequeña bola de nieve que compramos en Venecia. Estaba al fondo del cajón de tu mesilla, y me acordé de cómo los dos…

Cariño, lo que más amo en el mundo: Te echo de menos cada día, cada hora, cada minuto, realmente no sabes…

Querida Hélène: Arthur dijo ayer que no quería tener un papá tan triste y que tú debías de estar ahora muy bien entre los ángeles…

Hélène: ‘Mayday’, ‘mayday’, esto es una llamada de socorro, me ahogo, vuelve, no puedo…

Mi ángel: Esta noche he soñado contigo y me ha sorprendido no encontrarte a mi lado por la mañana…

Querida y muy añorada amada mía: No pienses que he olvidado mi promesa, pero yo…

Pero no había llegado a plasmar en el papel nada más allá de estos pobres balbuceos. Estaba allí sentado, atenazado por la tristeza, y sencillamente me había quedado mudo. No había vuelto a escribir nada —y eso no es lo mejor que le puede pasar a un escritor—, y ese era también el motivo de que fuera tocaran a rebato.

Suspirando, dejé la pluma sobre la mesa, me puse de pie y me acerqué a la ventana. Abajo, en la Rue Jacob, había un hombre bajo, con una elegante gabardina azul oscuro, que evidentemente había decidido no apartar el dedo de mi timbre. Lo que yo me temía.

El hombre alzó la mirada hacia el húmedo cielo de primavera, en el que el viento hacía avanzar las nubes, y yo me apresuré a retirar la cabeza.

Era Jean-Pierre Favre, mi editor.

Desde que tengo uso de razón me he movido en el mundo de las palabras bonitas. Primero trabajé como periodista, luego como guionista. Hasta que por fin escribí mi primera novela. Una comedia romántica con la que acerté de pleno y que, para sorpresa de todos, se convirtió en un best seller. Siempre se ha dicho que París es la ciudad del amor, pero este no es necesariamente el tema que buscan los editores parisinos. Me rechazaron la obra una y otra vez o ni siquiera me contestaron. Pero un día me llamaron de una pequeña editorial que tenía su sede en la Rue de Seine. Mientras sus colegas solo buscaban temas literarios elevados e intelectuales, Jean-Pierre Favre, editor de Éditions Garamond, se había enamorado de mi divertido manuscrito lleno de enredos tragicómicos rebosantes de romanticismo.

—Tengo sesenta y tres años y cada vez hay menos cosas que me hagan reír —comentó la primera vez que nos vimos en el Café de Flore—. Su libro, monsieur Azoulay, me ha hecho reír, y eso es más de lo que se puede decir de la mayoría de los libros hoy en día. En cualquier caso, con la edad se ríe uno cad

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