Todo lo demás era silencio

Manuel de Lorenzo

Fragmento

TodoSilencio-4.xhtml

UNO

A pesar de todo, Lucía todavía dormía. Faltaban veinte minutos para las siete de la mañana y la séptima planta estaba en calma. La tarde anterior, al descubrir algunos vasos desechables en la papelera de la habitación, una enfermera un tanto indiscreta había comentado que el mejor café era el que servían en el bar de la calle de atrás, un local de aspecto ruinoso que cerraba a medianoche y abría a primera hora, alrededor de las seis y media. Después de una noche tan larga, aquel era un buen momento para dar un paseo, fumar un cigarro y desayunar.

Julián no era fumador, pero a menudo fumaba. Creía que el tabaco le servía para aliviar el estrés. En realidad, lo irritaba. Esperando a que abriese el bar dio una vuelta alrededor del hospital y se detuvo frente a la puerta principal. Le llamó la atención lo tranquila y silenciosa que estaba la calle. Demasiado incluso para un sábado de madrugada. Era una calle incómoda. Fría. De formas torpes y exageradas. La acompañaba una inevitable sensación de soledad y tristeza. Julián se alegró de vivir lejos de allí y se ensimismó unos segundos lamentando no estar en su apartamento. Pensó en el color de los geranios de su balcón y extrañó brevemente a Lucía. Extrajo del bolsillo la cajetilla de tabaco y volvió a fumar.

Mientras aguardaba, se convenció a sí mismo de que había algo conmovedor en la imagen de un fumador solitario paseando de noche frente a la puerta de un hospital. Resultaba imposible no tratar de imaginar su historia. Debía de llevar ya un rato allí dentro porque había necesitado salir. Por la misma razón, no esperaba marcharse pronto. La vida real parece un lugar remoto desde un sitio así a las siete menos cuarto de la mañana. Algunas noches sólo existe esa puerta y el humo del cigarro desvaneciéndose en la oscuridad. A Julián, en el fondo, no le disgustaba la escena. Agradecía aquel vacío. A veces, por alguna razón, hallaba cierto consuelo en sentirse desdichado.

El bar abrió a las siete y diez, al despuntar el día. Tras los tejados, en una esquina del cielo, se adivinaba una claridad limpia y perfecta. La clase de claridad intachable de las primeras mañanas de agosto. Julián conversó distraído con el dueño mientras este levantaba la reja y colocaba en la calle algunas mesas y sillas de plástico verde. Horas más tarde, aburrido en la habitación de Lucía, recordaría algunas de las vaguedades que salpicaron la conversación y cómo el sol naranja del amanecer se reflejaba en las viejas gafas del dueño, impidiendo que se le viesen los ojos. Pidió un cortado, introdujo algunas monedas en el teléfono y realizó una llamada:

—Santi, soy yo. Disculpa por la hora, supuse que ya estarías despierto.

La conversación duró un par de cafés. Julián comentó lo bien que había pasado la noche Lucía y agradeció que le hubiesen dado el alta la tarde anterior a su compañera de habitación.

—Eso es fantástico —comentó Santiago—. Con un poco de suerte ya se queda sola hasta el lunes.

Santiago todavía no había podido visitar a su cuñada y sospechaba que Julián maquillaba su estado de salud para no preocuparlo en exceso. No era cierto. Hacia el final de la conversación, y con sorprendente precisión técnica, los dos hermanos charlaron sobre las pruebas médicas que le habían realizado a Lucía. Julián, motivado por su habitual aprensión, describía el procedimiento de cada una de ellas con particular exactitud. Ninguno de los dos sabía con qué finalidad concreta se realizaban ni sería capaz de interpretar los resultados; no obstante, fingían lo contrario. Les agradó comprobar que ambos habían escogido el pronóstico más optimista.

Desde el bar, Julián observó cómo la calle de atrás se iba despertando. Algunas ventanas abiertas, un par de peatones con el periódico bajo el brazo, las primeras furgonetas de reparto. Asombrosamente, la vida parecía seguir adelante a pesar de sus circunstancias y de las circunstancias de Lucía. Se levantó de su mesa, preguntó al dueño si el bar abría al día siguiente, pagó los cafés y se marchó despidiéndose con la barbilla.

El hospital parecía otro. Sus pasillos, un rato antes desangelados e infinitos, comenzaban ahora a hervir de gente frente a los ascensores, las salas de espera y las ventanillas de información. Exactamente del mismo modo que había sucedido la mañana anterior. Julián observaba el proceso desde la puerta principal apurando un último cigarrillo. Tenía la impresión de que aquellos desconocidos, con sus prisas y sus charlas y su cotidianidad, estaban profanando un lugar que le pertenecía. Que era suyo con más motivo que de cualquier otro. Era gente que llegaba por la mañana y desaparecía por la noche mientras él permanecía allí. Despierto. Con todo el peso de las horas presionándole sobre la nuca, justo en la base del cuello. Personas que se marchaban y volvían. Una y otra vez. Día tras día. Como los turnos de una fábrica. Julián sintió que formaba parte de un ciclo mecánico y deshumanizado. Cercano a lo grotesco. Respiró hondo, aplastó la colilla con la punta del zapato y subió a la habitación.

A esas horas, poco antes de que se sirviese el desayuno y la mañana estallase en un enjambre de batas y uniformes de diferentes colores, en la séptima planta todavía se respiraba una serenidad particular. La luz se deslizaba por el corredor e inundaba el rellano a través de los ventanales. El silencio era blanco y cálido, opuesto al de la noche, y comenzaba a quebrarse con los primeros sonidos del día: el tintineo de alguna cucharilla, unas sandalias cruzando el pasillo, el agua tamborileando sobre un plato de ducha. Quizá por contraste con el alboroto del vestíbulo, Julián decidió que había algo agradable en todo ello. Algo casi hogareño. Por unos instantes, incluso era sencillo olvidarse de que se trataba de un hospital.

Cuando Lucía salió del cuarto de baño se sorprendió al encontrarse a Julián leyendo en la butaca.

—Creía que te habías marchado —le dijo dándole un beso.

—Sólo he bajado a fumar un cigarro y a tomar un café —contestó Julián sin apartar la mirada del libro—. Sabes que nunca me iría sin avisarte.

Lucía notó en la voz de Julián cierto tono de desagrado.

—He pensado que tal vez tenías algún recado que hacer y que regresarías en un rato. ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente... —Julián apretó la yema del dedo índice contra la palabra que estaba leyendo y levantó la vista hacia Lucía—. Pero sigo sin entender por qué no dan altas los sábados. Me desespera que tengamos que estar aquí encerrados hasta el lunes. El médico dijo ayer que los resultados de las pruebas estaban bien. No entiendo por qué no nos vamos.

Lucía reconoció enseguida al Julián miedoso de siempre. El Julián asustado e inseguro que a veces desaparecía en público pero acostumbraba a regresar en la intimidad, normalmente oculto tras un falso carácter arisco con el que creía disimular su fragilidad. Su reacción no le extrañó. Era la primera vez que charlaban a solas en la habitación y comprendió que necesitaba aparentar cierta indignación y fortaleza. Como si, en

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos