La luz después de la guerra

Anita Abriel

Fragmento

Capítulo 1

1

Primavera de 1946

Vera Frankel no había visto nunca un sol tan brillante ni unas calles tan rebosantes de gente. Enamorados cogidos de la mano, adolescentes circulando a toda velocidad con sus Vespas y ancianas acarreando bolsas de la compra cargadas de fruta y verdura. El ambiente olía a sudor, tabaco y gasolina.

La experiencia de llegar a Nápoles procedente de Hungría le recordó a Vera los primeros días de primavera en Budapest, cuando tenía ocho años de edad y estaba recuperándose de la difteria. Las cortinas de su habitación estaban abiertas y le habían dado permiso para sentarse fuera y comer un plato de sopa. Le dio la impresión de que nunca había saboreado nada tan bueno, y el aroma de las flores del jardín le había parecido tan embriagador como el perfume de su madre.

Y ahora, con tanta gente a su alrededor, tenía la misma sensación. Las terrazas de los cafés estaban abarrotadas de clientes disfrutando de un espresso sin miedo a que pudieran caer bombas en cualquier momento. Saludaban a vecinos con los que habían tenido miedo a pararse a hablar y besaban a los chicos que regresaban del frente hasta dejarles las mejillas en carne viva. Hacía once meses que los aliados habían derrotado a los nazis y la guerra en Europa había tocado a su fin.

—Ni siquiera sabía que existiese esto de la pizza —dijo Edith, la mejor amiga de Vera, dándole un bocado a una porción. Habían pasado el último año y medio escondidas en el pequeño pueblo de Hallstatt, en Austria, comiendo solamente sopa y patatas—. Los tomates son dulces como la miel.

Vera miró el reloj de la piazza. Estaban sentadas en la mesa de una terraza, con un par de porciones de pizza delante de ellas.

—Tengo la cita a las dos —anunció Vera—. Si llego tarde, seguro que no me dan el trabajo.

—Llevamos cuarenta y ocho horas en Nápoles —protestó Edith, recogiéndose en un moño su melena rubia—. No hemos visto ni el palacio, ni los jardines, ni el puerto. ¿No podrías cambiar la cita para mañana?

—Si no consigo el trabajo, mañana no estaremos en Nápoles —replicó muy seria Vera. Pensó en el montoncito de liras que guardaban bajo la almohada en la pensione de la signora Rosa. Era el dinero justo para cubrir una semana de alojamiento para Edith y para ella—. Y tú también tendrías que buscar trabajo.

—¿Cuándo fue la última vez que viste mujeres sin la estrella amarilla, hombres sin uniforme y gente comiendo, bebiendo y riendo? —Edith abarcó con la mirada la totalidad de la piazza—. ¿No podemos disfrutar ni siquiera de un día para relajarnos y divertirnos un poco?

—Ten, cómete mi porción. —Vera empujó el plato hacia Edith—. Nos vemos por la noche en casa de la signora Rosa.

—Te prometo que después del riposo del mediodía me pondré a buscar trabajo. —Los ojos azules de Edith brillaban con ilusión—. Estamos en Italia y tenemos que comportarnos como italianas.

Vera recorrió a paso ligero los sinuosos callejones, consultando de vez en cuando el mapa que la signora Rosa le había dibujado para poder llegar a la embajada estadounidense. La signora Rosa era la propietaria de la pensión donde estaban alojadas Vera y Edith y, en tan solo dos días, se había erigido en su protectora. La embajada estaba situada en el distrito once, una zona que en su día había sido uno de los barrios más elegantes de Nápoles. Pero la guerra había dejado tremendos socavones en las calles que no hacían más que obstaculizar su recorrido. En los espacios donde antes había edificios crecían ahora margaritas, y muchas casas tenían paredes derrumbadas que dejaban a la vista interiores abandonados. Vera pensó en su hogar, en Budapest, en los cristales hechos añicos del bloque de pisos donde vivía con sus padres, en las mujeres y los niños apiñados en la oscuridad. Los soldados húngaros, chicos que en otros tiempos la habrían invitado a cenar, habían sido los encargados de conducir a las familias hasta los trenes.

Pensó en su padre, Lawrence, que había sido enviado a un campo de trabajo en 1941 y del que no había vuelto a tener noticias. Y en su madre, Alice, que había seguido poniendo la mesa para él cada noche, como si en cualquier momento fuera a aparecer con su abrigo oscuro y su bufanda para sentarse a comer el schnitzel que le había preparado.

Y pensó en Edith, que era más una hermana que su mejor amiga. Tenían las dos casi diecinueve años y habían nacido con tres días de diferencia en el mismo hospital. Habían vivido toda la vida en el mismo rellano del mismo edificio y la puerta de sus respectivos pisos siempre estaba abierta.

Edith siempre había sido la más pasional: con solo quince años, había cogido prestado uno de los vestidos de su madre y convencido a Vera para colarse en la fiesta de Nochevieja que se celebraba en el Grand Hotel, cuando ella habría preferido quedarse tranquilamente en casa leyendo un libro. La intención de Edith no había sido en ningún momento flirtear con chicos, sino simplemente ver los modelitos que lucían las mujeres más glamurosas de Budapest.

Pero Edith había cambiado cuando su amor de la infancia, Stefan, no había regresado de los campos de trabajo. Era como un caballo de carreras cuyo espíritu había quedado destrozado y apenas si podía trotar por el hipódromo. Era Vera quien había tomado la iniciativa para poder salir ambas adelante después de la guerra, comprando los billetes de tren hasta Nápoles y encontrando alojamiento en la pensione de la signora Rosa. Era Vera la que animaba a Edith para que se vistiera y se peinara por las mañanas. Edith no volvía a parecer la Edith de antaño hasta que estaba perfectamente arreglada y podía socializar en alguna de las piazze. Jamás permitía que nadie la viera sin un cinturón ciñéndole la cintura y el cabello perfectamente cepillado.

Vera guardó el mapa y desconectó mentalmente. Ya se preocuparía por Edith más tarde; en aquel momento tenía que concentrarse en localizar la embajada.

—Disculpe. —Vera se acercó a un anciano que vendía castañas—. Estoy buscando la embajada de Estados Unidos.

—Los americanos —replicó el hombre, empleando un tono burlón—. Bombardearon nuestra ciudad y ahora se comen nuestra pasta y nos roban las mujeres. ¡Una chica tan guapa como tú tendría que casarse con un italiano!

—No estoy buscando marido. —Vera se pasó la mano por su pelo oscuro, sin comentar el hecho de que era húngara y no italiana—. Lo que intento es encontrar trabajo.

—Detrás de esa verja —indicó el hombre, señalando hacia el otro lado de la calle—. Diles que ya sabemos cómo reconstruir nuestra ciudad. Que llevamos haciéndolo desde hace siglos.

Vera siguió caminando hacia la villa. Tenía una entrada de forma semicircular y columnas de mármol. La hiedra cubría las paredes y las persianas estaban pintadas de verde. Se alisó la falda y pensó en cuánto le habría gustado darse el capricho de comprarse un par de medias. Pero el dinero tenía que durar hasta que Edith y ella tuvieran trabajo y no alcanzaba para poder permitirse maquillaje o artículos de mercería. Vera se pasó la lengua por los labios para darles brillo y subió por la escalera que conducía hasta la puerta principal.

—¿En qué puedo ayudarla?

Abrió la puerta un hombre vestido con uniforme de color caqui. Era alto, rubio e iba recién afeitado.

—Estoy buscando al capitán Wight —dijo Vera, tratando de que no le temblara la voz.

El hombre hundió las manos en los bolsillos. Ocupaba casi todo el umbral de la puerta, pero aun así Vera podía ver el vestíbulo de forma circular que se abría a sus espaldas.

—Soy el capitán Wight. Lo siento mucho, hoy no hacemos donaciones. Podría volver a intentarlo el viernes.

Cuando trató de cerrar la puerta, Vera extendió la mano y se lo impidió.

—Espere, por favor, vengo por lo del trabajo de secretaria. —Le entregó un papel—. Me envía el capitán Bingham.

El capitán Wight miró el papel. Dio la impresión de que iba a decir alguna cosa pero al final se encogió de hombros.

—Pase. Hace demasiado calor para quedarse fuera.

Vera lo siguió por estancias con suelos de mármol y techos decorados con frescos sofisticados. El mobiliario tapizado con brocado estaba medio cubierto con sábanas y en las ventanas colgaban cortinajes de terciopelo.

—Parece un palacio —comentó Vera, casi para sus adentros.

—Era un palacio —dijo el capitán, indicándole que pasara a una habitación con las paredes recorridas por altas estanterías. En el centro había una mesa de despacho de gran tamaño y una alfombra oriental cubría el suelo—. El Palazzo Mezzi fue construido en el siglo xviii. Se lo requisamos en 1943 al conde y la condesa Mezzi. Sabemos que los Mezzi huyeron a Suiza, pero no hemos conseguido ponernos en contacto con ellos. Tenemos suerte de que escapara de los bombardeos; algunos de estos frescos tienen un valor incalculable.

—El anciano de la esquina, el que vende castañas, cree que los americanos se están haciendo con todo lo que no les pertenece —dijo Vera, jovialmente.

La mirada del capitán Wight se volvió seria. Se sentó en un sillón de cuero y le indicó a Vera que tomara asiento en el de enfrente.

—Quiero dejar Nápoles tal como estaba antes de que Hitler le pusiera las manos encima.

—Lo siento. —Vera se sentó y unió las manos sobre el regazo—. Si los americanos no hubiesen ganado la guerra, el que estaría sentado en ese sillón sería un alemán. Y no estaría ofreciéndome un trabajo.

Confiaba en que el capitán Wight le diese el trabajo.

—Tampoco yo se lo estoy ofreciendo. —El capitán frunció el entrecejo. La carta seguía sobre la mesa, sin leer—. El capitán Bingham me prometió una secretaria con experiencia y que dominaba cuatro idiomas.

—Cinco. —Vera tragó saliva—. Domino cinco idiomas: italiano, francés, húngaro, español e inglés. Sé escribir a máquina y domino la taquigrafía, y también sé preparar café americano.

El capitán Wight se quedó mirando tanto rato a Vera que ella acabó volviendo la cabeza, ruborizada. Llevaba el pelo corto y engominado hacia un lado y tenía los ojos de color azul muy claro, un hoyuelo en la barbilla y una pequeña cicatriz en la mano izquierda.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho y tres cuartos —respondió Vera—. Puedo plancharle las camisas y hacerle la cama —añadió con desesperación.

—No busco una criada. Gina viene a limpiar cada día. Y prefiero mil veces un espresso italiano que un café americano. —Tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa—. Es un puesto complicado, no es adecuado para una chica joven.

—Por favor —dijo en tono suplicante Vera. Se quedó sin aire en los pulmones. El capitán Wight era la única recomendación que tenía. Si no conseguía el puesto, tendría que buscar trabajo en un restaurante o en un bar, y no consideraba que aquello le encajara. Sus conocimientos para trabajar como secretaria eran mucho mejores—. Lea la carta del capitán Bingham.

Vera bajó la vista mientras él leía la carta. En un lado de la mesa de despacho había una colección de plumas estilográficas doradas y un cenicero lleno de colillas. Había también papeles por todas partes y un pisapapeles de cristal cubierto de polvo.

Cogió el cenicero y vació el contenido en la papelera. Recogió los papeles y los agrupó con un clip. A continuación, enroscó correctamente los capuchones de las plumas y limpió el polvo del pisapapeles con el extremo de su propia falda. Cuando el capitán Wight levantó la vista, tenía la mesa perfectamente ordenada.

—Soy muy organizada —dijo Vera.

Sonrió y volvió a tomar asiento.

—¿Es verdad todo eso que dice que les pasó a sus padres? —preguntó el capitán Wight, agitando el papel.

Vera visualizó la fotografía de su madre y su padre que guardaba en el bolso, tomada antes de la guerra. Su madre llevaba un abrigo de visón y unos zapatos de tacón con una lazada de seda. Su padre se cubría la cabeza con un bombín y cargaba con un maletín.

—Sí.

Parpadeó para impedir que le asomaran las lágrimas.

—El sueldo es de veinte liras a la semana —dijo el capitán Wight, cogiendo una de las plumas estilográficas—. El dictado puede llegar a resultar muy aburrido. Sufrirá calambres en las manos y dolor de espalda por tener que pasarse tanto rato sentada.

—Me gusta trabajar duro —replicó simplemente Vera.

—Mi última secretaria se marchó con un marinero. —El capitán Wight se levantó y se acercó a la chimenea—. Esperaba incorporar a alguien con más experiencia.

—Jamás podría casarme con un marinero. —Vera sonrió—. Me da miedo el mar.

—En ese caso —dijo el capitán Wight, tendiéndole la mano y con un brillo en la mirada—, el puesto es suyo.

El capitán Wight le mostró la sala donde tomaba el café y leía la prensa. Luego la condujo hasta la cocina, un espacio con paredes enlucidas y suelo de tarima de roble. Las superficies, de piedra gris, estaban llenas de platos, vasos y cubiertos sucios.

—Creía que me había dicho que tenía una criada —le recordó Vera, recogiendo de manera instintiva cuchillos y cucharas y dejándolos en el fregadero.

—El marido de Gina perdió la vida en África y se ha quedado sola con cinco niños. —El capitán Wight cogió una manzana roja y la limpió con la manga—. A veces, no le queda otro remedio que marcharse antes o llegar más tarde.

—Podría ayudarla también —sugirió Vera, fijándose en un cuenco con gachas cuajadas y las piezas de fruta a medio comer.

—Por las mañanas me apaño con unas tostadas y al mediodía con una tortilla. —El capitán Wight se encogió de hombros—. Pero puede servirse lo que le apetezca. Louis, el jardinero, cultiva una fruta y una verdura excelentes.

Vera lo siguió por distintas estancias iluminadas con suntuosas lámparas de araña. Las paredes estaban cubiertas con cuadros con marcos dorados y a través de las distintas puertas se veían salas de estar y salones de baile. Se imaginó hombres vestidos de esmoquin y mujeres con resplandecientes vestidos de noche, el tintineo de las copas, el sonido de una orquesta de diez músicos.

Volvieron a la biblioteca y el capitán Wight tomó asiento detrás de su mesa de despacho.

Vera se esforzó en concentrarse en lo que le estaba diciendo el capitán, pero se le empezaron a cerrar los ojos. En la pensione, tenía que compartir la estrecha cama con Edith y apenas había dormido. Además, se había levantado temprano para poder bañarse y planchar su vestido de algodón.

—Vera —repitió el capitán Wight.

—Sí, estoy lista —dijo ella, moviéndose con nerviosismo en la silla en la que estaba sentada, al otro lado de la mesa. Cogió una pluma y un cuaderno—. Empiece, por favor.

—Tengo una idea mejor. —El capitán Wight se quedó mirándola—. Vaya a la trattoria de Marco, en via dei Tribunali, y dígale que le sirva las mejores linguine con gambas y prosciutto que tenga y que lo ponga en mi cuenta. Empezaremos mañana por la mañana.

—No puedo aceptar su caridad —replicó Vera, aunque el estómago le rugía de hambre.

—En Estados Unidos lo llamamos «anticipo». —El capitán Wight se levantó para pasar al lado de la mesa donde estaba sentada Vera. La cogió del brazo y tiró con delicadeza de ella hacia la entrada—. No se preocupe. Se lo ganará con creces.

Vera correteó por las calles de Nápoles como una estudiante que empieza las vacaciones de verano. En ningún momento, desde que había llegado allí, se había sentido tan ligera. ¡Tenía trabajo! Podría pagar la minúscula habitación de casa de la signora Rosa y podría comprar medias y carmín tanto para ella como para Edith.

Pasó por Piazza Leone y vio a Edith sentada en una mesa. Estaba comiendo un helado y cuchicheando con un hombre con el pelo negro engominado. Tenían las sillas pegadas la una a la otra y el hombre le había puesto a Edith la mano en el hombro.

—¡Qué pronto has vuelto! —exclamó Edith al verla—. Te presento a Franco. Me ha invitado a un gelato.

—No aceptamos regalos de desconocidos —contestó Vera, acercándose a la mesa.

El sol brillaba con fuerza y Edith tenía las mejillas sonrosadas.

—Un regalo sería una joya o unas medias —replicó Edith—. Un gelato es para compartir. Franco tiene moto y dice que me llevará de paseo por la bahía de Nápoles.

—Dile a Franco que en otra ocasión —le ordenó Vera, ignorando al joven de ojos castaños y pestañas larguísimas.

Edith se inclinó hacia Franco y le dijo algo en voz baja. El chico se echó a reír y retiró detrás de la oreja de Edith un mechón rubio que le estaba cayendo sobre la cara.

Vera echó a andar, confiando en que Edith la siguiera rápidamente. Pasó por delante de trattorie con platos de pasta expuestos detrás de sus cristales y pastelerías con cannelloni y tartas de chocolate dispuestas en bandejas de plata.

—Franco era encantador —dijo Edith, colocándose por fin a su altura—. Me ha llamado «bella».

—Los italianos llaman «bella» a cualquier mujer por debajo de noventa años.

Vera fue mirando los establecimientos en busca de la trattoria de Marco. La encontró por fin en una esquina, un restaurante estrecho con toldos rojos y mesas con manteles de cuadros.

Entró, y la campanilla de la puerta sonó al instante. Había una mujer barriendo el suelo y un hombre contando el dinero de la caja registradora.

—¿Signor Marco? —preguntó Vera.

—Está cerrado —respondió la mujer—. Abriremos luego, a la hora de cenar.

Vera aspiró el aroma a aceite de oliva, ajo y cebollas. El estómago le subió a la garganta y de pronto se sintió mareada. Se le doblaron las piernas y se derrumbó en el suelo.

—Beba esto —oyó que decía una voz.

Vera parpadeó hasta distinguir un hombre de pie a su lado. Le había acercado un vaso a los labios mientras daba órdenes en italiano. La mujer llevó a una mesa dos platos de espaguetis. Había también una barra de pan y una aceitera con aceite de oliva.

—Me envía el capitán Wight. Soy su secretaria —explicó Vera, mirando de reojo los espaguetis—. Ha dicho que lo pusiera en su cuenta.

Marco les dio un tenedor a cada una.

—Empiecen a comer, pero sin prisas porque su estómago no lo toleraría. Después, mi mujer les traerá los postres.

Vera y Edith esperaron a que Marco desapareciera en la trastienda. Vera enrolló los espaguetis en el tenedor y aspiró el aroma a orégano fresco. La salsa de tomate era de aspecto intenso y aceitoso y goteaba en el plato.

—¿Por qué nos invita a comer tu jefe? —preguntó Edith, untando un pedazo de pan con aceite de oliva—. ¿Te has acostado con él?

—No hables así —replicó Vera en tono cortante—. Es un hombre amable, simplemente eso.

—Seguro que es un viejo que quiere meterte las manos debajo de la falda —contestó Edith, masticando el pan.

—No es un viejo, ni mucho menos —dijo Vera, pensativa—. Parece un vaquero americano.

—Y luego no me dejas ir de paseo con Franco y su Vespa —refunfuñó Edith.

—Trabajo para el capitán Wight, no salgo con él. —Vera mojó pan en la salsa de tomate—. Con los italianos hay que ir con cuidado; solo quieren una cosa.

—Franco tiene los ojos más preciosos que he visto en mi vida —dijo Edith, suspirando—. Me gustaría que me enlazase por la cintura y me abrazase eternamente.

Vera miró a Edith con severidad. Desde que los campos habían sido liberados y Stefan no había aparecido, Edith se pasaba todo el día tumbada en la cama con las cortinas corridas o comportándose de aquella manera. Fantaseaba constantemente con las fotografías de los actores que salían en las revistas de cine y flirteaba con cualquier varón que se cruzara en su camino: el soldado americano con novia que había conocido en el tren hasta Nápoles, el chico que ayudaba a la signora Rosa en la pensión y que olía a pescado. Por las noches, cuando Vera la abrazaba, era el único momento en que Edith musitaba el nombre de Stefan y dejaba que las lágrimas rodaran por sus mejillas.

Vera se dispuso a contestarle, pero descubrió que no le quedaban más fuerzas. Se concentró, en cambio, en apurar hasta el último espagueti del plato. No volvió a hablar con Edith hasta después de que Marco les sirviera unas porciones enormes de pastel de chocolate y un par de tazas de café solo.

—No puedes seguir arrojándote en brazos de cualquier hombre que se parezca a Stefan.

—¿Piensas que tendría que reservarme para él? —Los ojos castaños de Edith echaban chispas—. ¿Crees que tendría que quedarme sentada en la habitación y esperar a que Stefan aparezca por la puerta?

—Podría estar vivo —dijo Vera, evitando mirar a Edith a los ojos—. No tienes ninguna prueba de que haya muerto.

Edith subió la voz.

—No necesito que identifiquen ningún cadáver. Lo sé aquí —afirmó, tocándose el pecho.

—Solo hace diez meses que terminó la guerra —argumentó Vera—. Están encontrando supervivientes a diario.

—Aun en el caso de que Stefan estuviera herido en algún hospital, habría encontrado la forma de comunicarse conmigo. Stefan y yo nos queríamos. Él jamás permitiría que unos pocos disparos nos separaran. Nada de lo que me digas me convencerá de que no está muerto —declaró Edith, con las mejillas encendidas. Empujó la silla hacia atrás—. Estamos en un nuevo país, lleno de hombres vivos. Hombres que pueden regalarnos flores y bombones y recitar poesía.

Edith abrió la puerta del restaurante y salió corriendo a la calle. Vera le dio las gracias a Marco y la siguió rápidamente. Corrió hasta alcanzarla y la abrazó. Edith rompió a llorar sobre el hombro de Vera, con la respiración entrecortada y un sonido gutural emergiendo de su garganta.

Vera rememoró la imagen de Edith y Stefan paseando a orillas del Danubio. Eran muy aficionados a nadar y jugaban como jóvenes focas. Recordó los grandes ojos marrones de Stefan, sus manos acariciando la cara de Edith cuando le dijo adiós. Stefan le juró que regresaría y Edith le prometió esperarlo. Pero Vera y Edith no habían vuelto a Budapest una vez terminada la guerra. Estaba segura de que ni sus padres ni Stefan habían sobrevivido. Hacía ya casi un año que había acabado la lucha. Alguien tendría que haberlas alertado, a aquellas alturas. Sin sus seres queridos, Hungría ya no les ofrecía nada.

—Tienes razón. —Vera le acarició el cabello—. Estamos en un nuevo país y tenemos todo un mundo por delante.

Capítulo 2

2

Primavera de 1946

Vera caminó a paso ligero hacia la embajada estadounidense. Había dejado a Edith en la cama, tapándose la cara con la almohada para impedir el paso de la luz. No le gustaba en absoluto tener que dejar sola a Edith, pero le había prometido que no hablaría con desconocidos y que iría a pedir trabajo a la costurera del barrio.

Vera abrió la puerta de la embajada y se miró en el espejo del vestíbulo para comprobar su aspecto. Se había cepillado con esmero su cabello oscuro, que llevaba cortado a la altura de los hombros, y lo había peinado con las puntas hacia dentro. Se había frotado los labios con zumo de moras para darles color.

—Estoy aquí —dijo el capitán Wight desde la sala.

Vera inspiró hondo y siguió el sonido de la voz. Las cortinas estaban abiertas y la luz del sol inundaba la estancia. Sonaba un disco con música clásica y en la mesita había una bandeja de plata con tazas de porcelana y un plato con tostadas.

—No era mi intención interrumpirle el desayuno —dijo Vera, ruborizándose y quedándose dubitativa en la puerta.

—¿Le gusta Mozart? —El capitán Wight dejó a un lado el periódico—. Es mi compositor favorito.

—Los nazis no permitían que los que llevábamos la estrella amarilla asistiésemos a la ópera —contestó Vera—. Se llevaron nuestro gramófono y todos los discos que teníamos en casa.

—Lo siento mucho. —El capitán Wight vio que estaba angustiada y desconectó de inmediato el tocadiscos—. La música me ayuda a recordar que el mundo no ha estado siempre lleno de bárbaros.

—Puedo esperar en la biblioteca.

Vera dio media vuelta, dispuesta a cruzar de nuevo la puerta.

—No, es hora de empezar a trabajar.

La guio por el pasillo. Se paró al llegar delante de la biblioteca y esperó a que Vera entrara. Ella tomó asiento a un lado de la mesa de madera de roble y el capitán Wight en su silla.

—Es un trabajo duro para cualquiera —comentó el capitán, hojeando el montón de papeles que tenía delante—. Lo que hacemos, básicamente, es escribir cartas de condolencia, apagar esperanzas y hacer ver la realidad. Tal vez debería pensárselo dos veces antes de empezar con este puesto.

—No quiero otro puesto. —Vera cogió el cuaderno de notas de taquigrafía y desenroscó el tapón de la pluma estilográfica—. Porque gracias a este ayer comí el mejor pastel de chocolate que he probado en toda mi vida. Usted me ha dado esperanza. Y estoy lista para cuando quiera que empecemos.

El capitán Wight empezó a dictar cartas a toda velocidad, deambulando de un lado a otro de la estancia y dándose golpecitos en la palma de la mano con un cigarrillo apagado. No paró hasta que vio que Vera había llenado todo el cuaderno y tuvo que coger otro de la mesa. A la hora de comer, a Vera le dolían los dedos y tenía el vestido lleno de manchas de tinta.

—En Nápoles, el mayor crimen que existe es trabajar durante la hora de comer. —El capitán Wight dejó la cajetilla de tabaco en la mesa—. Cuando el reloj da las doce, todo se detiene.

—Me he traído la comida —señaló Vera, mostrándole una bolsa de papel—. Si no le importa, comeré en el jardín.

—Le dije a Gina que nos preparara la comida para los dos al ser su primer día de trabajo —repuso el capitán Wight amablemente y guardándose las manos en los bolsillos—. Estaba tan excitada que se ha pasado toda la mañana limpiando la cocina.

—No quiero molestar —insistió Vera, negando con la cabeza.

—Si lo que está haciéndome es un favor. —El capitán Wight sonrió—. Si no se apunta, tendré que comerme la pasta de Gina completamente solo.

Vera siguió al capitán Wight hasta la cocina, cuyo aspecto era totalmente distinto al del día anterior. El suelo estaba fregado, las superficies brillaban y la mesa estaba puesta con una vajilla de porcelana blanca y una cubertería de primera calidad.

—Oh —murmuró Vera al ver un cuenco con lechuga, pimiento rojo y pepino.

Había también dos platos con linguine y platitos con rodajas de melón y naranja. El aparador estaba decorado con un jarrón con girasoles y las puertas acristaladas se encontraban abiertas y daban acceso directo al jardín.

Gina era una mujer menuda con el cabello oscuro y áspero. Llevaba un delantal atado a la cintura y zapatos negros. Se giró hacia Vera como si estuviera mirando una bonita muñeca.

—Es maravilloso tener otra mujer en la casa. El capitán Wight cree que comer un bocadillo en la mesa de trabajo ya sirve como almuerzo, pero, en Italia, el riposo del mediodía está pensado tanto para alimentar el alma como el estómago. —Señaló la mesa—. Siéntense. Les serviré la sopa y el pan.

—Tenía entendido que la gente en Nápoles se moría de hambre —dijo Vera, saboreando la sopa—. Pero, por donde quiera que voy, veo fruta, pasta y pasteles.

—Han pasado años muriéndose de hambre, con chicos de dieciséis años que parecía que tuviesen doce —confirmó el capitán Wight, sirviéndose un vaso de zumo de naranja—. Pero, desde que terminó la guerra, la llegada de suministros ha mejorado. Y ahora los napolitanos consideran cada día como una celebración.

—Jamás había visto una ciudad tan viva como esta —comentó Vera—. En Budapest, los edificios están construidos con ladrillo oscuro y las calles están cubiertas siempre por una niebla espesa. Nápoles es como una chica en bañador, medio desnuda y deseosa de sol.

—Me alegro de que le guste. —El capitán Wight encendió un cigarrillo. Sopló la cerilla para apagarla y miró a Vera con curiosidad—. Cuénteme, ¿cómo es que habla tantos idiomas?

—A mi padre le encantaban los idiomas. Los estudió en la universidad. —Vera se sintió de pronto tímida bajo la mirada del capitán—. Creía que el latín era la lengua más romántica del mundo. Por las noches, cuando volvía a casa de su bufete de abogados, me daba clases. Mi madre nos preparaba pastel de almendras y nos sentábamos a la mesa de la cocina juntos a trabajar.

El capitán Wight exhaló una bocanada de humo.

—Yo estudié latín en la universidad, pero nunca llegué a dominarlo muy bien. Mi profesor de latín en Yale nos hizo analizar la Eneida frase por frase.

—Mi madre estudió ballet en París de joven —continuó Vera, titubeando—. Y me enseñó francés.

La mirada de Vera se nubló, como si acabara de ver un fantasma.

—No puedo comer más —declaró, y empujó la silla—. Tenemos que volver al trabajo.

Trabajaron hasta que el sol se puso por detrás de las colinas. El capitán Wight dictó varias cartas para las autoridades locales. Redactó asimismo misivas breves y llenas de dolor para familias estadounidenses, informándoles de que sus hijos ya no estaban desaparecidos en combate, sino declarados muertos. Vera se dedicó a transcribir sus palabras, admirando en silencio su forma de articular las frases para demostrar que estaba sinceramente afectado. Sin darse cuenta, empezó a parpadear para impedir que le cayeran las lágrimas y el capitán Wight lo viera. En ocasiones, cuando pensaba que no podría transcribir ni un párrafo más sobre otro hijo perdido en el campo de batalla, el capitán se ponía a dictar una carta con un estilo diferente, como la destinada al general Ashe, en Roma, hablándole sobre los árboles que quería plantar y una escuela que pensaba reconstruir. La pasión de su voz cuando redactaba las notas era contagiosa y, sin darse cuenta, Vera notó que estaba escribiendo más rápido.

—Ya le advertí que era un trabajo difícil —dijo el capitán Wight cuando la montaña de papeles que antes cubría su mesa desapareció por completo—. Si no quiere volver mañana, lo entenderé perfectamente.

—Estaré aquí a las ocho en punto —respondió Vera con confianza.

Cuando se disponía a marcharse, llamaron a la puerta. Gina asomó la cabeza y le enseñó al capitán un sobre.

—Un telegrama, signor Wight.

El capitán rasgó el sobre y Vera tragó saliva. Antes de la guerra, había visto suficientes películas como para saber que un telegrama significaba casi siempre malas noticias. La expresión del capitán Wight cambió y ella esperó ansiosa a que dijera algo.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Antes, mi madre me enviaba cartas para decirme que mi padre necesita que vuelva a casa. —El capitán Wight esbozó una mueca y se guardó el papel en el bolsillo—. Como eso no funcionó, ahora envía telegramas. No me sorprendería en absoluto que un día apareciera por aquí con un billete para que vuelva a Nueva York.

—Si el ejército le quiere en Roma y su madre le quiere en Nueva York, ¿cómo es que sigue todavía en Nápoles? —preguntó Vera, y pensar que el capitán Wight pudiera dejar la embajada la incomodó.

—Eso es algo que solo puedo responderle enseñándoselo. —El capitán cogió la gorra que tenía en la mesita auxiliar—. Sígame.

Bajaron la escalera y empezaron a andar, pasando por delante de villas con pequeños jardines protegidos por verjas de hierro. Doblaron una esquina y enfilaron una calle donde no había casas, solo escombros. Donde en su día debió de haber tiendas, había simplemente huecos y se veían también coches abandonados con la carrocería abollada. A Vera se le cayó el alma a los pies y se preguntó qué podía haber enterrado debajo de aquellas montañas de piedras. Tal vez un perrito que no tuvo tiempo de huir o la muñeca favorita que una niña se vio obligada a abandonar. El capitán Wight siguió caminando a su lado y Vera vio su propia repulsa reflejada en los ojos de él. Caminaba con los hombros caídos y las manos hundidas en los bolsillos.

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