La oscuridad que conoces

Amy Engel
Autor sin nombre

Fragmento

Capítulo 1

1

Llevaba todo el día pendiente del reloj. Y me habían puteado de lo lindo por ello. Cada vez que me inclinaba sobre el mostrador para recoger un plato, Thomas me pegaba en la mano con la espátula sucia de grasa.

—¿Tienes algo más importante que hacer? —preguntó, chasqueando la lengua.

—Pues sí, cualquier cosa mejor que estar en este agujero de mierda —contraataqué riendo cuando intentó darme otra vez con la espátula.

Era prácticamente la única cosa buena que le encontraba a llevar más de diez años trabajando en aquel tugurio. Que no tenía que preocuparme de mis modales.

—Son casi las cinco —dije en voz alta después de mirar el minutero recorrer despacio el reloj por última vez.

—¿Se puede saber qué prisa tienes hoy? —preguntó Louise mientras se ataba bien el delantal alrededor de la gruesa cintura—. Pareces un gato en una habitación llena de mecedoras. Como sigas así, a Thomas le va a dar un infarto. Sabes que no soporta vernos distraídas.

Volví la vista hacia la ventanilla de la cocina y guiñé el ojo a Thomas, quien no conseguía mantener el ceño fruncido.

—No lo sé —admití—. Supongo que estoy nerviosa.

Quizá era aquel tiempo, extraño, inesperado. El día anterior había sido de un verde primaveral, susurrante, con el aire perfumado de flores silvestres. En cambio aquel día la nieve había golpeado los cristales de las ventanas de la cafetería y remolinos diminutos se colaban dentro cada vez que alguien abría la puerta. Pero ahora el sol comenzaba a asomar desde detrás del capote de nubes, justo antes de ponerse. En los bordes del aparcamiento se formaban riachuelos de nieve derretida. A la mañana siguiente volvería a ser primavera. Así era Misuri. Como solían decir las personas mayores, si no te gusta el tiempo, espera cinco minutos.

—Igual han sido las sirenas —propuso Thomas—. Joder, casi me han vuelto loco antes.

Louise asintió con la cabeza y me hizo un gesto para que le pasara las botellas de kétchup medio vacías de manera que pudiera rellenarlas.

—Seguro que ha habido un montón de accidentes. He oído que había mucho follón en el parque viejo. Aquí la gente no tiene ni puta idea de conducir. —Thomas bufó desde la cocina para mostrar su acuerdo y Louise se volvió a mirarlo—. ¿Cuándo fue la última vez que nevó en abril? Da la impresión de que hace siglos.

—Justo antes de que naciera Junie —señalé sin vacilar—. Trece años.

Me acordaba de lo gorda que estaba y de que tenía los tobillos tan hinchados que no conseguí meter los pies en las botas de apresquí y tuve que sortear la nieve con unas zapatillas de deporte gastadas.

—Ay, señor, es verdad —dijo Louise. Terminó de llenar una botella de kétchup y me la pasó—. ¿Tienes algún plan emocionante de sábado? —Se contoneó hacia un lado—. ¿Ir a bailar, quizá? ¿A tomar una copita? ¿Un poquito de... tú ya me entiendes?

—Le prometí a Junie que volvería pronto a casa y cenaríamos pizza viendo una película. No la he visto desde ayer.

No me hizo falta ver a Louise poner los ojos en blanco para saber lo lamentable que le parecía mi versión de una noche de sábado divertida. Ya me había dicho muchas veces que estaba desperdiciando mi juventud. «Treinta para cumplir cincuenta» era uno de sus comentarios favoritos sobre mi inexistente vida social.

—Cuando mis hijos tenían esa edad habría estado encantada de que alguien se los llevara una semana entera. Menudos impertinentes. —Louise negó con la cabeza—. ¿Dónde ha estado?

—En casa de Izzy Logan. —Mantuve la vista fija en el trozo de encimera que estaba limpiando e hice caso omiso de la punzada en la base del cráneo.

—Esas dos son uña y carne —dijo Louise.

El leve matiz de incredulidad en su voz no me pasó desapercibido. A aquellas alturas estaba acostumbrada, entendía que las niñas como Junie y las niñas como Izzy no solían coincidir en el mismo grupo. En especial en aquel pueblo, al que solo le faltaba una raya de neón que lo dividiera en dos. «Basura blanca a este lado. No pasar». No parecía importar que el noventa por ciento de los habitantes estuvieran atrapados en el lado malo. La línea divisoria invisible no se movía con facilidad, al menos cuando se trataba de relacionarse con la familia de Jenny Logan. Cuando yo iba al instituto y salía a buscar latas para reciclar por las cunetas solía ver a Jenny dando una vuelta en su pequeño descapotable blanco. Se fue a la universidad cuando yo estaba en el último año de instituto y supuse que ya no volvería. Pero lo hizo dos años después, con una diplomatura que nunca llegó a usar y un universitario dispuesto a heredar el negocio de venta de barcas de su padre. En una gran ciudad no habrían sido gran cosa, pero allí los Logan eran prácticamente de la realeza. Claro que eso tampoco era difícil. Bastaba tener un trabajo decente y una casa que no tuviera ruedas.

—Sí —repuse.

Odiaba que todo el mundo pensara que tenía que estar agradecida porque a Izzy le gustara mi hija, porque los padres de Izzy acogieran a Junie en su casa. Nadie me había preguntado nunca mi opinión al respecto, aunque seguramente se habrían sorprendido al saber que no me sentía en absoluto agradecida. Que habría puesto fin a aquella amistad tiempo atrás de haber encontrado la manera de hacerlo sin romperle el corazón a mi hija. Me irritaban las llamadas de teléfono de Jenny para organizar planes para las niñas, dando siempre por hecho, a pesar de mis numerosos recordatorios en sentido contrario, de que mis horarios eran completamente flexibles. Apartaba la vista de los poco entusiastas saludos con la mano que el padre de Izzy, Zach, me dirigía desde el porche cada vez que llegaba a su casa en mi Honda del año de la polca con la ventanilla trasera mal tapada a base de cartón y cinta adhesiva. Esperaba (y deseaba) que la flor de aquella amistad comenzara a marchitarse, que alguna tontería sin importancia separara a las niñas. Pero ya habían pasado años y, hasta el momento, el vínculo que las unía no había hecho más que fortalecerse. Y eso tampoco me gustaba. Odiaba pensar en lo que podía significar.

Dejé el trapo en el mostrador y me llevé las manos a las lumbares. Era demasiado joven para estar tan hecha mierda al final del día, con las piernas doloridas y una punzada sorda en la columna. Habría cabido esperar un día tranquilo en la cafetería debido a la nieve, pero el tiempo era el segundo tema de conversación preferido de todo el mundo, después de la política. El local había estado lleno a rebosar todo el día y solo ahora, cuando la gente se marchaba a sus casas a cenar, empezaba a vaciarse. El expositor de tartas estaba limpio y no me sentía capaz de calcular cuántas tazas de café había servido en las últimas ocho horas. Mucha cháchara y no demasiadas propinas. Esos días eran los peores.

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