Música para Sara

Vanesa Romero

Fragmento

Capítulo 1. Un nuevo despertar

Capítulo 1

Un nuevo despertar

Estaba sentada en el asiento 2B del vagón 7 del AVE con destino a Madrid. Creo que en ese momento tenía una mirada pensativa, triste, perdida y asustada. Era el reflejo de cómo me sentía, con miedo y a la vez nostalgia por la vida que estaba dejando atrás. A medida que el tren iba avanzando, mi pasado y mis raíces se quedaban por el camino.

Llevaba puestos unos cascos muy llamativos, de muchos colores, pero el que más predominaba era el rosa, mi color preferido. Dicen que los colores afectan mucho a nuestro estado de ánimo y según leí un día este color era un equilibrador emocional. Eso precisamente necesitaba yo ahora, equilibrar mi mezcla de emociones. Lo de los cascos era porque siempre fui una amante de la música. Me acompañaba en mi día a día, en cada viaje, en cada competición, en cada momento importante de mi vida... Y es que me hacía sentir bien, me conectaba con mi mundo interior, ese que solo habitaba yo.

Me gustaban todos los estilos musicales, escuchaba a cantantes como David Otero, música dance de Carlos Jean o David Guetta o a un grupo de pop-rock de las afueras de Madrid, de Galapagar, llamado Showpay, que, por cierto, lo descubrí por casualidad en la sala Luz de Gas de Barcelona, un local de conciertos al que me gustaba ir de vez en cuando.

Desde que estaba en el vientre de mi madre, muchas canciones me habían acompañado a lo largo de mi existencia. Y esto tenía una explicación muy sencilla: mi padre era el gran músico Hugo Salazar y mi madre era Amparo Crespo, profesora de canto. La música siempre estuvo conmigo cuando más la necesitaba. Me ayudaba a concentrarme antes de cada competición, a aislarme de la atenta mirada de mis rivales y me servía también para centrarme en mi objetivo. No podía vivir sin ella, creaba dentro de mí una sensación indescriptible y me ayudaba a conectar con mi alma, que en ese momento estaba herida por todo lo que dejaba atrás.

Sabía que había llegado el momento de cortar el cordón umbilical que me unía a mis padres, a mi vida pasada. Tenía que cortarlo de raíz y desplegar mis propias alas sin la ayuda de nadie. Sin embargo, me invadía una sombra, el pánico a lo desconocido, el terror hacia un futuro incierto que todavía no sabía qué rumbo iba a tomar.

Siempre me había gustado tenerlo todo bajo control, nunca había dejado nada en manos del destino. Pero en aquel momento todo era diferente, mi vida había tomado un rumbo distinto. El descontrol se había hecho con las riendas de mi camino y sabía que lanzarme al vacío quizá tendría consecuencias muy dolorosas. El golpe podría ser muy duro. Pero era inevitable seguir ese impulso fuerte que había nacido en mi interior, en lo más profundo de mis entrañas, y que llevaba tiempo diciéndome que ya había llegado el momento de pasar página para empezar una nueva etapa.

Estaba harta del deporte y de todas las exigencias que lo rodeaban. De las competiciones y de las dietas. Del sufrimiento y de esa frustración que sentía cuando no conseguía ganar una carrera, cuando veía que mi objetivo se alejaba. Estaba enfadada con este mundo que exigía tanto sacrificio y que era tan ingrato a la vez. Un mundo en el que me había entregado en cuerpo y alma. Me había partido el corazón. Mi relación con el atletismo se había convertido en tóxica, de amor-odio, pero desde hacía tiempo la balanza se había inclinado más hacia el odio, por eso ya no podía seguir más tiempo así, con esa sensación agria y amarga, porque me dolía, me dolía mucho y no me sentía bien con ese dolor.

Tenía muchas preguntas sin respuesta que navegaban a sus anchas por mi cabeza. Muchas de ellas necesitaban una con urgencia y solo manejando yo el timón de mi vida encontraría la solución. Me preguntaba qué tendría el destino preparado para mí. Todo estaba en el aire, pero a pesar de la sensación angustiosa que esto me provocaba, tenía esperanza. Algo en mi interior me repetía que era el momento adecuado para salir por primera vez de mi zona de confort. El tiempo me diría si la decisión de marcharme que había tomado la noche anterior había sido la correcta o no. Solo sabía que no era feliz, que había perdido por el camino la ilusión por vivir y que por eso necesitaba cambiarlo todo, porque la llama de la vida se había apagado en mi alma y no podía dejarme llevar por esa sensación oscura y tenebrosa. No quería seguir compitiendo ni en las carreras ni conmigo misma, estaba agotada.

Tanto perfeccionismo se me había ido de las manos, había saboreado en primera persona el veneno de esta arma de doble filo. No me permitía ni un solo fallo, el fracaso no entraba en mi ecuación del destino. Vivía con presiones constantes. Por un lado, tenía que ser la mejor hija, no podía fallar a mis padres, no quería defraudar a nadie ni defraudarme a mí misma; y, por otro, tenía que ser la mejor atleta, la número uno del mundo, pues ese era mi principal objetivo. Pero esto último se convirtió en una auténtica pesadilla que me hacía perder el sueño cada vez que sentía que había fracasado. Esta sombra me acompañaba a todas horas, en cada entrenamiento, en cada carrera y en cada relación. Por eso aquella carrera, la última como atleta profesional, marcó un antes y un después en mi vida. El fracaso se hizo más presente que nunca, se había metido en mi cuerpo y se encontraba en cada poro de mi piel. Y no lo podía soportar más. Fracasé por no poder controlar mi mente, que hizo que no diera el cien por cien de mí. Ese día no me podía permitir fallar, tendría que haberlo dado todo para mostrar mi valía, pero la gloria se me fue de las manos. Aquel maldito día defraudé a todas las personas que llevaban años apostando por mí: a mi entrenadora, a mi familia y a toda la gente que confiaba en mí. Me fallé a mí misma. Perdí la carrera de mi vida, la que me llevaba a cumplir mi ansiado sueño, el de ser campeona del mundo.

El sol entraba por la ventanilla, el día estaba despejado, y a pesar de la velocidad que cogía el AVE, parecía que apenas se movía. Desplegué la mesa que tenía delante y coloqué algunas de mis cosas. Entre ellas, mi teléfono, el último modelo de iPhone que había salido al mercado, regalo de mis padres en mi dieciocho cumpleaños. En ese móvil estaba gran parte de mi vida: fotos, mails, contactos y alguna de la música que me gustaba escuchar. Puse también mi carpeta, tamaño folio, forrada con pegatinas de los lugares en los que había estado, con frases inspiradoras y fotos de uno de mis actores preferidos. La tenía destrozada, pero a pesar de ello no la quise dejar en Barcelona, porque sentía que de alguna manera siempre había sido para mí una especie de talismán. Dentro se encontraban parte de mis raíces, las que quería cuidar y las que me recordarían quién era y quién había sido en los momentos difíciles que sabía que estaban por llegar en mi nuevo rumbo. Metí cosas que no quería que se quedasen atrás. Por ejemplo, algunas fotos. Sí, tenía muchas en el móvil de la gen

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