Los cazadores

James Salter

Fragmento

Capítulo 1
1

Una noche de invierno, negra y gélida, se cernía sobre Japón, sobre las aguas picadas hacia el este, sobre las escarpadas islas flotantes, todas las ciudades y los pueblos, las casas minúsculas, las calles amargas.

Cleve estaba de pie, mirando por la ventana. Empezaba a anochecer, y se sentía aletargado. Aún no había recobrado todo su vigor. Daba la impresión de que todo el mundo hubiera ido a algún sitio mientras él dormía. La habitación estaba desierta.

Se inclinó un poco hacia delante hasta dejar que el vidrio le tocara la punta de la nariz. Lo notó frío, pero benigno. Enseguida se formó un cerco de vaho. Exhaló varias veces por la boca y lo hizo más grande. Al cabo de unos momentos se apartó de la ventana. Titubeó, y entonces trazó las letras C M C en la traslucidez húmeda.

Era un dormitorio grande. Había diez literas dobles y, siguiendo la tónica de esos lugares, ni estantes, armarios, percheros u otro mobiliario de ninguna clase. Las luces del techo estaban protegidas por pequeñas jaulas de alambre, como las de un gimnasio. Sin duda, el edificio había sido un depósito o almacén en otro tiempo. El interior de la nave estaba lleno de habitaciones similares: paredes desnudas de hormigón, puertas de acero con remaches y colocadas a más de un palmo por encima del suelo, igual que en un barco. Había vuelto de Tokio apenas unas horas antes y, cansado después de andar de un lado a otro todo el día y del trayecto de veintisiete kilómetros por carretera, se había echado unos minutos antes de la cena. El sueño lo venció al instante. Cuando se despertó estaba en la habitación en penumbra, solo. Se sintió más allá del mundo habitado, aislado de toda su vida y actividad. Dejó que su mirada se perdiera, ingrávida, a través de los vidrios de la celosía de acero, sin fijarse en nada. Caía la noche rápidamente. Los árboles esbeltos, desnudos, se desvanecían en las sombras, y una tras otra las ventanas se iluminaban. Vio un par de figuras caminando juntas calle abajo, sin hablar. Doblaron una esquina y se alejaron de su campo de visión.

Cleve llevaba cuatro días en ese centro de retaguardia, esperando las órdenes de su destino a Corea. Todo el tiempo había transcurrido entre extraños, muchos de los cuales acababan de volver de la guerra e iban de regreso, entusiasmados como niños, a Estados Unidos. Pasaban satisfechos, en pandillas bulliciosas. Durante sus cuatro noches allí, tal vez habían dormido cincuenta hombres diferentes en esa habitación, o al menos habían pasado a dejar allí sus macutos antes de ir a Tokio. Suponía que la mayoría estaban allí ahora. Se marchaban al anochecer y no volvían hasta el día siguiente.

Descolgó la toalla y sus enseres de aseo y cruzó el pasillo hasta el cuarto de las duchas. Solía estar abarrotado, con una hilera de hombres frente a los espejos empañados mientras el agua se condensaba en el techo y luego les caían los goterones encima, pero en ese momento no había nadie, salvo un tipo flaco de pelo rubio que tanto podía tener veintiocho como treinta y ocho años, cantando bajo la ducha. Sus zapatos, con los calcetines embutidos dentro, estaban en un banco justo fuera del cubículo; unas botas negras de aviador, bien domadas. Dejó de cantar.

—Qué tal —saludó a Cleve.

El chorro rebotaba en el suelo con un rumor confortable.

—¿Cómo está el agua? —preguntó Cleve—. ¿Caliente?

—Tan caliente como quieras. A mis pobres huesos les sienta de maravilla, te lo aseguro.

—No me cabe duda.

—Enseguida te arreglará el cuerpo —le explicó cordialmente el hombre.

Cleve colgó la toalla de un gancho y empezó a desvestirse.

—Qué tiempo —comentó—. Con este frío dan ganas de meterte en la ducha con la ropa puesta.

—Criminal. ¿Ya has estado en Corea?

—No, iré dentro de poco. ¿Qué tal es aquello?

—No lo sé. Yo también voy para allá. Aunque si es como me lo imagino, creo que echaremos de menos esta agua caliente.

—Entre otras cosas, supongo.

Cleve se metió bajo la ducha justo cuando el hombre salía y empezaba a secarse enérgicamente. Cuando terminó se puso las botas sin calcetines, se envolvió en la toalla y recogió la ropa tirada.

—Nos vemos —dijo jovialmente.

Cleve pasó largo rato bajo el chorro caliente, dejando que le azotara los hombros y el torso y le aplastara el pelo como un casquete. Agradeció tanto la limpieza como la seguridad, de pie bajo el agua, cosas de las que viajar pronto te privaba. Finalmente cerró el grifo de la ducha, se secó y volvió a la habitación a vestirse para cenar.

Hacía más frío dentro de la nave del que recordaba. Encendió las luces al entrar. Al otro lado de las ventanas se veía una noche cerrada, gélida y clara. Temblando un poco, sacó ropa limpia de su macuto y metió la sucia en un compartimento que ya estaba casi lleno. Aunque había ido estirando las coladas, apenas le quedaba ropa. Había una sola camisa limpia, aparte de la que había sacado para ponerse, y dos mudas de todo lo demás. Pañuelos era lo único que tenía de sobra. Se puso el uniforme con el tabardo encima y salió de la habitación sin molestarse en apagar la luz. Miró la hora en su reloj. Eran cerca de las siete y estaba hambriento. Recorrió el pasillo desierto de cemento, bajó un tramo de escalera y salió fuera.

La noche estaba iluminada por una luna brillante que empalidecía las estrellas, pero a pesar de eso había una bruma fina, como de escarcha, cubriéndolo todo. Los edificios resplandecían con un fulgor artificial a través de la neblina. Cada luz estaba coronada con una delicada diadema. Sus pisadas crujían en la acera, y su aliento flotaba en el aire como humo plateado evanescente. Era una tierra extraña, Japón, con un cielo radiante y portentoso. Le dio la impresión de que transitaba por una página de la historia. Fue una sensación turbadora. Arrastrado por una corriente del destino, estaba solo, tan solo como un hombre moribundo.

Había recorrido un largo camino hasta allí. En la cabina enrarecida y abarrotada de un avión de transporte militar, permaneció sentado hora tras hora mientras la noche daba paso al día y las millas quedaban atrás, inadvertidas, hasta el punto de que parecía viajar únicamente a través del tiempo inflexible. Desde un horizonte del mundo hasta el otro había venido, cruzando aguas interminables, sintiéndose más mortal e insignificante a medida que avanzaba, como un nadador que se aleja poco a poco de la orilla. No miró atrás. El viaje era un puente que ya no existía. No había retorno posible. Había cruzado a la guerra, y una gran agitación le recorría por dentro.

Los hombres a menudo conocen el destino al que están llamados, y quizá Cleve conociera el suyo. O si no, puede que sólo sus ojos lo hubieran visto, pues eran ojos peculiares. A veces receptivos y profundos, casi tristes, o tan impenetrables como el mármol. Eran el rasgo más llamativo en

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