Ejercicios de memoria

Andrea Camilleri

Fragmento

Las cenizas de Pirandello

Las cenizas de Pirandello

Un breve preámbulo necesario. En diciembre de 1936, cuando Luigi Pirandello falleció en su casa de Roma, sus familiares hallaron en un cajón un papel con unas pocas líneas escritas a mano: eran sus últimas voluntades. Pirandello deseaba que su cuerpo fuera incinerado y que las cenizas se llevaran a Agrigento, al barrio de Caos, donde tenía una pequeña parcela en la que se alzaba su casa natal junto a un gran pino, en una loma desde la que se divisaba el mar. Quería que sus cenizas se enterraran entre las raíces del pino o, en caso de que no fuera posible, se echaran al «gran mar africano». Si no podían incinerarlo (en aquellos tiempos la Iglesia era sumamente hostil a esa práctica), solicitaba que las exequias se hicieran con un coche fúnebre de tercera categoría, que nadie más que sus familiares siguiera al féretro y que después lo sepultaran envuelto en una sábana directamente en la tierra.

Cuando un alto jerarca fascista leyó aquel papel se quedó lívido. Era la época en que muchísimos intelectuales pedían que los enterraran vestidos con la camisa negra fascista.

—Se ha ido dándonos un portazo en las narices —murmuró el jerarca.

Acertaba y se equivocaba al mismo tiempo. Pirandello se había ido dando un portazo en las narices, sí, pero no al fascismo, sino a la propia vida. Tras superar infinitas dificultades, sus hijos lograron incinerarlo y las cenizas se guardaron en un ánfora griega preciosa que se encontraba en casa del escritor desde tiempo inmemorial y que posteriormente se depositó en el cementerio de Campo Verano. Fin del preámbulo.

Pasamos a 1942, cuando cinco bachilleres de Agrigento (Gaspare, Luigi, Carmelo, Mimmo y yo mismo) solicitamos una audiencia con el secretario federal de los grupos de combate fascistas de la época, un hombre rudo y expeditivo. Nos presentamos de uniforme, hicimos el saludo romano y nos quedamos clavados delante de su mesa en posición de firmes. El secretario federal contestó someramente a nuestro saludo con la mano izquierda, puesto que en la derecha tenía una hoja que leía con suma atención. Siguió leyendo un buen rato, luego dejó el papel, nos miró y nos preguntó:

—¿Qué queréis?

Habló Gaspare en nombre de todos:

—Camarada secretario federal, hemos venido a solicitar que las cenizas de Pirandello, actualmente en Roma, sean trasladadas aquí, a Agrigento, como era su voluntad. No queremos que Pirandello...

El secretario federal lo interrumpió dando un manotazo en la mesa y se levantó.

—¡No os atreváis a hablarme de Pirandello, tarugos! ¡Pirandello era un antifascista asqueroso! ¡Largo de aquí, dejad de tocarme los cojones!

Ejecutamos un saludo romano perfecto, dimos media vuelta y salimos de allí humillados y abatidos.

En 1945, una vez liberada Italia del fascismo, los mismos cinco, ya universitarios, nos presentamos, esa vez de paisano, ante el delegado provincial de Agrigento, que nos recibió con cordialidad.

—¿En qué puedo ayudaros, queridos muchachos?

Una vez más, Gaspare tomó la palabra:

—Señor delegado provincial, nos gustaría que las cenizas de Pirandello, actualmente en Roma, fueran trasladadas a Agrigento para...

—Huy, no —lo interrumpió el delegado provincial—. ¡De ninguna de las maneras!

—¿Por qué? —me atreví a preguntar yo.

—Porque Pirandello fue un fascista convencido, mi querido muchacho. Ni hablar del asunto.

Nos estrechó la mano y se despidió de nosotros.

Lo mejor era que los dos tenían razón, tanto el secretario federal como el delegado provincial; a decir verdad, la relación de Pirandello con el fascismo había sido cuando menos irregular.

En 1924, justo después del secuestro y asesinato del político socialista Giacomo Matteotti, Pirandello solicitó directamente a Mussolini el carnet del Partido Fascista, un gesto a contracorriente que suscitó el desdén de muchos antifascistas, si bien cuatro años después tuvo una violenta discusión con el secretario nacional del partido, al término de la cual rompió el carnet y se lo tiró encima del escritorio. No contento con eso, se arrancó la insignia del ojal, la tiró al suelo y la pisoteó. Transcurridos unos años, sin embargo, no rechazó su nombramiento como miembro de la Real Academia de Italia, aunque poco después ya iba por ahí hablando mal de Mussolini y calificándolo de «hombre vulgar». Cuando en 1934 recibió el premio Nobel, el duce ni siquiera le mandó un telegrama de felicitación. La relación entre ambos parecía ya completamente rota, si bien en 1935, en un discurso de celebración de la campaña de Etiopía, Pirandello no dudó en referirse a Mussolini como «un poeta de la política». Aun así, al año siguiente volvía a ser de nuevo antifascista.

Pero volvamos a la posguerra. En 1946, en las primeras elecciones generales, salió elegido diputado por la Democracia Cristiana un siciliano de gran valía, el profesor Gaspare Ambrosini, que daba clase de Derecho Constitucional en la Universidad de Roma. Su competencia lo llevó a ser uno de los padres de la Constitución, de modo que decidimos mandarle una carta en la que explicábamos nuestras intenciones, esto es, trasladar las cenizas de Pirandello a Agrigento para cumplir así sus últimas voluntades. A fin de darnos importancia, escribimos la carta en una hoja que mi amigo Gaspare había encontrado por casualidad y que llevaba un membrete que rezaba «Corda Fratres – Asociación Universitaria». Después de haberla enviado, nos enteramos de que la Corda Fratres había sido una asociación universitaria muy próxima a la masonería y que el fascismo la había abolido. Gaspare Ambrosini nos contestó de inmediato aceptando nuestra petición, nos tuvo constantemente informados de sus progresos y, en cuestión de unos diez días, logró que localizaran el ánfora en el cementerio de Campo Verano y se la entregaran, para lo que tuvo que superar infinidad de obstáculos burocráticos. Transcurridos diez días más, nos anunció que iba a llegar a Palermo en un avión que había puesto a su disposición el ejército estadounidense. Sin embargo, el avión no llegó, ya que, cuando el piloto se enteró de que, además de al pasajero, tenía que transportar las cenizas de un difunto, se negó a despegar. Ni corto ni perezoso, el pobre Ambrosini consiguió que le hicieran una caja de madera para guardar la urna, donde la protegió con papel de periódico arrugado y emprendió el largo viaje en tren de Roma a Palermo, que duraba como mínimo dos días. Antes de salir, nos comunicó que en cuanto llegara daría señales de vida.

En un momento dado del viaje, Ambrosini tuvo que ausentarse para ir al servicio y cuando volvió a su asiento no vio la caja: había desaparecido. Desesperado, se puso a buscar por todos los compartimentos, abarrotados de gente, hasta que por fin dio con tres individuos que habían puesto la caja en el suelo y estaban echando una partida de cartas encima del muerto. Consiguió recuperarla y a partir de entonces la llevó bien agarrada sobre el regazo. Mientras tanto, nosotr

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