7-7-2007 (Subjefe Rocco Schiavone 5)

Antonio Manzini

Fragmento

9788417384159-3

En mi total incertidumbre, algo sin embargo tengo por cierto: que los hombres, por debajo de las capas superficiales de fragilidad, desean ser buenos, quieren ser amados. Y es verdad que muchos de sus vicios no son más que atajos que intentan abrir para llegar al amor.

JOHN STEINBECK

United united united we stand, united we never shall fall!

Abrió los ojos y se incorporó de golpe en la cama.

—Pero ¿qué...?

Alarmada por los movimientos de su amo, Loba tam­bién había levantado las orejas. La música venía del piso de al lado.

United united united we stand, united we stand one and all!

Ritmo tribal, guitarrazos catarrosos y distorsionados, un coro simiesco con un lema de encefalograma plano. Ese género musical, el heavy metal, ostentaba el séptimo grado de la clasificación de tocadas de cojones de Rocco Schiavone. Si sonaba a las cuatro menos cuarto de la madrugada, subía directo al noveno.

—¡Me cago en la puta! —gritó, levantándose de la cama.

En los diez días que llevaba en su nuevo piso de via Croix de Ville se había familiarizado con la casa, pero no con los vecinos. Y menos aún con los de enfrente.

No le quedaba más remedio: era hora de hacerles una visita.

Abrió la puerta, pero la embestida del frío de la escalera lo hizo regresar para ponerse el loden directamente sobre los calzoncillos y la camiseta antes de volver a salir descalzo. Llamó a la puerta. Sin respuesta. La música tam­bién retumbaba en el rellano.

So keep it up, don’t give in...

Llamó al timbre y aporreó la puerta. Se hizo un silencio repentino, seguido de pasos veloces. Un roce en la madera, señal de que alguien observaba por la mirilla.

—Sí, soy Schiavone, el vecino. ¡Abra!

La puerta se abrió de par en par y apareció un chico de dieciséis años. Granos, pelo largo, en calzoncillos, con una camiseta de Iron Maiden agujereada, la piel blanca como el vientre de un pez.

—¿S... sí?

—¿Sí? ¿Cómo que sí? Me cago en la puta... Son las cuatro menos cuarto de la mañana y ¿vas y pones música a todo trapo?

El chico hundió la cabeza entre los hombros.

—Perdone, creía que no había nadie.

—Pues creías mal. Llevo viviendo aquí diez días.
¿Y de los otros vecinos te has olvidado?

—No hay nadie en todo el edificio. Los Benaix están en Holanda y los Candiani se han ido también de viaje. Perdone, si lo hubiera sabido no...

—Ahora ya lo sabes. Búscate unos cascos y escucha a los Judas Priest a toda hostia. ¡Por mí como si te revientas los tímpanos!

El chico esbozó una sonrisa.

—¿Conoce a los Judas Priest?

—Claro. Son un grupo de cuando yo era joven. Lo raro es que los conozcas tú.

El vecino levantó tímidamente la mano derecha, formando unos cuernos con el pulgar extendido, y dijo con una sonrisita:

—Rock’n roll will never die!

—¿Eres tonto o qué, chaval? Mira, vete a dormir, colega, que mañana hay colegio. ¡Como vuelvas a despertarme con esa mierda de música, te echo a Loba para que te despedace vivo!

Sólo entonces el chico pareció reparar en la presencia de la perra.

—¡Anda, qué bonito!

—¡Bonita!

—¿De qué raza es?

—Un Saint-Rhémy-en-Ardennes.

El chico se echó a reír.

—¿Eso es una raza?

—Si los Judas Priest son un grupo de música, eso es una raza.

—Me llamo Gabriele, por cierto.

—Y a mí qué coño me cuentas —respondió Rocco, al que aún no se le había pasado el cabreo.

Acto seguido, dio media vuelta y regresó a su piso.

De seguir durmiendo ni hablar. Se dio una ducha rápida, le echó de comer a la perra y salió de casa. El amanecer había emborronado de rosa el cielo y los tejados húmedos de Aosta. Quería desayunar, un café doble, dos cruasanes, y contemplar la piazza Chanoux mientras iba adquiriendo lentamente los colores del nuevo día, que se auguraba radiante, sin una nube acechando entre las chimeneas, apagadas desde hacía un mes.

Se miró los zapatos, el decimosexto par de Clarks que había comprado en diez meses, el más afortunado; con un poco de esfuerzo, quizá incluso le aguantaran hasta el próximo invierno. Un viento ligero y frío, pero no helado, le acariciaba el rostro. Loba se paraba en todas las esquinas para olfatear los mensajes dejados por otros perros durante la noche. Él, por su parte, se paró sólo en el quiosco para comprar el periódico. Se quedó de piedra cuando vio el artículo en primera plana.

EL CRIMEN DE LA CALLE PIAVE,
AÚN SIN RESOLVER

Ya nadie habla del asesinato que hace más de un mes se llevó la vida de Adele Talamonti, acribillada con seis tiros cuando, según el portavoz de la fiscalía, se alojaba en el piso del subjefe Rocco Schiavone en la calle Piave. ¿Quién entró en esa casa para matar a la pobre Adele? ¿Era ella el blanco o las balas iban dirigidas al subjefe? Parece que somos los únicos que seguimos haciéndonos estas preguntas. Creemos nuestro deber recordar a los lectores que ciertos hechos en apariencia inexplicables podrían responder a una razón sencilla pero incómoda, como, por ejemplo, no manchar la imagen de un oficial de la policía que lleva diez meses trabajando en la jefatura de Aosta y que parece ser el protegido del jefe superior, Andrea Costa. Nosotros, sin embargo, recordamos que la noche del 13 de mayo Adele Talamonti fue brutalmente asesinada y que, de momento, pese a las muchas pro­mesas, no se conocen ni la persona que dio la orden ni menos aún los ejecutores. Lo único que ha sucedido es una cosa: Rocco Schiavone se ha cambiado de casa. Evidentemente, no consigue convivir con su culpa. Tenemos la esperanza de que tanto la jefatura como su señoría el juez Baldi nos den pronto una respuesta concreta tanto al periódico como a los ciudadanos.

Sandra Buccellato

Rocco arrugó el periódico y lo arrojó a la papelera. Era hora de cerrarle la boca de una vez por todas a Sandra Buccellato, la periodista y ex mujer de Costa, responsable del odio que éste le profesaba a todo el gremio, como consecuencia de su fuga con un reportero de La Stampa. Debía encontrarla, amenazarla, pegarle. ¿Cómo se atrevía? Una frase en particular —«Evidentemente, no consigue convivir con su culpa»— le había tocado la moral. Llevaba conviviendo con su culpa desde el 7 de julio de 2007, ¡qué coño sabría Sandra Buc­cellato! Pero no tenía por qué darle explicaciones, bastaba con que se pasara por la redacción y la hiciera callar.

El café le supo a tierra, y los cruasanes, a mantequilla derretida.

—¿Qué le pasa, subjefe? —le preguntó Ettore.

En el bar ya había unas diez personas desayunando. Rocco negó con la cabeza.

—Nada, Ettore, otro día de perros.

—¿Tan temprano? ¿Se cuece algo?

—No, nada. ¿Conoces a Sandra Buccellato?

El camarero sonrió.

—¿Que si la conozco? Viene al bar al menos tres veces al día. Tiene la redacción ahí enfrente.

—¿Y podrías describírmela?

—No. Porque leo el periódico y, conociéndolo a usted, sé que lo que pretende es que le haga un retrato robot para poder identificarla y desgraciarle la vida.

—Ettore, yo a las mujer

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