Contemplaciones

Zadie Smith

Fragmento

Peonías

Peonías

Justo antes de marcharme de Nueva York me encontré de pronto en una posición inesperada: agarrada a las rejas del Jefferson Market Garden mirando a través de los barrotes. Un momento antes iba a la carrera, como de costumbre, intentando sacar provecho de dos minutos que había rascado de los tramos de cuarenta y cinco en que, entonces, fraccionaba mis días (compactando y nivelando cada bloque de tiempo con la precisión con que un niño construye un castillo de arena). Dos minutos «libres» equivalían a un macchiato (en un mundo ideal, sin necesidad de pagar en efectivo, si nadie me daba conversación). En aquella época, la hoja de mi pala siempre estaba afilada para ahuyentar a camareros parlanchines, madres excesivamente simpáticas, estudiantes en apuros, lectores curiosos: cualquiera que me pareciese una amenaza contra mi programa. Ah, ¡qué bien protegida iba! Pero, a traición, me atacó... la horticultura: los tulipanes que florecían en el triángulo de tierra de un pequeño jardín metropolitano. No es que los tulipanes sean flores muy sofisticadas; un crío podría dibujarlos; y además eran de un rosa chillón con vetas naranjas. Desde el mismo instante en que me detuve a mirarlos deseé que fueran peonías.

Nacida y criada en la ciudad, no era consciente de sentir un entusiasmo especial por las flores, o al menos no un interés tan profundo como para renunciar al café. Aun así, seguí aferrada a los barrotes de aquella verja; no iba a soltarme. Y no estaba sola: a ambos lados del Jefferson había otras dos mujeres, ambas más o menos de mi edad, atisbando a través de la reja. Era un día frío, radiante, azul; ni una nube entre el World Trade Center y el número de siete dígitos pintado en el viejo anuncio de la farmacia Bigelow. Las tres teníamos obligaciones que atender; no obstante, algún instinto poderoso nos había atraído hasta allí, y el afán depredador con el que escrutábamos aquellos tulipanes me hizo recordar cómo describía Nabokov la presunta génesis de Lolita: «El primer débil latido [...] si no recuerdo mal fue provocado, en cierta medida, por un relato periodístico acerca de un chimpancé del Jardin des Plantes que, después de meses de pacientes esfuerzos por parte de un científico, hizo el primer dibujo realizado nunca por un animal: mostraba los barrotes de la jaula de la pobre criatura.» Siempre me ha interesado esa cita, aun sin creer una sola palabra de lo que dice. (Algo inspiraría Lolita, sin embargo, estoy convencida de que no hubo primates implicados.) El científico ofrece el trozo de carboncillo esperando o deseando una revelación trascendente sobre ese chimpancé, pero la revelación resulta ser fruto de la mera contingencia, de una serie de circunstancias determinadas, de la situación como tal. El chimpancé está enjaulado por su naturaleza, por sus instintos y por sus circunstancias (el orden de los factores habrán de debatirlo los zoólogos); es lo que hay. Por mi parte, no necesitaba que un freudiano me explicara que aquellas tres mujeres de mediana edad, al filo de la perimenopausia, se habían sentido atraídas por un símbolo que pregonaba la fertilidad y el renacimiento en medio de una yerma metrópolis de cemento... Y, en efecto, cuando advertimos la presencia de las demás, las tres sonreímos avergonzadas. En mi caso, sin embargo, fue una vergüenza bien distinta a la que habría sentido en otro tiempo, cuando era muy joven y leí Lolita por primera vez. En aquella época, para mí, la jaula de mi circunstancia era el género. No en su manifestación concreta: me gustaba mi cuerpo. Pero no lo que creía que significaba: que estaba atada a mi «naturaleza», a mi cuerpo animal —al reino simiesco del instinto—, y todo esto de un modo mucho más fundamental que, digamos, mis hermanos. Yo tenía «ciclos», ellos no; yo debía prestar atención a distintos «relojes», ellos no necesariamente. Había palabras especialmente dirigidas a mí acechando en el horizonte, empaquetadas de antemano para señalar las posibles etapas de mi existencia: podría convertirme en una solterona, podría convertirme en una arpía, podría ser un «bombón», una madura deseable o una mujer «sin hijos», mientras que mis hermanos, sin importar qué más les ocurriera, continuarían siendo simplemente hombres. Y al final, con suerte, llegaría a ser la criatura más patética de todas, una anciana a quien ya adivinaba como alguien a quien cualquiera, hasta los niños, se permitiría dar lecciones. Solía escuchar la canción You Make Me Feel (Like A Natural Woman) [Me haces sentir (una mujer natural)] e intentaba imaginar su contrapartida. Podías hacer que alguien se sintiera un hombre «de verdad» (sin duda, otro tipo de jaula), pero nunca un hombre natural: un hombre era un hombre era un hombre. Doblegaba la naturaleza a su voluntad; no se sometía a ella, salvo en la muerte. La sumisión a la naturaleza iba a ser mi reino, y era un reino al que yo no quería pertenecer: sería una mujer, pero no natural. Me negué a llevar ningún tipo de control de mi ciclo menstrual, por ejemplo, prefiriendo ponerme a llorar el lunes y descubrir la (supuesta) razón de mi llanto el martes. Sí, mucho mejor eso que prepararse a conciencia para un lunes triste o creer que era inevitable sin más. Mis estados de ánimo eran míos: no reflejaban la naturaleza. Me negué a tolerar la idea de que nada en mí siguiera un movimiento cíclico, mensual. Y si algún día decidía ser madre, lo sería cuando llegara «mi momento», por más que sonaran las alarmas en los temidos relojes de las revistas femeninas. De los «polluelos» no quería ni oír hablar: no era una gallina clueca. Y, a partir de los veinte, si algún freudiano atrevido hubiera osado insinuar que mi apartamento, lleno de cojines peludos, alfombras peludas, almohadas peludas, mantas peludas y pufs peludos, delataba un deseo sublimado de compañía en el sentido animal, o que inconscientemente acolchaba el nido con esperanzas de albergar nueva vida, desde luego le habría enseñado a ese impertinente dónde estaba la puerta. Yo era una mujer, pero no esa clase de mujer. Hoy quizá lo llamarían «misoginia internalizada». No dispongo de un término mejor. Aun así, en el núcleo de ese rechazo latía una obsesión con el control común entre mi gente (los escritores). Suele decirse que la escritura es «creativa»; a mí nunca me ha parecido una descripción correcta. Plantar tulipanes es creativo; plantar un bulbo (me imagino, porque nunca lo he hecho) es participar con un pequeño gesto en el milagro cíclico de la creación. La escritura es control. La facultad donde doy clases de hecho debería llamarse Departamento de Control de la Experiencia. La experiencia —enigmática, abrumadora, consciente, inconsciente— nos arrolla a todos. Intentamos adaptarnos, aprender, acomodarnos, a veces resistiéndonos, otras veces sometiéndonos, para encarar lo que venga. Los escritores, sin embargo, van más allá: toman esa masa informe de perplejidad y la vierten en un molde de su propia invención. La escritura es siempre resistencia. Y tal vez por eso sea una actividad noble, y a veces incluso útil, una vez sobre el papel; sin embargo, por lo que sé, n

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos