La última noche

James Salter

Fragmento

9788415630623-3

Cometa

Philip se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía de blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda lar­ga blanca ceñida a las caderas, blusa blanca vaporo­sa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.

—Yo, Adele —dijo con voz clara—, me entrego a ti, Phil, enteramente como esposa…

Detrás de ella, en calidad de padrino de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba a su perrito mediante el puño de un bastón enganchado al collar del animal.

En el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba, podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro, toda morena, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia femenina, toda despreocupación e indolencia.

Montaron casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLereo, su primer marido —Frank, se llamaba—, heredero de un imperio de camiones de basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La lealtad —le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho agotadores años, como solía decir— era su código. Reconocía que los términos del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa de Bimini.

—Cenaremos bien —había dicho DeLereo muy contento—, subiremos a bordo y nos acostaremos. Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.

La cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron a cruzar la corriente del Golfo —el capitán era de Long Island y se extravió—. DeLereo le dio cincuenta dólares para que le cediera el timón y se fuera abajo.

—¿Sabe algo de navegación? —preguntó el capitán.

—Más que usted —respondió DeLereo.

Adele, tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimátum:

—Encuentra un puerto como sea o prepárate para dormir solo.

Philip Ardet conocía de sobra la anécdota, así como otras muchas. Era un hombre varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su interlocutor fuera la carta de un restaurante. Había conocido a Adele en el campo de golf cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó su bola unos doscientos metros calle abajo, perfectamente centrada.

Así era él, capaz y tranquilo. Había estado en Princeton y en la armada. Tenía pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La primera vez que salieron juntos, él comentó que le sucedía algo curioso: caía bien a ciertas personas y mal a otras.

—A las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.

Adele no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de universidad.

Gustarle a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.

Luego resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto fue unos años después de casarse. Todavía era guapa —su cara lo era—, pero su figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del pijama, leía sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un sorbo y lo observó.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—He disfrutado del sexo desde que tenía quince años.

Phil levantó la vista.

—Yo no me estrené tan pronto —reconoció.

—Pues deberías.

—Buen consejo, pero llega un poco tarde.

—¿Recuerdas cuando tú y yo empezamos?

—Sí.

—Casi no podíamos parar —dijo ella—. ¿Te acuerdas?

—El promedio no está mal.

—Ya, estupendo.

Cuando él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían, también tenían problemas con el amor. Pero era diferente: ya habían obtenido grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.

Qué sabía Phil: estaba dormido.

Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas herencias y depositario de otras más. Leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.

Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papanatas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.

—Por el fin de la privacidad y la vida digna —dijo.

Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.

—Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco —dijo ella.

Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últimos siete años.

—Es ve

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