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Lunes 2 de mayo de 2005
Allan Karlsson vaciló un momento en el arriate de pensamientos adosado a uno de los muros de la residencia. Vestía chaqueta marrón, pantalones marrones y zapatillas marrones. No iba a la última moda, desde luego, pero aun así aquel atuendo resultaba un poco raro para su edad. Había huido de su fiesta de cumpleaños, y eso también resultaba un poco raro para su edad, sobre todo porque muy pocos la alcanzan.
Sopesó si tomarse la molestia de volver a trepar hasta la ventana para coger el sombrero y los zapatos, pero cuando comprobó que llevaba la cartera en el bolsillo de la chaqueta, decidió ahorrárselo. Además, la enfermera Alice había demostrado en varias ocasiones poseer un fastidioso sexto sentido (allá donde él escondiera su aguardiente, ella siempre lo encontraba), y quizá en ese mismo instante anduviese por el pasillo barruntando que allí olía a chamusquina.
Mejor largarse cuando aún estaba a tiempo, pensó, y sacó las piernas del arriate con un crujir de rodillas. Que él recordara, en la cartera llevaba unos cuantos billetes de cien coronas que había conseguido ahorrar, lo cual le resultaría muy útil, ya que sin duda desaparecer no le saldría gratis.
Volvió la cabeza y echó un último vistazo a la residencia de ancianos, que hasta hacía muy poco había considerado su última morada en la tierra, y se dijo que eso de morir bien podía hacerlo en otro momento y otro lugar.
Así pues, el centenario echó a andar con sus zameadillas (así llamadas porque a cierta edad rara vez mea uno más lejos de sus propios zapatos). Primero cruzó un parque y luego rodeó un descampado donde, de vez en cuando, se instalaba algún mercadillo. Por lo demás, aquella ciudad era bastante tranquila. Tras recorrer unos cientos de metros, se metió por detrás de la orgullosa iglesia medieval y se sentó en un banco al lado de las lápidas, para conceder un breve descanso a sus rodillas. La religiosidad de los lugareños no llegaba al extremo de que Allan hubiese de temer que pudieran echarlo de allí. Según comprobó con sorpresa, bajo la losa situada justo enfrente del banco yacía un tal Henning Algotsson, nacido el mismo año que él. Menuda ironía del destino. La principal diferencia entre ambos residía en que Henning había exhalado su último suspiro sesenta y un años antes.
Si Allan hubiese tenido otro talante, tal vez se habría preguntado de qué había muerto Henning a la temprana edad de treinta y nueve años. Pero él nunca se metía en lo que hacían o dejaban de hacer los demás, no si podía evitarlo, y casi siempre podía.
Prefirió pensar que probablemente se habría equivocado de medio a medio quedándose encerrado en el asilo con la convicción de que, en caso necesario, podría morirse sin más y acabar con todo. Y es que, por muchas vejaciones que pudiera sufrir uno, resultaba más interesante e instructivo escapar de la espantosa enfermera Alice que yacer inmóvil dos metros bajo tierra.
En vista de ello y desafiando sus doloridas rodillas, el cumpleañero se puso en pie, se despidió de Henning Algotsson y prosiguió su improvisada fuga.
Cruzó el cementerio hacia el sur hasta que un murete de piedra le impidió el paso. No mediría más de un metro de alto, pero Allan era un centenario, no un saltador de altura. Sin embargo, al otro lado aguardaba la terminal de autobuses de Malmköping, y en ese instante comprendió que sus inseguras piernas querían llevarlo precisamente allí. Una vez, hacía muchos años, Allan había cruzado el Himalaya, y aquello sí había sido fatigoso. Y en eso se concentró para superar el último obstáculo que lo separaba de la terminal. Se concentró tanto que el murete encogió a sus ojos hasta casi quedar reducido a nada. Y cuando más insignificante le pareció, Allan, a pesar de su edad y sus rodillas, trepó y saltó al otro lado.
En Malmköping raras veces había aglomeraciones, y aquel soleado día de primavera no era una excepción. Todavía no se había cruzado con nadie desde que inopinadamente decidió saltarse su propia fiesta de cumpleaños. La sala de espera de la terminal también estaba casi desierta cuando entró arrastrando las zapatillas. Sólo casi. En medio de la sala había dos hileras de asientos, respaldo contra respaldo, todos desocupados. A la derecha, dos ventanillas, una de ellas cerrada. Tras la segunda había un hombrecillo escuálido, de pequeñas gafas redondas, cabello ralo con raya a un lado y chaleco reglamentario. Al ver a Allan, dejó de teclear en su ordenador y compuso una expresión atribulada. ¿Quizá el ajetreo de esa tarde le resultaba demasiado estresante? Porque Allan acababa de constatar que no era el único viajero en la sala de espera. En efecto, en un rincón había un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía «Never Again».
Probablemente no sabía leer, pues tiraba de la puerta del aseo para minusválidos como si el letrero «Fuera de servicio», en letras negras sobre fondo amarillo, no significara nada.
Al cabo se pasó a la puerta del aseo contiguo, pero allí el problema era otro. Al parecer, el joven no quería separarse de su enorme maleta gris con ruedas, pero el lavabo era demasiado pequeño para albergar a ambos. Observándolo, Allan comprendió que tendría que entrar sin la maleta, o bien meterla dentro y quedarse él fuera.
Sin embargo, ése fue todo el interés que mostró por los problemas de aquel joven. Bastante tenía ya con ir arrastrando los pies lo mejor que podía para acercarse, pasito a pasito, a la ventanilla y preguntarle al empleado si había algún medio de transporte que saliera hacia algún lugar dentro de los próximos minutos y, de ser así, cuánto costaba el billete.
El hombrecillo lo observaba con aspecto cansado. De hecho, había perdido el hilo de la explicación, porque tras unos segundos de reflexión preguntó:
—¿Y qué destino tenía en mente el señor?
Allan empezó de nuevo y le recordó que tanto el destino como el recorrido eran secundarios, y que lo principal era 1) la hora de salida y 2) el precio.
El otro guardó silencio unos instantes mientras consultaba los horarios y rumiaba las palabras de Allan.
—El coche de línea 202 sale dentro de tres minutos con destino Strängnäs —dijo por fin—. ¿Le va bien?
Sí, a Allan le iba muy bien. Por tanto, fue informado de que el autobús en cuestión partía del andén situado delante de la entrada de la terminal, y de que lo más adecuado era comprarle el billete directamente al conductor.
Allan se preguntó qué haría aquel hombrecillo detrás de la taquilla si no expedía billetes, pero se lo calló. Tal vez él también se lo preguntara. En su lugar, le dio las gracias y a modo de saludo intentó levantarse un sombrero que, con las prisas, había olvidado en la habitación.
Se sentó en una de las hileras de asientos vacíos y se sumió en sus pensamientos. Sólo faltaban doce minutos para que comenzara la puñetera fiesta de aniversario, que estaba programada para las tres. En breve empezarían a llamar a la puerta de su habitación, y a partir de entonces se armaría la gorda, de eso no cabía duda.
El homenajeado se sonrió mientras con el rabillo del ojo veía acercarse a alguien. Era el joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y la cazadora vaquera con el «Never Again» en la espalda. Se dirigía directamente hacia él, tirando de su enorme maleta con ruedas. Allan comprendió al punto que corría un gran riesgo de tener que hablar con aquel pelanas, pero en el fondo no le vendría mal, supuso, pues le serviría para formarse una idea sobre las preocupaciones e inquietudes de la juventud actual.
Y, en efecto, se produjo un diálogo, aunque no de altos vuelos. El joven se detuvo a un metro de Allan, pareció estudiarlo un instante y dijo:
—Eh, tío, ¿qué pasa?
Allan también le dio amablemente las buenas tardes y preguntó si podía ayudarlo en algo. Podía. El joven quería que Allan le echase un ojo a la maleta mientras él hacía sus necesidades en el servicio. O, como explicó:
—Tengo que cagar.
Allan repuso educadamente que, aunque estaba hecho un cascajo, aún conservaba bien la vista y no le supondría molestia alguna vigilarle la maleta. Sin embargo, le advirtió que se diera prisa, porque dentro de nada tenía que coger un autobús.
Cabe suponer que el joven no oyó esto último, ya que salió corriendo hacia el lavabo antes de que Allan hubiese terminado la frase.
El anciano no solía exasperarse con la gente, hubiera o no motivo para ello, y en esta ocasión tampoco lo incomodó la grosería del joven. No obstante, huelga mencionar que tampoco le inspiró una simpatía especial, lo cual tuvo suma relevancia en lo que sucedería a continuación.
Que fue que el coche de línea 202 paró delante de la entrada escasos segundos después de que el melenas se encerrara en el aseo. Allan miró el autobús y luego la maleta, después de nuevo el autobús y otra vez la maleta.
Tiene ruedas, se dijo. Y un asa para llevarla.
Y entonces se sorprendió tomando lo que se podría calificar como la decisión que le cambiaría la vida.
El conductor, un hombre servicial y atento, lo ayudó a subir el equipaje a bordo.
Allan le dio las gracias y sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta. Mientras contaba el dinero que tenía —seiscientas cincuenta coronas en billetes y algunas monedas—, el conductor preguntó si el señor quería ir a Strängnäs. Allan pensó que lo mejor sería mostrarse precavido, al menos de momento, así que separó un billete de cincuenta y preguntó:
—¿Hasta dónde llego con esto?
El otro, divertido, comentó que estaba acostumbrado a que la gente supiese adónde quería ir pero no cuánto le costaría, y que lo contrario era muy poco habitual. Después echó un vistazo al listado de tarifas y le dijo que por cuarenta y ocho coronas podía llevarlo hasta Estación de Byringe.
A Allan le pareció bien. Cogió el billete y las dos coronas de cambio. El conductor colocó la maleta recién robada en el espacio reservado para equipaje detrás de su asiento, y Allan se sentó en la primera fila de la derecha. Por la ventanilla veía la sala de espera de la terminal. Cuando el vehículo se puso en marcha, la puerta del aseo seguía cerrada. Pensando en el buen chasco que aquel joven se llevaría en cuanto saliera, Allan le deseó unos momentos placenteros allí dentro.
Aquella tarde, el autobús con destino a Strängnäs no iba lleno ni mucho menos. En la penúltima fila se sentaba una mujer de mediana edad que lo había cogido en Flen; en el medio, una joven madre que a duras penas había conseguido subir en Solberga con sus dos hijos, uno de ellos metido en un cochecito; y, delante, un señor muy mayor que se había sumado al pasaje en Malmköping.
Este último estaba preguntándose por qué había robado aquella maleta gris con ruedas. ¿Tal vez porque había tenido ocasión de hacerlo? ¿Porque su propietario era un patán? ¿O porque quizá contuviera unos zapatos, una muda e incluso un sombrero? ¿O porque no tenía nada que perder? Lo cierto es que Allan no sabía cómo explicarlo. Cuando la vida hace horas extras es fácil tomarse libertades, pensó, y se acomodó en el asiento.
Se hicieron las tres y el autobús pasó por Björndammen. Allan constató que, de momento, estaba satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos. Y cerró los ojos para echar una cabezada.
En ese mismo instante, la enfermera Alice llamaba a la puerta de la habitación 1 de la residencia de ancianos de Malmköping. Llamó otra vez. Y otra.
—No sea cabezota, Allan. El alcalde y los demás ya están abajo. ¿Me oye? Haga el favor de salir de una vez. ¿Allan?
Y más o menos a la misma hora se abrió la puerta del único aseo que funcionaba en la terminal de autobuses. De él salió un joven aliviado por partida doble. Tras avanzar unos pasos mientras se ajustaba el cinturón con una mano y se pasaba la otra por el pelo, se detuvo en seco, miró las dos hileras de asientos y luego a izquierda y derecha. Acto seguido, incrédulo, exclamó:
—Pero ¿qué cojones...? ¡Será cabrón...! —Entonces tomó aire y acabó de estallar—: ¡Eres hombre muerto, viejo de mierda! ¡Cuando te encuentre...!
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Lunes 2 de mayo de 2005
Poco después de las tres de la tarde, en la residencia de ancianos de Malmköping la calma fue sustituida por una zozobra que duraría varios días. En lugar de enfadarse, la enfermera Alice se inquietó y no dudó en utilizar la llave maestra. Puesto que Allan no había hecho nada por ocultar su huida, al punto advirtieron que había salido por la ventana. Y por las pisadas que distinguieron en la tierra vieron que, antes de marcharse, había hecho un estropicio entre los pensamientos del arriate.
En virtud de su cargo, el alcalde se sintió obligado a tomar las riendas del asunto. Se aclaró la garganta y dispuso que los presentes se dividieran en parejas que saldrían en busca del anciano por los alrededores de la residencia, pues al fin y al cabo no podía hallarse muy lejos. Envió una pareja al parque, otra al Systembolaget —la licorería, donde la enfermera Alice solía encontrar a Allan las veces que se escapaba—, una tercera a peinar las demás tiendas a lo largo de Storgatan, y, por último, una cuarta al museo de la ciudad, en lo alto de la colina. Él se quedaría en la residencia, vigilando al resto de los ancianos y, de paso, decidiendo qué otras medidas deberían adoptarse. Por último, pidió a todos máxima discreción, pues lo ocurrido no tenía por qué divulgarse innecesariamente. Sin embargo, con el jaleo reinante, no reparó en que una de las parejas de rescate que acababa de designar estaba compuesta por un reportero del diario local y su fotógrafa.
Aunque la terminal de autobuses no caía dentro del perímetro de búsqueda señalado por el alcalde, allí había un grupo unipersonal formado por un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía «Never Again». Y ya había registrado infructuosamente cada rincón de la estación. Frustrado, se dirigió con paso decidido hacia la taquilla a fin de exigir información sobre el posible itinerario de aquel viejo felón.
Si bien estaba harto de su trabajo, eso nadie podía negarlo, el hombrecillo todavía conservaba cierto pundonor profesional. Y por tal razón no se amilanó ante el vociferante joven, sino que tuvo arrestos para explicarle que la privacidad de los señores viajeros de la terminal no era algo que se pudiese airear a la ligera, y, ya puesto, añadió que en ninguna circunstancia, presente o futura, pensaba proporcionarle la información requerida.
El joven frunció el ceño y trató de descifrar aquella parrafada. Después se desplazó unos metros a la izquierda, hasta la endeble puerta de la oficina. No se molestó en verificar si estaba cerrada con llave. Sólo cogió carrerilla y le propinó una patada con la bota derecha que hizo saltar astillas. El taquillero ni siquiera logró levantar el auricular para pedir ayuda cuando ya se encontraba pataleando en el aire delante del joven, que lo sostenía firme y dolorosamente por las orejas.
—Puede que no sepa qué coño es esa privacidad, pero soy un hacha a la hora de que la gente desembuche —le espetó éste, y lo soltó para que cayera con un golpe sordo sobre la silla giratoria.
Acto seguido, le explicó lo que les haría a sus genitales, valiéndose de martillo y clavos, si no accedía a su solicitud de información. La descripción fue tan rica en detalles y tan convincente, que al hombrecillo le faltó tiempo para contarle cuanto sabía, es decir, que el anciano había cogido el coche de línea 202 a Strängnäs. Lo que no sabía era si llevaba una maleta consigo, pues él no acostumbraba espiar a los señores viajeros.
Hizo una pausa para respirar y, de paso, comprobar el grado de satisfacción del joven ante su respuesta, y comprendió al instante que haría bien en seguir hablando. Así pues, añadió que en el trayecto entre Malmköping y Strängnäs había doce paradas, y que el anciano podría bajarse en cualquiera de ellas, y que quien lo sabría con certeza era el conductor del autobús, que, según el horario, debía estar de vuelta en Malmköping a las 19.10, esta vez de camino a Flen.
Entonces, el joven se sentó al lado del asustado y dolorido hombrecillo y dijo:
—Tengo que pensar.
Y pensó. ¿Qué pensó? Pues que si le daba un par de hostias, sin duda conseguiría sonsacarle el número del móvil del conductor. Luego podría llamar a éste y decirle que la maleta del anciano era robada. Pero, claro, en ese caso correría el riesgo de que el conductor le fuese con el cuento a la policía. Mala cosa. Además, bien mirado, no era tan urgente, pues aquel vejestorio contaba más años que Matusalén, y si ahora tenía una maleta que arrastrar, cuando se apease en Strängnäs o alguna parada anterior se vería obligado a moverse en taxi, tren u otro autobús. Y así iría dejando nuevas pistas, y siempre habría alguien a quien tirar de las orejas para que le contase gustosamente adónde se dirigía el vejete. Estaba claro que el joven confiaba plenamente en sus dotes para que la gente desembuchara.
Cuando hubo acabado de pensar, tomó una decisión: esperaría el autobús en cuestión para hablar con el conductor.
Una vez resuelto el dilema, volvió a ponerse en pie y le explicó al hombrecillo, con lujo de detalles, lo que les pasaría a él, a su esposa y a sus hijos si le contaba a la policía o a cualquier persona lo que acababa de ocurrir.
El hombrecillo no tenía esposa ni hijos, pero aun así deseaba preservar sus orejas y sus genitales en un estado más o menos aceptable. Por tanto, juró por su honor de taquillero que no le diría nada a nadie.
Y mantuvo esta promesa, hasta el día siguiente.
Las parejas que habían salido en busca del anciano volvieron a la residencia y presentaron un informe sobre las observaciones realizadas. O, mejor dicho, sobre la falta de las mismas. El alcalde se resistía instintivamente a meter a la policía en el asunto, a saber qué podía salir de allí, pero entonces el reportero del diario local se atrevió a inquirir:
—Señor alcalde, ¿qué piensa hacer ahora?
Él reflexionó unos segundos y por fin dijo:
—Dar parte a la policía, por supuesto.
Dios mío, cuánto odiaba la libertad de prensa.
El conductor lo despertó con un leve empujón y le informó que ya habían llegado a Byringe, y luego se encargó de bajar dificultosamente la enorme maleta por la puerta delantera, seguido de Allan. Hecho, resopló y preguntó si el señor se las arreglaría solo. Allan contestó que por supuesto, faltaría más. Le dio las gracias por la ayuda recibida y se despidió agitando la mano mientras el autobús volvía a tomar la carretera 55 en dirección a Strängnäs.
Los altos abetos del lugar ocultaban el sol de la tarde, y al poco Allan empezó a tener frío, con sólo aquella chaqueta fina y las zapatillas. No había ningún pueblo llamado Byringe a la vista, y aún menos su estación. Sólo bosque y más bosque, y un estrecho camino de grava a mano derecha.
De pronto, se le ocurrió que quizá encontrase ropa de abrigo en la maleta que tan alegremente había birlado. Sin embargo, estaba cerrada con llave; necesitaría un destornillador u otra herramienta para abrirla. Sólo le quedaba ponerse en movimiento, ya que no podía quedarse en aquella carretera a la espera de morirse de frío, pese a que la experiencia le indicaba que, por mucho que lo intentara, no lo conseguiría.
La maleta tenía una cinta en una esquina, y si se tiraba de ella se desplazaba fácilmente sobre sus cuatro ruedecillas. Así pues, Allan siguió el camino de grava y se internó en el bosque a pasitos cortos y arrastrando los pies. A su espalda, la maleta se bamboleaba de un lado a otro.
Al cabo de unos doscientos metros, llegó a lo que parecía la estación de Byringe, un edificio desmantelado al lado de unas vías férreas más que muertas.
La verdad es que, por ejemplar y perfecto que Allan fuera como hombre centenario, las cosas habían ido demasiado lejos en muy poco tiempo. Así que se sentó sobre la maleta para recuperar fuerzas y aclararse las ideas.
Delante de él, a la izquierda, se erguía la ruinosa estación, amarilla y de dos plantas, con las ventanas parcialmente cegadas mediante bastos tablones. A su derecha, la herrumbrosa vía férrea se perdía en la lejanía, introduciéndose en línea recta en el bosque. La naturaleza aún no había conseguido engullirla por completo, pero sólo sería cuestión de tiempo.
El andén, de madera, no parecía muy seguro. A lo largo del último tablón todavía se leía «Prohibido cruzar la vía». «Está claro que ya no es peligroso cruzar la vía», pensó Allan; pero, por otro lado, ¿quién en su sano juicio tendría interés en cruzarla voluntariamente?
La respuesta no se hizo esperar, pues al punto se abrió la destartalada puerta de la estación y salió un hombre de unos setenta años, ojos castaños, barba canosa de dos días, gorra de visera, camisa a cuadros, chaleco negro de piel y botas robustas. Al parecer confiado en que los tablones no cederían bajo su peso, puso toda su atención en el anciano. Se detuvo en medio del andén y adoptó una postura ligeramente hostil; pero entonces pareció reprimirse, seguramente al ver la frágil apariencia del intruso.
Allan se había quedado allí, sentado sobre la maleta robada, sin saber qué decir y, además, sin fuerzas para hacerlo. Miraba fijamente al hombre de la gorra, aguardando su reacción. Ésta llegó de una manera menos amenazadora de lo que cabía esperar:
—¿Quién eres y qué haces en mi estación?
Allan, que aún dudaba si se hallaba ante un amigo o un enemigo, no contestó. Pero entonces pensó que tal vez no sería sensato enemistarse con la única persona, al menos la única al alcance de la vista, en condiciones de darle cobijo esa noche. Y decidió contárselo todo.
Así pues, le contó que se llamaba Allan, que acababa de cumplir cien años ese mismo día, que tenía muy buena salud para su edad, tanta que había escapado de un asilo y le había robado la maleta a un joven que a esas horas seguramente no estaría demasiado contento, que ahora mismo sus rodillas no se encontraban en las mejores condiciones y que le sentarían muy bien unas horas de reposo.
Terminada su exposición, guardó silencio, aún sentado sobre la maleta, a la espera de una respuesta.
—Vaya —dijo el de la gorra, y rió—. ¡Conque un ladrón!
—Un ladrón centenario —puntualizó Allan, muy serio.
El hombre bajó con agilidad del andén y se acercó, como para estudiarlo de cerca.
—¿De verdad has cumplido cien años? —preguntó—. Entonces debes de tener hambre.
Allan no entendió la lógica de aquella deducción, pero sí, tenía hambre. Por tanto, preguntó qué había en el menú y si cabía la posibilidad de que éste incluyera una copita de algo.
El hombre tendió la mano para saludarlo y presentarse: Julius Jonsson, para servirle, y también para ayudarlo a ponerse en pie. Y añadió que se encargaría de la maleta, que había estofado de alce para cenar —si le iba bien, claro— y que por supuesto lo acompañarían con un aperitivo para dar sustento al cuerpo en general y a las rodillas en particular.
Allan subió al andén con gran dificultad, pero el dolor le confirmó que seguía vivo.
Durante años Julius Jonsson no había tenido a nadie con quien conversar, por lo que la presencia del anciano de la maleta fue más que bienvenida. Primero una copita para la rodilla, luego otra para la otra rodilla, seguidas de un par más para la espalda y las cervicales, y una más para abrir el apetito. Todas, en conjunto, contribuyeron a distender la atmósfera. Allan le preguntó a qué se dedicaba, y a modo de respuesta tuvo que escuchar la historia de su vida.
Julius había nacido en el norte, en Strömbacka, no muy lejos de Hudiksvall, hijo único de la pareja de agricultores formada por Anders y Elvina Jonsson. De niño trabajó en la granja familiar y recibió a diario palizas por parte de su padre, quien era de la opinión de que el chaval no valía para nada. El año que Julius cumplió veinticinco murió su madre, algo que lo apenó, y poco después su padre se hundió en el pantano al intentar salvar una vaquilla. Julius también se apenó, pues le tenía mucho cariño a la vaquilla.
El joven Julius no contaba con aptitudes para la vida de agricultor (es decir, que el padre había estado en lo cierto) y tampoco le apetecía. De modo que lo vendió todo, salvo unas pocas hectáreas de bosque, pues consideró prudente guardar algo para la vejez.
Después se fue a Estocolmo, donde en apenas dos años dilapidó todo el dinero. Entonces volvió al bosque y se centró en ganar un concurso para suministrar cinco mil postes de tendido eléctrico a la compañía de electricidad de la comarca de Hudiksvall. Y, puesto que no era hombre que perdiese el tiempo con detalles como la cotización a la Seguridad Social o el pago de los impuestos, pudo ofrecer un presupuesto de lo más bajo y ganar el concurso. Además, con la ayuda de una docena de jóvenes refugiados húngaros logró hacer la entrega a tiempo y recibió por ello más dinero del que creía que existía.
Hasta ahí todo bien, pero entonces se vio obligado a hacer un poco de trampa, pues a la hora de la verdad los árboles no estaban todo lo crecidos que deberían y los postes acabaron midiendo un metro menos de lo exigido. Nadie se habría dado cuenta de no haber sido porque prácticamente todos los agricultores acababan de adquirir una cosechadora trilladora.
La compañía eléctrica colocó los postes en muy poco tiempo y por doquier, cruzando los campos cultivados y los prados de la comarca, y cuando llegó el día de la cosecha, veintidós cosechadoras diferentes, todas recientemente adquiridas, arrancaron el tendido de veintiséis postes. Una parte del pueblo de Hälsingland se quedó sin electricidad durante semanas, hubo que interrumpir la cosecha y las máquinas de ordeñar dejaron de funcionar. La ira de los agricultores, en un principio dirigida contra la compañía eléctrica, no tardó en concentrarse en el joven Julius.
—Tuve que esconderme en el Stadshotellet de Sundsvall durante siete meses —concluyó—, y así, ya ves, volví a quedarme sin blanca. ¿Otra copita?
Allan aceptó encantado. Habían acompañado el estofado de alce con cerveza y empezaba a sentirse condenadamente bien, tanto que casi temió morirse allí mismo.
Julius retomó su narración. El día que casi lo atropella un tractor en el centro de Sundsvall (conducido por un agricultor que le lanzó una mirada asesina), comprendió que, aunque pasaran varios siglos, el pueblo nunca olvidaría su pequeño error con los postes. Por consiguiente, decidió cambiar de aires y fue a parar a Mariefred, donde se dedicó a pequeños hurtos y raterías por un tiempo. Cuando finalmente se cansó de la vida en la ciudad, un golpe de suerte le permitió hacerse con la estación desmantelada de Byringe a cambio de las veinticinco mil coronas que una noche encontró en la caja fuerte de la fonda de Gripsholm. Ahora vivía en la estación, sobre todo de las ayudas del Estado, la caza furtiva en el bosque, la producción y distribución limitada de aguardiente casero, así como de la reventa de cosas que hurtaba a los vecinos alguna que otra vez. No era demasiado popular en la zona, reconoció, y Allan contestó, entre bocado y bocado, que hasta cierto punto eso era comprensible.
Cuando Julius propuso una última copita «de postre», Allan respondió que siempre había tenido debilidad por esa clase de postres, pero que antes tendría que visitar el lavabo, si había alguno. Julius se puso de pie, encendió la lámpara del techo, pues ya empezaba a oscurecer, señaló en dirección al vestíbulo y dijo que, subiendo la escalera, a la derecha había un váter que funcionaba. Añadió que cuando su invitado volviera, él tendría dos aguardientes listos.
Allan encontró el servicio donde Julius le había dicho. Se puso a hacer pipí y, naturalmente, no todo el líquido acumulado en la vejiga llegó a buen puerto. Algunas gotas, cómo no, aterrizaron dócilmente sobre sus zameadillas. A mitad del proceso, oyó que alguien andaba por el vestíbulo. Al principio pensó que tal vez se tratara de Julius, que pretendía husmear en la maleta robada. Pero entonces el ruido creció en intensidad.
Allan comprendió que el peligro era inminente, que corría el riesgo de que aquellos pasos abruptos perteneciesen a un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía «Never Again». Y en tal caso, el inevitable reencuentro sería cualquier cosa menos agradable.
El autobús de Strängnäs llegó a la terminal de Malmköping tres minutos antes de la hora prevista. No llevaba pasajeros y a partir de la última parada el conductor había pisado el acelerador para tener tiempo de fumarse un pitillo antes de continuar en dirección a Flen.
Sin embargo, acababa de encenderlo cuando apareció un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía «Never Again». Bueno, el conductor en realidad no vio la leyenda, pero aun así, allí estaba.
—¿Vas a Flen? —preguntó el conductor con ligera inseguridad, pues, sin saber por qué, el joven no le pareció trigo limpio.
—No voy a Flen. Y tú tampoco —contestó.
Tener que esperar cuatro horas a que volviera el coche de línea 202 había agotado su escasa paciencia. Además, transcurrida la mitad de ese tiempo había caído en la cuenta de que, si en lugar de esperar, se hubiera procurado un coche de inmediato, habría alcanzado el autobús mucho antes de Strängnäs.
Para colmo, varios coches de policía habían empezado a patrullar por la pequeña ciudad. En cualquier momento podían pasarse por la terminal y preguntarle al taquillero por qué parecía aterrorizado y por qué la puerta de su oficina estaba hecha una pena.
Por lo demás, el joven no entendía qué hacía allí la pasma. Precisamente el Jefe había escogido Malmköping como lugar para llevar a cabo la transacción por tres motivos muy válidos: primero, por estar cerca de Estocolmo; segundo, por los transportes públicos, relativamente buenos; y tercero, el más importante, porque el brazo de la ley no era lo bastante largo para llegar hasta allí. En resumidas cuentas, porque en Malmköping no había maderos.
O, mejor dicho, no debería haberlos, ¡y sin embargo aquello parecía una madriguera! Bueno, en realidad sólo había visto dos coches patrulla y un total de cuatro agentes, lo cual, desde su punto de vista, auguraba una redada inminente. Al principio creyó que lo buscaban a él, pero eso implicaba que el taquillero hubiera dado el soplo, lo cual era una posibilidad que descartaba.
Mientras esperaba, no había tenido nada a qué dedicarse, aparte de vigilar al hombrecillo, romper su teléfono de un par de mamporros y volver a colocar la puerta en sus goznes lo mejor que supo.
Cuando al fin llegó el autobús, vacío, el joven decidió secuestrarlo junto con el conductor. Le bastaron veinte segundos para convencer a éste de que diera media vuelta y se dirigiera de nuevo hacia el norte. «Casi he batido mi récord», pensó mientras tomaba asiento precisamente donde el anciano se había sentado aquella misma tarde.
El conductor temblaba de miedo, pero logró disipar sus peores temores con otro reparador cigarrillo. Si bien estaba terminantemente prohibido fumar a bordo, dejó que la aplicación de esa única norma dependiera de quien, en ese momento, era su único pasajero, un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía «Never Again».
Durante el viaje, el pasajero se mostró interesado en conocer el camino que había tomado el anciano. El conductor le contó que se había bajado en la parada Estación de Byringe, una elección, le parecía a él, mero fruto del azar. Y explicó que, antes de subir, el viejo había sacado un billete de cincuenta coronas y le había preguntado hasta dónde podía llevarlo por esa cantidad.
El conductor no sabía gran cosa de Estación de Byringe, sólo que era raro que alguien subiese o bajara en esa parada. Pero creía que en el bosque había una vieja estación de tren desmantelada, de ahí el nombre, y que Byringe debía de estar en algún lugar cerca de allí. Era poco probable que el anciano hubiese llegado mucho más allá, concluyó. Al fin y al cabo, era un viejo, y su maleta, a pesar de las ruedas, pesaba mucho.
Aquello tranquilizó al joven. Había descartado llamar al Jefe en Estocolmo, pues éste era una de las pocas personas capaces de asustar a la gente, incluido el propio joven, valiéndose sólo del arte de la oratoria. Tuvo un escalofrío al imaginarse la ira del Jefe cuando se enterara de que la maleta había desaparecido. Debía solucionar el problema primero y luego contárselo. Y ahora que sabía que el vejete no había ido hasta Strängnäs para seguir viaje desde allí, estaba seguro de que recuperaría lo suyo mucho antes de lo que había temido.
—Ya hemos llegado —anunció el conductor—. Estación de Byringe... —Y se arrimó lentamente al arcén. ¿Debía prepararse para morir?
No, finalmente resultó que no. Sin embargo, su teléfono móvil sí sufrió una muerte súbita bajo una de las botas del joven. Y de la boca de éste salió un chorro de horripilantes amenazas para el caso de que al conductor, en lugar de dar media vuelta y regresar a Flen, se le ocurriera irle con el cuento a la bofia.
Y, sin más, se apeó del vehículo.
El pobre conductor, muerto de miedo, siguió hasta Strängnäs, aparcó en mitad de Trädgårdsgatan, corrió al bar del hotel Delia y se bebió cuatro whiskies, uno tras otro. Hecho lo cual, y para espanto del barman, se echó a llorar. Después de un par de whiskies más, el barman le ofreció un teléfono, por si sentía la necesidad acuciante de llamar a alguien. Entonces, el conductor, cuyo llanto volvía a cobrar fuerza, telefoneó a su novia.
Al joven le pareció distinguir en la grava del camino huellas dejadas por las ruedas de su maleta. Pronto se habría arreglado todo. Sí, y ojalá así fuera, porque ya estaba oscureciendo y el frío pegaba fuerte. Resopló con impaciencia. ¿Por qué no era capaz de comportarse como una persona organizada y previsora? ¿Sólo ahora caía en la cuenta de que se encontraba en medio de un bosque tenebroso y que pronto caería la noche? ¿Qué haría entonces?
Sus reproches contra sí mismo se vieron interrumpidos cuando, al otro lado del montículo que acababa de dejar atrás, avistó una vieja y ruinosa casa amarilla, con las ventanas parcialmente tapiadas con tablones. En ese momento alguien encendió una lámpara en la planta de arriba.
—Ya te tengo, vejestorio —murmuró el joven, y suspiró aliviado.
Allan abandonó prematuramente lo que estaba haciendo. Abrió la puerta del baño con cautela e intentó oír lo que pasaba en la cocina. Al instante obtuvo la confirmación de lo que habría querido descartar: la voz de aquel pelanas le rugía a Julius Jonsson urgiéndolo a decir dónde estaba «el otro viejo cabrón».
Se escurrió hasta la puerta de la cocina, sin hacer ruido gracias a sus mullidas zapatillas. Al igual que había hecho con el taquillero de la terminal, el joven había agarrado al pobre Julius por las orejas y, mientras lo sacudía, proseguía con el interrogatorio. Allan pensó que bien podía haberse conformado con recobrar la maleta, pues la tenía allí mismo, en medio de la cocina. Julius, cuyo rostro se había contraído en una mueca, no daba ninguna señal de querer contestar. Sin duda aquel viejo tratante de postes estaba hecho de una pasta especialmente correosa. Allan echó un vistazo al vestíbulo en busca de algo que utilizar como arma. Entre la basura acumulada descubrió cierto número de opciones: una palanqueta, un tablón grueso, un bote de spray insecticida y una caja de matarratas. Se decantó por el matarratas, pero no consiguió imaginar cómo iba a obligar al joven a tragar una o dos cucharadas de aquel polvo letal. Por su parte, la palanqueta era demasiado pesada para un hombre centenario, y en cuanto al spray insecticida... No; tendría que ser el tablón de madera.
Agarró con firmeza su improvisada arma, dio cuatro pasos extremadamente rápidos —teniendo en cuenta su edad— y se plantó detrás de su inminente víctima.
El joven presintió que algo iba mal, pues justo cuando Allan se disponía a atizarle en la cabeza, soltó a Julius Jonsson y se volvió. El tablón lo alcanzó en mitad de la frente. Se quedó mirando a su verdugo durante un segundo, tras lo cual cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra el borde de la mesa.
Nada de sangre, nada de gemidos, nada. Se quedó allí tumbado, con los ojos cerrados.
—Buen golpe —aprobó Julius.
—Gracias. Bien, ¿dónde tienes el postre prometido?
Se sentaron a la mesa de la cocina, mientras el joven greñudo permanecía inconsciente a sus pies. Julius llenó las copas, le ofreció una a Allan y levantó la suya en un brindis que éste correspondió.
—¡Vaya! —exclamó Julius una vez hubo vaciado su copa—. El propietario de la maleta, ¿verdad?
La pregunta era más bien una constatación. Allan comprendió que había llegado la hora de ampliar un poco sus explicaciones. No porque hubiera mucho que explicar, sino porque la mayor parte de lo ocurrido aquel día era difícil de comprender, incluso para él mismo.
En todo caso, hizo un breve repaso de la huida de la residencia y la sustracción fortuita de la maleta en la terminal de Malmköping, y añadió que a partir de entonces había sentido un fundado temor a que el joven que ahora yacía en el suelo lo encontrara. Luego pidió sinceras disculpas, ya que, como consecuencia de todo aquello, su circunstancial anfitrión había acabado con las orejas rojas y doloridas. Julius Jonsson frunció el ceño y dijo que se ahorrase las disculpas, porque al fin y al cabo aquel embrollo había proporcionado un poco de emoción inesperada a su monótona vida.
El Julius de antaño había vuelto. Y decidió que era hora de echar un vistazo al contenido de la maleta. Allan le recordó que estaba cerrada con llave, pero Julius le pidió que no dijese bobadas.
—¿Desde cuándo una cerradura ha sido un impedimento para Julius Jonsson? —añadió, arqueando una ceja.
Sin embargo, cada cosa a su tiempo. Primero había que solucionar el problema que tenían en el suelo, puesto que no sería nada recomendable que aquel joven despertara y se obstinase en continuar con su interrogatorio.
Allan propuso atarlo a un árbol delante de la estación, pero Julius objetó que si al despertar se ponía a chillar lo oirían hasta en el pueblo. Aunque allí ya sólo vivían unas pocas familias, todas tenían motivos para aborrecer a Julius, y estaba claro que no desaprovecharían la ocasión de formar causa común con aquel joven airado.
La idea de Julius era mejor. En la cocina había una cámara frigorífica donde solía guardar los objetos que robaba y los alces despiezados. En ese momento se encontraba vacía de alces y desconectada. Julius no quería tenerla en funcionamiento innecesariamente, ya que consumía electricidad a espuertas. (Aunque él birlaba la luz mediante una conexión trucada y la factura la pagaba algún alma cándida, debía andarse con cuidado y mostrar cierta moderación si quería continuar gozando de ese servicio esencial.)
Allan inspeccionó la cámara frigorífica y concluyó que era un calabozo provisional de lo más adecuado, sin comodidades innecesarias. Tal vez sus dimensiones, dos metros por tres, fuesen algo mayores de lo que el joven se merecía, pero no siempre había que atormentar a la gente más de lo debido.
Así pues, ambos arrastraron el cuerpo hasta la improvisada celda. El cautivo gimió cuando lo sentaron en una caja que había en un rincón y lo apoyaron contra la pared. Al parecer estaba volviendo en sí, por lo que mejor darse prisa y cerrar la puerta. Dicho y hecho.
Después, Julius colocó la maleta sobre la mesa de la cocina, echó un vistazo al mecanismo de cierre, lamió el tenedor que acababa de utilizar para zamparse el estofado de alce e hizo saltar la cerradura en un periquete. A continuación, invitó a Allan a abrir la maleta, puesto que era él quien la había robado.
—Lo mío es tuyo —declaró Allan—. Iremos a partes iguales con el botín, pero si hay un par de zapatos de mi número, me los quedo.
Levantó la tapa.
—¡Joder! —exclamó Allan.
—¡Joder! —exclamó Julius.
—¡Dejadme salir! —gritaron en la cámara frigorífica.
4
1905-1929
Allan Emmanuel Karlsson nació el 2 de mayo de 1905. El día anterior, su madre había participado en la manifestación del 1 de mayo en Flen a favor del sufragio femenino, la jornada laboral de ocho horas y demás causas inalcanzables. Sea como fuere, la manifestación había tenido un efecto positivo al estimular las contracciones, por lo que poco después de medianoche la mujer dio a luz a su primer y único hijo. El alumbramiento tuvo lugar en la cabaña de Yxhult con la ayuda de la vecina, que, si bien no era especialmente talentosa como comadrona, ocupaba una posición privilegiada en la comunidad debido a que a los nueve años le había hecho una reverencia a Carlos XIV, quien en su tiempo había sido amigo de Napoleón Bonaparte. En justo reconocimiento de la vecina, también hay que decir que el niño de la mujer que asistió en aquel parto alcanzó la madurez.
El padre de Allan era un hombre considerado y, a la vez, iracundo. Considerado con su familia, e iracundo con la sociedad en general y con todo aquel a quien pudiera suponerse representante de la misma. También estaba mal visto entre la gente de alcurnia, sobre todo desde la vez que se presentó en la plaza de Flen manifestándose a favor de los métodos anticonceptivos. Ese acto le acarreó multas por un total de diez coronas y, además, hizo que no tuviera que volver a preocuparse por el tema, pues su esposa, avergonzada, le prohibió cualquier clase de trato íntimo. Para entonces, Allan había cumplido siete años y era lo suficientemente mayor para pedirle a su madre explicaciones más detalladas por el traslado de la cama del padre a la leñera que había frente a la cocina. La única respuesta que obtuvo fue que no debía preguntar tanto si no quería recibir un bofetón. Puesto que Allan, al igual que todos los niños de todos los tiempos, no quería ningún bofetón, no insistió.
A partir de aquel día, las visitas del padre de Allan a la casa se fueron espaciando cada vez más. De día cumplía aceptablemente con su trabajo en los ferrocarriles y por la tarde discutía sobre socialismo en las reuniones que se celebraban por doquier, pero, en cuanto a las noches, Allan nunca llegó a saber a qué las dedicaba.
No obstante, el padre se responsabilizó de la manutención de la familia. Todas las semanas entregaba a su esposa la mayor parte del salario, al menos hasta el día que lo despidieron por utilizar la violencia contra un viajero que, por azar, le había comentado que iba a Estocolmo para, junto con otros miles de personas, rendir homenaje al rey en el patio del castillo y ofrecerle su apoyo y protección.
—Para empezar, protégete de esto —le había espetado el padre de Allan, al tiempo que lo tumbaba de un derechazo.
Naturalmente, ya no pudo seguir manteniendo a su familia. Además, su reputación de hombre violento y defensor de los métodos anticonceptivos hizo que le resultase inútil buscar otro trabajo. Sólo le quedaba esperar a que llegara la revolución o, aún mejor, acelerar el proceso, porque iba condenadamente lento. El padre de Allan era muy eficaz cuando se lo proponía. El socialismo sueco estaba necesitado de un modelo internacional. Mientras no lo tuviera, el proceso no cobraría impulso ni se le pondrían las cosas difíciles al mayorista Gustavsson y los de su calaña.
Por tanto, hizo las maletas y se fue a Rusia para derrocar al zar. Como cabía esperar, la madre de Allan echó de menos el salario de los ferrocarriles, aunque, por lo demás, se mostró encantada de que su marido hubiera dejado no sólo la comarca, sino el país.
Con el cabeza y sostén de la familia emigrado, el sustento de la economía doméstica recayó en la madre de Allan y en el mismo Allan, que por entonces apenas había cumplido diez años. La madre hizo talar los catorce abedules de la pequeña finca y luego los transformó en leña para vender, mientras que Allan consiguió un trabajo pésimamente pagado de chico de los recados en la filial de Nitroglycerin AB, a las afueras de Flen.
Por las cartas que iban llegando regularmente de San Petersburgo (que pronto se llamaría Petrogrado), la madre de Allan constató, no sin asombro, que las convicciones de su marido, transcurrido un tiempo, empezaban a tambalearse y ya no estaba tan seguro de las bondades de la causa socialista.
A menudo, en sus misivas, hacía referencia a amigos y conocidos del establishment político de Petrogrado. El más citado era un tal Carl. «No es un nombre especialmente ruso», pensó Allan, y tampoco le sonó más ruso cuando el padre empezó a llamarlo Fabbe, al menos en sus cartas.
Según el padre de Allan, Fabbe sostenía la tesis de que la gente no sabe lo que le conviene y necesita que alguien la lleve de la mano. Por eso, la autocracia es superior a la democracia, siempre y cuando los estratos más cultos y responsables de la sociedad se encarguen de que el autócrata se comporte. Ten en cuenta, por ejemplo, que siete de cada diez bolcheviques no saben leer, había refunfuñado Fabbe. ¿Acaso debemos confiarle el poder a un montón de analfabetos?
Sin embargo, en sus cartas a la familia de Yxhult, el padre de Allan había defendido a los bolcheviques en aquel asunto, aduciendo que bastaba con echar un vistazo al alfabeto ruso para entenderlos. No era de extrañar, desde luego, que la gente fuese iletrada.
Aún peor era la manera en que se comportaban los bolcheviques. Eran unos guarros y bebían vodka tal como los peones ferroviarios en casa, los mismos que colocaban raíles a diestro y siniestro por todo Södermanland. El padre de Allan siempre se había preguntado cómo podían estar tan rectos los raíles, teniendo en cuenta las cogorzas de aguardiente que pillaban los peones del ferrocarril, y sentía una punzada de recelo cada vez que las vías de tren suecas trazaban un quiebro o cambiaban de dirección.
En cualquier caso, las cosas estaban igual de mal con los bolcheviques. Fabbe sostenía que el socialismo terminaría con todos intentando matarse mutuamente, hasta que sólo quedara uno que mandase. Por consiguiente, era preferible decantarse por el zar Nicolás, un hombre bueno y culto con una correcta visión del mundo.
En cierto modo, Fabbe sabía de qué hablaba, pues había coincidido con el zar, y en más de una ocasión. Afirmaba que Nicolás II era un hombre de corazón bondadoso. Sólo ocurría que había tenido mala suerte y sufrido muchas desgracias, pero eso no podía durar para siempre. Su infortunio tenía causas concretas: una mala cosecha y la revuelta bolchevique. Sin embargo, sólo porque el zar había decretado movilizar las tropas, ahora los alemanes empezaban a incordiar y crear problemas. Pero Nicolás lo había hecho en aras de la paz. ¿Acaso había matado él al archiduque y su esposa en Sarajevo, o qué?
De modo que, al parecer, así opinaba Fabbe, fuera quien fuese ese hombre, y en algunos aspectos el padre de Allan le daba la razón. Además, éste sentía simpatía y afinidad por la tan comentada mala suerte del zar. Antes o después ésta tendría que cambiar, tanto para el propio zar como para la gente honrada normal y corriente de la comarca de Flen.
Nunca llegó dinero desde Rusia, pero en una ocasión, pasados un par de años, sí lo hizo un huevo de Pascua de madera lacada. Según afirmaba el padre en la carta adjunta, se lo había ganado a su camarada ruso, quien, aparte de beber, discutir y jugar a las cartas con él, prácticamente no se dedicaba a otra cosa que a fabricar esa clase de huevos.
El padre regaló el huevo de Pascua de Fabbe a su «querida esposa», que lo único que hizo fue despotricar, diciendo que ese maldito imbécil al menos podría haberle enviado un huevo de verdad para que la familia comiese. A punto estuvo incluso de arrojar el regalo por la ventana, aunque al final se lo pensó mejor. Quizá le interesara al mayorista Gustavsson, que tal vez, si había suerte, accedería a pagarle algo, dado que era un hombre que siempre intentaba mostrarse extravagante, y extravagante era precisamente el adjetivo que la madre de Allan aplicaba a aquel huevo.
Para su asombro, el mayorista Gustavsson, tras dos días de p