El último encuentro

Sándor Márai

Fragmento

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2

Nini tenía noventa y un años, pero llegó enseguida. Había criado al general en aquella misma habitación. Había estado presente durante su nacimiento. Tenía entonces dieciséis años y era muy hermosa. Era bajita, pero tan fuerte y tranquila como si su cuerpo conociese todos los secretos. Como si escondiese algo en sus huesos, en su sangre, en su carne, los secretos del tiempo o de la vida, algo que no se puede decir a los demás, algo que no se puede traducir a ningún idioma, un secreto que las palabras no pueden expresar. Era la hija del cartero del pueblo; a los dieciséis años dio a luz a un niño y nunca reveló a nadie quién era el padre. Amamantó al general, porque tenía leche en abundancia. Había subido a la mansión tras echarla su padre de casa. No tenía más que el vestido que llevaba puesto y un mechón del cabello de su hijo muerto que guardaba en un sobre. Así llegó a la mansión, y en el momento del parto. El primer sorbo de leche que tomó el general fue del seno de Nini.

Así vivió en la mansión, sin decir palabra, durante setenta y cinco años. Sonreía siempre. Su nombre volaba por las habitaciones, como si los habitantes de la mansión quisieran llamar la atención de los demás, comunicarles algo. Simplemente decían: «¡Nini!» Era como si dijeran: «Qué curioso, existe algo más en el mundo que la egolatría, la pasión o la vanidad. Existe Nini...» Como estaba siempre allí donde se la necesitaba, nunca se la veía en ningún sitio. Como siempre estaba contenta, nunca le preguntaban cómo podía estar de buen humor tras haberse ido el hombre al que amaba, tras haberse muerto el niño para quien se le habían hinchado los senos de leche. Amamantó y crió al general, y pasaron setenta y cinco años. A veces, el sol brillaba encima de la mansión, encima de la familia, y en aquellas ocasiones, en medio de aquel resplandor general, todos se daban cuenta, sorprendidos, de que Nini también sonreía. Más tarde murió la condesa, la madre del general, y Nini limpió su frente blanca, fría, cubierta de sudor, con un paño humedecido en vinagre. Más adelante llevaron al padre del general en una camilla, porque se había caído del caballo: vivió cinco años más. Nini lo cuidó. Le leía libros en francés, y como no hablaba aquel idioma, le deletreaba las palabras que no era capaz de pronunciar, leía todo letra por letra, muy lentamente, una palabra tras otra. El enfermo lo entendía de todas formas. Más tarde se casó el general, y cuando volvió con su esposa de la luna de miel, Nini los esperaba en la puerta de la mansión. Besó la mano a la nueva señora y le entregó un ramo de rosas. En aquel momento también sonreía, el general se acordaba a veces de ello. Más adelante, unos veinte años más adelante, murió la señora, y Nini cuidó de su tumba y sus vestidos.

No tenía título ni rango en la casa. Solamente tenía su fuerza, que todo el mundo sentía por igual. Sólo el general se acordaba, de manera un tanto distraída, de que Nini tenía más de noventa años. Nadie mencionaba este hecho. La fuerza de Nini llenaba la casa, a las personas, traspasaba las paredes, los objetos, como una corriente secreta: era como los hilos invisibles que mueven los muñecos del titiritero ambulante, como los hilos que mueven a Juanito y el Ogro. A veces les parecía que la casa se derrumbaría con todos sus muebles si la fuerza de Nini no lo tuviera todo unido; que se caería en pedazos, como los paños muy antiguos se deshacen al tocarlos. Cuando su esposa murió, el general partió de viaje. Regresó un año después, y enseguida se mudó al ala más antigua de la mansión, a la habitación que había sido de su madre. El ala nueva, donde había vivido con su esposa, se cerró: allí quedaron los salones multicolores, con sus paredes tapizadas en seda francesa que ya empezaba a rasgarse, la sala enorme con la chimenea y los libros, la escalera decorada con cornamentas de ciervo, con cabezas de gamuza y urogallos disecados, el gran comedor cuyas ventanas daban al valle y a la pequeña ciudad, a los montes lejanos de cimas azuladas, las habitaciones de su esposa y su antiguo dormitorio, que se encontraba al lado de aquéllas. Desde hacía treinta y dos años, desde que su esposa había muerto, y él había regresado del extranjero, solamente Nini entraba en aquellas salas y habitaciones, y los criados cuando, cada dos meses, hacían limpieza.

—Siéntate, Nini.

La nodriza se sentó. Había envejecido en el curso de aquel año. Cuando pasa de los noventa, la gente envejece de manera distinta que a los cincuenta o a los sesenta. Envejece sin resentimiento. La cara de Nini estaba llena de arrugas y era rosada: envejecía como los paños más nobles, como una seda fina y antigua, tejida por toda una familia de hábiles artesanos que hubiesen puesto todos sus sueños en aquel retal. Durante el último año, un ojo de Nini enfermó de cataratas. Desde aquel momento, el ojo se volvió gris, parecía apagado y triste. El otro era todavía azul, del color de los lagos profundos de los montes, del azul que ostentan durante los meses de agosto. Este ojo sonreía. Nini iba vestida de azul marino, como siempre, y llevaba una falda de pana azul marino y una blusa del mismo color. Era como si en setenta y cinco años nunca se hubiese puesto otra ropa.

—Me ha escrito Konrád —dijo el general, alzando la carta con la mano, sin dar importancia al gesto, con deseos de enseñársela—. ¿Te acuerdas de él?

—Sí —respondió Nini. Se acordaba de todo.

—Está aquí, en la ciudad —dijo el general muy bajo, como si le estuviera dando una noticia muy importante, muy confidencial—. Está alojado en el Hotel del Águila Blanca. Vendrá por la tarde, he ordenado disponer el coche para ir a buscarlo. Se quedará aquí para cenar.

—¿Aquí? ¿Dónde? —preguntó Nini, muy serena. Su ojo azul, vivo y sonriente, recorrió la habitación.

Hacía dos décadas que no recibían invitados. A las visitas que llegaban de vez en cuando y que se quedaban a almorzar, a los representantes de la autoridad municipal o provincial y a los participantes en las grandes cacerías los recibía el administrador de la hacienda, en la casa del bosque donde todo estaba dispuesto; siempre, día y noche y en cualquier estación; allí todo estaba preparado: los dormitorios, los cuartos de baño, la cocina, el gran comedor decorado con motivos de caza, el porche abierto, las mesas de borriquete. En tales ocasiones, el administrador de la hacienda presidía la mesa, e invitaba a los cazadores o a los representantes de la autoridad en nombre del general. Ningún invitado se enfadaba, puesto que todos sabían que el señor de la casa no se dejaba ver. A la mansión sólo llegaba el párroco, una vez al año, en invierno, cuando aparecía para apuntar con tiza en el dintel de la puerta las iniciales de los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar. El mismo párroco que había enterrado a los muertos de la familia. Nadie más, nunca.

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