Esperando a mister Bojangles

Olivier Bourdeaut

Fragmento

9788415631699-3

1

Mi padre me había contado que, antes de que yo naciera, se dedicaba a cazar moscas con un arpón. Me enseñó el arpón y una mosca aplastada.

—Lo dejé porque era muy difícil y estaba muy mal pagado —me explicó mientras volvía a guardar su antiguo material en una caja lacada—. Ahora monto talleres mecánicos. Trabajas mucho, pero te ganas muy bien la vida.

Al comienzo del curso escolar, durante las presentaciones que se hacen en las primeras clases, yo hablé, no sin orgullo, de los oficios de mi padre, pero sólo conseguí que me regañaran cariñosamente y se rieran un montón de mí.

«La verdad está mal considerada —pensé decepcionado—. Para una vez que era tan divertida como una mentira...»

En realidad, mi padre era un hombre de leyes.

—¡La ley nos da de comer! —decía, partiéndose de risa, mientras llenaba su pipa.

No era juez, ni diputado, ni notario, ni abogado ni nada por el estilo. Ejercía su actividad gracias a un amigo senador. Con información sobre las nuevas disposiciones legales obtenida en la propia fuente, se había lanzado a ejercer una nueva profesión creada de la nada por el senador. Nuevas normas, nuevo oficio. Así fue como se convirtió en «abridor de talleres». Para conseguir un parque automovilístico en condiciones y seguro, el senador había decidido imponer una inspección técnica a todo el mundo. En consecuencia, los propietarios de utilitarios, limusinas y toda clase de cacharros debían someter su vehículo a una revisión médica para evitar accidentes. Ricos o pobres, todos tenían que pasar por el aro. Y lógicamente, al ser obligatorio, mi padre facturaba mucho, muchísimo. Facturaba la ida y la vuelta, la visita y la contravisita, y, a juzgar por sus carcajadas, le iba la mar de bien.

—¡Salvo vidas, salvo vidas! —exclamaba riendo con la nariz metida en los extractos bancarios.

En aquella época, salvar vidas generaba mucho dinero. Después de abrir una cantidad enorme de talleres, se los vendió a un competidor, para alivio de mamá, a la que no le gustaba demasiado que salvara vidas, pues lo obligaba a trabajar mucho y no lo veíamos casi nunca.

—Trabajo hasta tarde para poder dejarlo pronto —era la respuesta de mi padre, que a mí me costaba entender.

A papá me costaba entenderlo a menudo. Con los años, fui comprendiéndolo un poco más, pero nunca del todo. Ni falta que hacía.

Él me había dicho que era de nacimiento, pero yo enseguida supe que aquella marca cenicienta y un poco abultada a la derecha del labio inferior, que le daba una bonita sonrisa un poco torcida, se debía a su costumbre de fumar en pipa. Su peinado, con raya en medio y pequeñas ondas a cada lado, me recordaba el del jinete prusiano del cuadro que había en la entrada. Aparte del prusiano y de mi padre, nunca he visto a nadie peinado así. Las cuencas de los ojos, un poco hundidas, y los propios ojos, azules y tirando a saltones, le confe­rían una mirada peculiar. Penetrante e inquieta. En aquella época, siempre lo veía feliz. De hecho, solía repetir:

—¡Soy un idiota feliz!

A lo que mi madre respondía:

—¡Le tomo la palabra, Georges, le tomo la palabra!

No paraba de canturrear de mala manera. A veces silbaba igual de mal, pero, como todo lo que se hace de corazón, era soportable. Sabía contar historias y, en las pocas ocasiones que no había invitados en casa, venía a inclinar su cuerpo alto y delgado sobre mi cama para dormirme. Con un movimiento de ojos, un bosque, un cabritillo, un gnomo, un ataúd, me desvelaba del todo. La mayoría de las veces, yo acababa dando brincos encima de la cama, muerto de risa, o escondido detrás de la cortina, petrificado.

—Con estos cuentos tan raros hasta podrías dormirte de pie —me decía antes de irse del cuarto.

En eso también podíamos tomarle la palabra. El domingo por la tarde, para compensar todos los excesos de la semana, hacía musculación. Delante del gran espejo con marco dorado y coronado por un enorme y vistoso lazo, con el torso desnudo y la pipa en la boca, levantaba unas pesas minúsculas mientras escuchaba jazz. Lo llamaba el «gim-tonic», porque de vez en cuando hacía una pausa para tomarse un gin-tonic a grandes tragos y recordarle a mi madre:

—Debería probar con el deporte, Marguerite. Le aseguro que es divertido y que luego se siente uno mucho mejor.

A lo que mi madre, sacando la punta de la lengua y cerrando un ojo mientras intentaba ensartar la aceituna de su martini con una sombrilla en miniatura, respondía:

—Debería probar el zumo de naranja, Georges. Seguro que después el deporte no le parecería tan divertido. Y haga el favor de dejar de llamarme Marguerite. Búsqueme un nombre nuevo o empezaré a mugir como una becerra.

Nunca he sabido muy bien por qué, pero él nunca llamaba a mi madre del mismo modo más de dos días seguidos. Y a ella le gustaba bastante aquella costumbre, aunque se cansaba de algunos nombres antes que de otros. Todas las mañanas, en la cocina, la veía observar a mi padre, seguirlo con una mirada risueña, con la nariz hundida en el cuenco del desayuno o la barbilla apoyada en las manos, mientras esperaba el veredicto.

—¡Ah, no, no puede hacerme eso! ¡Renée no, hoy no! ¡Esta noche tenemos invitados a cenar! —protestaba ella, riéndose.

Luego volvía la cabeza hacia el espejo y saludaba a la nueva Renée con una mueca, a la nueva Joséphine adoptando un aire digno, a la nueva Marylou hinchando los carrillos...

—Además, no tengo nada en el armario que pegue con Renée.

Mi madre tenía un nombre fijo un único día del año. El 15 de febrero se llamaba Georgette. Tampoco era su auténtico nombre, pero el día de esa santa venía justo después de San Valentín. A mis padres les parecía muy poco romántico sentarse a la mesa de un restaurante rodeados de enamorados forzosos en acto de servicio. Así que todos los años celebraban Santa Georgette en un restaurante vacío y con el personal a su entera disposición. De todas formas, papá opinaba que una fiesta romántica sólo podía tener nombre de mujer.

—Por favor, reserve la mejor mesa a nombre de Georgette y Georges. ¿Puede confirmarme que ya no le queda ninguno de esos horribles pasteles en forma de corazón? ¿No? ¡Menos mal! —decía al pedir mesa en un buen restaurante.

Para ellos, Santa Georgette era cualquier cosa menos el día de los tortolitos.

Después del asunto de los talleres, mi padre ya no necesitaba madrugar para darnos de comer, así que se puso a escribir libros. Mucho, a todas horas. Se sentaba a su gran escritorio, ante el papel, y escribía, se reía escribiendo, escribía de lo que lo hacía reír, llenaba la pipa, el cenicero, la habitación de humo y de tinta el papel. Lo único que se vaciaba eran las tazas de café y las botellas de líquidos combinados. Pero los editores siempre contestaban lo mismo: «Está bien escrito, es divertido, pero no tiene ni pies ni cabeza.»

—¡Si alguien hubiera visto un libro con pies y cabeza, ya nos habríamos enterado! —decía mi madre para consolarlo de aquellos rechazos, y nos hacía reír mucho.

Mi padre decía de ella que tuteaba a las estrellas, lo que me parecía raro, porque mi madre trataba de usted a todo el mundo, incluso a mí. También le hablaba de usted a la grulla damisela, una elegan

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