Pequeño país

Gaël Faye

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Prólogo

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Créditos

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Para Jacqueline

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Prólogo

La verdad es que no sé cómo comenzó esta historia.

Papá, sin embargo, nos lo había explicado todo un día en la camioneta.

—Mirad, en Burundi sucede como en Ruanda. Hay tres grupos diferentes, se llaman etnias. Los hutus son los más numerosos, son bajitos y tienen la nariz ancha.

—¿Como Donatien? —le pregunté yo.

—No, él es zaireño, no es lo mismo. Como nuestro cocinero, Prothé, por ejemplo. También están los twa, o sea, los pigmeos. Ellos, bueno, dejémoslo, sólo son unos pocos, digamos que no cuentan. Y luego están los tutsis, como mamá. Son mucho menos numerosos que los hutus; son altos y flacos, con la nariz fina y nunca se sabe lo que se les pasa por la cabeza. Tú, Gabriel —añadió mi padre señalándome con el dedo—, eres un auténtico tutsi, nunca se sabe lo que piensas.

Tampoco yo sabía qué pensar. Al fin y al cabo, ¿qué podía pensar uno de todo aquel lío? Así que le pregunté:

—¿La guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio?

—No, no es eso, están en el mismo país.

—Entonces... ¿no hablan la misma lengua?

—No, la lengua que hablan es la misma.

—Entonces, ¿es porque no tienen el mismo dios?

—Sí, sí tienen el mismo dios.

—Entonces... ¿por qué están en guerra?

—Porque no tienen la misma nariz.

La conversación se detuvo ahí. De veras que aquel asunto era muy extraño. Creo que papá tampoco lo entendía muy bien. A partir de aquel día, empecé a fijarme en la nariz y en la estatura de la gente por la calle. Cuando íbamos de compras al centro de la ciudad, con mi hermana pequeña, Ana, intentábamos adivinar discretamente quién era hutu y quién tutsi. Murmurábamos:

—Ese del pantalón blanco es un hutu, es bajito y tiene la nariz ancha.

—Ajá, y el de allí, con sombrero, es altísimo, muy delgado y con la nariz muy fina, ése es un tutsi.

—Y ese de ahí, el de la camisa a rayas, es un hutu.

—Qué va, míralo, es alto y flaco.

—Sí, pero ¡tiene la nariz ancha!

Ahí fue cuando empezamos a dudar de aquella historia de las etnias. Y además papá no quería que habláramos de eso. Para él, los niños no debían entrometerse en política. Pero no podíamos evitarlo. Aquella extraña atmósfera crecía de día en día. Hasta en la escuela los compañeros de clase comenzaron a pelearse en el patio tildándose de hutus o de tutsis. Durante la proyección de Cyrano de Bergerac, incluso se oyó a un alumno decir: «Mirad, con esa nariz, es un tutsi.» Algo diferente flotaba en el aire. Tuvieras la nariz que tuvieras, podías olerlo.

Este regreso me obsesiona. No hay día en que el país no me venga a la memoria. Un ruido furtivo, un olor difuso, una luz en la tarde, un gesto, a veces un silencio basta para despertar el recuerdo de la infancia. «Allí no vas a encontrar nada, aparte de fantasmas y un montón de ruinas», no deja de repetirme Ana, que no quiere volver a oír hablar de ese «maldito país». La escucho. Y la creo. Siempre ha sido más lúcida que yo. Entonces desecho la idea. Y decido de una vez por todas que nunca regresaré allí. Mi vida está aquí. En Francia.

Ya no habito en ninguna parte. Habitar significa fundirse carnalmente con la topografía de un lugar, con las anfractuosidades del entorno. Y aquí no me sucede nada de eso. Sólo estoy de paso. Alquilo. Anido. Ocupo. La mía es una ciudad dormitorio funcional. Mi apartamento huele a pintura fresca y a linóleo nuevo. Mis vecinos son completos desconocidos, a los que uno evita cordialmente en la escalera.

Vivo y trabajo en la Región parisina. Saint-Quentin-en-Yvelines. Línea RER C. Una ciudad nueva, como una vida sin pasado. He necesitado años para integrarme, como suele decirse. Para tener un empleo estable, un apartamento, tiempo libre, amistades.

Me gusta conocer gente por internet. Historias de una noche o de varias semanas. Las chicas con las que salgo son todas diferentes, más guapas unas que otras. Me embriaga escucharlas hablar de sí mismas, oler el perfume de sus cabellos, antes de abandonarme a la suavidad de sus brazos, de sus piernas, de sus cuerpos. Ninguna de ellas deja de hacerme la misma pregunta lacerante y, por cierto, siempre en la primera cita: «¿De dónde eres?» Una pregunta banal. Una formalidad. Un paso casi obligado para ir más allá en la relación. Mi piel de color caramelo hace que suela verme forzado a mostrar mi buena voluntad hablando de mi pedigrí. «Soy un ser humano.» Mi respuesta las irrita. Sin embargo, no lo hago para provocarlas. Tampoco para parecer pedante o un filósofo. Desde que medía apenas tres palmos decidí que nunca más iba a definirme.

La velada prosigue. Mi técnica está bien engrasada. Ellas hablan. Les gusta que las escuche. Yo me empapo. Me inundo. Me sumerjo en una bebida fuerte y me libero de mi sinceridad. Me convierto en un cazador temible. Las hago reír. Las seduzco. Vuelvo al tema de los orígenes sólo para divertirme. Cultivo deliberadamente el misterio. Juego al gato y al ratón. Respondo con frío cinismo que mi identidad carga con el peso de los cadáveres. Ellas no responden. Quieren frivolidad. Me miran con ojos de gacela. Yo las deseo. A veces se me entregan. Me toman por un tipo original. Sólo las divierto durante un tiempo.

Me obsesiona este retorno, lo pospongo indefinidamente, lo mando cada vez más lejos. Tengo miedo a encontrarme con verdades enterradas, con pesadillas dejadas en el umbral de mi país natal. Durante la noche, en sueños; de día, con el pensamiento; hace veinte años que regreso a mi barrio, a aquel tiempo suspendido en el que vivía feliz con mi familia y mis amigos. La infancia me ha dejado marcas con las que no sé qué hacer. En los días buenos me digo que es de ellas de donde nacen mi fuerza y mi sensibilidad. Cuando he llegado al fondo de la botella, veo en ellas la causa de mi inadaptación al mundo.

Mi vida se parece a una larga divagación. Todo me interesa. Nada me apasiona. Me falta la sal de las obsesiones. Soy de la estirpe de los indolentes, pertenezco a esa media perezosa. A veces me pellizco. Me observo a mí mismo en sociedad, en el tra

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