En el vientre de la roca

Jerónimo Andreu

Fragmento

9788417384241-3

1

Joseph aplastó la lata de Light hasta reducirla a una chapa, la colocó en la boca de la papelera y la dejó deslizarse hacia dentro. Para hacer tiempo dio la última vuelta por el paseo: el mar y la Roca quedaban a su derecha, la carretera a la izquierda; el niqui desbocado y manchado de salitre, el pelo rubio revuelto.

Llegó a la hora fijada a la Focona, el nombre con que se denominan en el habla mestiza de los llanitos las cuatro esquinas, las four corners, que dibujan la frontera entre La Línea y Gibraltar. Enfrente del parking compró un paquete de caramelos de menta y rellenó un boleto del Eurojackpot en el quiosco de la once. Los trabajadores españoles iban cruzando el control policial en patinete. Joseph dirigió sólo una vez la vista hacia la Verja mientras se sentaba en un banco. Vio que su hombre ya estaba allí, vestido igual que la decena de guardias que lo rodeaban: camisa blanca y chaleco reflectante. Sacó el teléfono e hizo una perdida. Esperó. Sin respuesta. Llamó de nuevo. Esta vez descolgaron.

—Despejado —avisó al motorista siguiendo lo acordado, y cortó la comunicación.

A los diez minutos, el escúter se detuvo tosiendo a dos metros de él. Su conductor, un chico con gafas de sol, lo miró esperando indicaciones.

—No te pares, cojones —murmuró Joseph, y la moto volvió a arrancar para perderse por las calles de La Línea.

Joseph se desperezó en su asiento. Mientras chupeteaba un caramelo tras otro, por delante de él continuaban desfilando camareros de vuelta a casa y turistas cargados de bolsas y monos de peluche con la Union Jack cosida al culo. Después de una hora y de veinte motos amigas, se levantó y se dirigió hacia la frontera. Colocó el pasaporte sobre el cristal del lector inteligente. Los tornos españoles le cedieron el paso y salió de la caseta. En la aduana, nada que declarar. Fue al entrar en la barraca gibraltareña cuando dos policías lo agarraron con delicadeza por debajo de las axilas. Echó un vistazo alrededor y no vio a su hombre de camisa blanca por ninguna parte.

—¿Qué pasa, chicos? —preguntó en su inglés gibraltareño.

Ninguno de los dos respondió mientras lo escoltaban a una de las salas de interrogatorios construidas con paneles de conglomerado. Stuart lo esperaba sentado en la mesa, atusándose el bigotillo, siempre de traje y con la corbata atravesada por un alfiler, indiferente al detalle de que su elegancia introducía una nota desafinada en aquel cubículo prefabricado. El policía fijó los ojos en aquel hombre que cualquiera habría tomado por un pescador. Joseph podía parecer uno más de los habitantes de La Línea, pero algo fallaba en el camuflaje: la piel demasiado pecosa, o quizá la ausencia del aire tranquilo y satisfecho que los de sangre británica seguían atribuyendo a la gente de la zona. Stuart estudió a Joseph de abajo arriba, con una parsimonia que sabía que sólo podía interpretarse como una demostración de poder. Primero inspeccionó el calzado y la ropa, tan cargada de arena y arrugas que no se podía descartar que esa noche su dueño hubiera dormido entre las dunas. Luego los brazos, donde nacían las dos ramas de tatuajes que trepaban hasta el torso: dos sombras verdosas que a su paso amalgamaban torpes rosas espinadas, puñales mellados y un nombre de mujer que ya casi no alcanzaba a leerse. A continuación se detuvo a admirar el esfuerzo que hacían aquellos grandes hombros por seguir conteniendo un cuerpo que se preveía desbordado por la cintura. Y al final del recorrido aún se tomó un tiempo para observar el cambio más dramático en la figura de Joseph desde el día en que se habían conocido, una década atrás. En ese tiempo, una línea horizontal había ido escarbando su frente hasta partirla en dos: arriba quedaba el cabello, más escaso a cada segundo; abajo, los ojos de un gris de concha deslustrada. Stuart se detuvo en la expresión atribulada que nacía de aquella frente plegada sobre sí misma, y creyó haber dado con el fallo en el disfraz de Joseph: estaba ante la mirada de un hombre demasiado colérico, entregado a un esfuerzo constante por no perder el control de su temperamento. Esa mirada no era de allí, como no podía ser de ninguna parte. Era la de alguien que había regresado del fondo del mar y no estaba contento de haberlo hecho.

—Dejadlo. Thank you, guys —despidió Stuart a los agentes.

Los uniformados cerraron la puerta al salir y Joseph se sentó en la silla de tijera que quedaba libre.

Desde la altura de su mesa, Stuart le sonrió mientras golpeteaba rítmicamente el tablero con su zapato de suela de cuero.

—¿Qué problema hay? Estoy limpio —respondió Joseph a una sonrisa que tenía poco de simpática.

—Don’t mess with me, anda. Twenty scooters, man. Diez cartones en cada una. Te has caído con todo el equipo. He hecho ya hasta el informe. —Stuart señaló un papel que descansaba junto a su mano—. Llevamos meses con esto, Joseph. No te hemos querido detener hasta ahora porque, a pesar de todo, no dejas de ser un ex compañero; pero ya te estás pasando con el vacile. Si trapicheas en La Línea es cosa de ellos, pero sacar el tabaco delante de nuestra puta cara, sobornando a los agentes, pues no es plan, picha.

Podían ser viejos compañeros, pero a Stuart nunca le había gustado Joseph, y el desagrado siempre había sido mutuo. Gibraltar era demasiado pequeño para perder de vista a alguien, pero durante los años que coincidieron en la policía habían tomado todas las precauciones para cruzarse sólo lo imprescindible. Sin embargo, desde que Joseph se había despedido, Stuart parecía encantado de encontrarse con él y recordarle en cada ocasión lo mismo:

—Joseph, nos la jugaste, y eso no ayuda a que tengamos ganas de echarte un cable. Sabes que no soy el único que se daría un gustazo metiéndote unos diítas en el calabozo.

Joseph le ofreció los dos puños, sugiriéndole que lo esposase.

—Detenme, pero no tengo por qué tragarme tus pamplinas.

Stuart se levantó de un salto con una agilidad exagerada y abrió la puerta.

—Sería lo suyo, pero has tenido suerte de que te pillaran precisamente hoy, que te buscábamos para otra cosa. Vamos.

Joseph lo siguió sin hacer más preguntas. Salieron de la barraca y caminaron hasta el coche de Stuart. Se sentaron en las plazas delanteras y arrancaron. Cruzaron la pista del aeropuerto siguiendo el reguero de edificios de paneles grises y hangares que representaban el principal patrimonio arquitectónico de Gibraltar a lo largo de la lengua de asfalto que conectaba el Territorio Británico de Ultramar con España. No hablaron durante los cinco minutos que duró el trayecto por aquella destartalada zona de descontaminación geopolítica, mientras adelantaban autobuses turísticos y suv que dejaban escapar hip hop a todo trapo por la ventanilla. Finalmente cruzaron la muralla que marcaba el inicio real de la ciudad, donde la piedra y las coloridas fachadas genovesas rompían al fin la asepsia paisajística, y bajaron hacia el centro por Line Wall Road hasta detenerse en el número 6 de Convent Place, sede de las oficinas del Chief Minister de Gibraltar.

Stuart le abrió la portezuela y murmuró con una sonrisa:

—Man, contrabando: con lo que tú has sido.

Joseph no parecía muy impresionado por volver al que fue su lugar de trabajo durante siete años. Al Number Six, como se l

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