Los colores del incendio (Los hijos del desastre 2)

Pierre Lemaitre

Fragmento

9788417384562-1

Contenido

Portada

Dedicatoria

1927-1929

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Epílogo

Agradecimientos

Créditos

9788417384562-2

Para Pascaline

Para Mickaël,
con afecto

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1927-1929

En el fondo, no hay ni buenos ni

malos, ni personas honradas ni

bribones, ni corderos ni lobos:

sólo los castigados y los impunes.

Basado en JAKOB WASSERMANN

9788417384562-4

1

Aunque las exequias de Marcel Péricourt fueron muy accidentadas, e incluso acabaron de manera francamente caótica, al menos empezaron puntuales. El bulevar de Courcelles estaba cerrado al tráfico desde primera hora de la mañana y la banda de la guardia republicana, congregada en el patio, había iniciado el suave guirigay de la prueba de los instrumentos mientras los automóviles derramaban en las aceras a embajadores, parlamentarios, generales y delegaciones extranjeras que se saludaban con aire grave. Los académicos pasaban bajo el gran dosel negro con cenefa plateada que ostentaba el monograma del difunto y cubría la ancha escalinata, y seguían las discretas indicaciones del maestro de ceremonias, encargado de organizar a todo aquel gentío a la espera de la aparición del féretro. Se veían muchas caras conocidas: un funeral tan importante como aquél era como una boda ducal o la presentación de una colección de Lucien Lelong, un acto en el que exhibirse si uno tenía cierta categoría.

Pese a estar muy afectada por la muerte de su padre, Madeleine, contenida y eficiente, iba de aquí para allá dando discretas instrucciones, atenta al menor detalle, tanto más porque el presidente de la República había anunciado que acudiría en persona a despedir los restos mortales de su «amigo Péricourt». La noticia lo había complicado todo porque el protocolo republicano era tan estricto como el de una monarquía: desde ese momento ya no había habido un momento de calma en la mansión de los Péricourt, invadida por funcionarios de seguridad y responsables de la etiqueta, por no hablar de la multitud de ministros, cortesanos y consejeros. El jefe del Estado era una especie de barco pesquero permanentemente seguido por nubes de pájaros que se alimentaban de su movimiento.

A la hora prevista, Madeleine estaba en lo alto de la escalinata con las manos enfundadas en guantes negros y modestamente cruzadas por delante.

El coche llegó, la muchedumbre guardó silencio y el presidente bajó, saludó, subió los escalones y abrazó un instante a Madeleine sin decir nada: las grandes aflicciones son mudas. Por fin, con un ademán elegante y fatalista, le cedió el paso hacia la capilla ardiente.

La presencia del mandatario era una muestra de amistad hacia el difunto banquero, pero también un gesto simbólico: se trataba realmente de una ocasión excepcional. Con Marcel Péricourt, «desaparece un puntal de la economía francesa», habían titulado los periódicos que aún sabían guardar las formas. «Sobrevivió siete años al trágico suicidio de su hijo Édouard», subrayaba el resto. Daba igual: Marcel Péricourt era un personaje fundamental en la vida financiera del país, y su desaparición, como todo el mundo intuía confusamente, señalaba un cambio de época más bien preocupante, teniendo en cuenta las sombrías perspectivas que ofrecían los años treinta. La crisis económica que había seguido a la Gran Guerra no había acabado y la clase política francesa, que había jurado o prometido con la mano en el corazón que la Alemania vencida pagaría hasta el último céntimo de todo lo que había destruido, había quedado desautorizada por los hechos. La población, exhortada a esperar a que se reconstruyeran las viviendas, se rehicieran las carreteras, se indemnizara a los inválidos, se pagaran las pensiones, se creara empleo... en una palabra, a que el país volviera a ser lo que había sido (o algo mejor, puesto que había ganado la guerra), la población, digo, se había resignado: el milagro no se produciría. Francia tendría que arreglárselas sola.

Marcel Péricourt, precisamente, era un representante de la Francia de antes, la que alguna vez había administrado su economía como un buen padre de familia. No estaba del todo claro si lo que se conducía al cementerio eran los restos de un importante banquero francés o la época periclitada que éste había encarnado.

En la capilla ardiente, Madeleine observó largo rato el rostro de su padre. Desde hacía meses, envejecer se había convertido en su principal actividad. «Tengo que vigilarme constantemente», decía, «me da miedo oler a viejo, olvidarme de las palabras, estorbar, que me sorprendan hablando solo; me espío a mí mismo, me paso el tiempo haciéndolo: envejecer es agotador...».

En el armario, Madeleine había encontrado una percha con una camisa planchada y su traje más nuevo y unos zapatos cuidadosamente lustrados. Todo estaba listo.

La noche anterior, el señor Péricourt había cenado con ella y con Paul, su nieto, un niño de siete años, bien parecido, aunque un poco pálido, tímido y tartamudo. Pero a diferencia de otras noches, el abuelo no le preguntó cómo iban las clases ni qué había hecho durante el día, ni le propuso que continuaran la partida de damas. Se quedó pensativo, aunque no preocupado, sólo ensimismado, lo que no era propio de él. Apenas tocó el plato: se limitó a sonreír para mostrar que estaba allí. Y, como parece que la cena se le hacía un poco larga, plegó la servilleta y dijo: «Voy a subir, acabad sin mí»; luego apretó un instante la cabeza de Paul contra su pecho y añadió: «Bueno, que durmáis bien.» Aunque a menudo solía quejarse de sus dolores, se dirigió a la escalera con paso ligero. Habitualmente abandonaba el comedor con un «Sed buenos»; esa noche se le olvidó, a la mañana siguiente estaba muerto.

Mientras, en el patio de la mansión, el car

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