La historia del amor

Nicole Krauss

Fragmento

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Las últimas palabras en la tierra

Cuando escriban mi necrológica. Mañana. O pasado. Pondrán: «Leo Gursky ha muerto. Deja un apartamento lleno de mierda.» Me extraña no estar sepultado en vida. La vivienda no es grande. Tengo que batallar para mantener el paso libre entre la cama y el baño, el baño y la mesa de la cocina, la mesa de la cocina y la puerta de entrada. Ir del baño a la puerta de entrada es imposible sin pasar por la mesa de la cocina. Me gusta imaginar que la cama es el home; el baño, la primera base; la mesa de la cocina, la segunda; y la puerta de entrada, la tercera: si suena el timbre y estoy en la cama, tengo que dar un rodeo por el baño y la mesa de la cocina para llegar a la puerta. Si por casualidad es Bruno, lo hago pasar sin decir palabra y me vuelvo a la cama corriendo, mientras en mis oídos resuena el clamor del graderío invisible.

A menudo me pregunto quién será la última persona que me vea con vida. Si tuviera que apostar, lo haría por el repartidor del restaurante chino. Los llamo cuatro noches de cada siete. Cuando el chico llega, busco teatralmente la billetera. Él se queda en la puerta, sosteniendo la bolsa grasienta, mientras yo cavilo en si ésta será la noche en que me coma el rollito de primavera, me acueste y tenga un infarto mientras duermo.

Procuro hacerme notar. A veces, cuando salgo a la calle, me compro un zumo aunque no tenga sed. Si hay mucha gente en la tienda, hasta dejo caer el cambio, para que las monedas rueden por el suelo en todas direcciones. Entonces me arrodillo. Me cuesta mucho arrodillarme, y más aún levantarme. Y sin embargo. Quizá la gente me tome por idiota. Entro en Pie de Atleta y digo: «¿Qué tienen en deportivas?» El dependiente me mira como al pobre schmuck que soy en realidad y me señala las únicas Rockport clásicas que tienen, de una blancura detonante. «Nooo, ésas ya las tengo», digo, me voy al estante de las Reebok y elijo algo que ni siquiera parece una zapatilla, quizá una botina impermeable. Pido un cuarenta. El chico me mira otra vez, más despacio. Sin pestañear. «Un cuarenta», repito, sin soltar la zapatilla de muestra. Él menea la cabeza y va a buscarlas, y cuando vuelve ya estoy quitándome los calcetines. Me subo las perneras del pantalón y contemplo esas cosas decrépitas que son mis pies, y transcurre un minuto tenso, hasta que queda claro que estoy esperando que él me calce las botinas. Nunca compro. Lo único que quiero es no morirme un día en que nadie me haya visto.

Hace meses vi un anuncio en el periódico. Ponía: «Se necesita modelo para clase de dibujo al desnudo. 15 dólares la hora.» Parecía demasiado bueno para ser verdad. Tanta mirada. Y de tanta gente. Llamé. Una mujer me dijo que fuera el martes próximo. Yo traté de describir mi aspecto físico, pero no le interesaba. «Cualquiera vale», dijo.

Los días pasaban despacio. Se lo conté a Bruno, pero lo entendió mal y pensó que me había matriculado en una clase de dibujo para ver chicas desnudas. No se dejó sacar de su error. «¿Enseñan las tetas? —preguntó—. ¿Y más abajo?»

Cuando murió la señora Freid, la vecina del cuarto piso, y tardaron tres días en encontrarla, Bruno y yo adquirimos la costumbre de controlarnos mutuamente. Al principio inventábamos pequeños pretextos. «Se me ha acabado el papel higiénico», decía yo cuando él abría la puerta. Pasaba un día. Sonaba el timbre. «He extraviado la guía de la tele», explicaba él, y yo iba en busca de la mía, sabiendo que él la tenía donde siempre, en el sofá. Un domingo por la tarde bajó diciendo: «Necesito una taza de harina.» Fue una torpeza, pero no pude contenerme. «Si tú no tienes ni idea de cocinar.» Hubo un momento de silencio. Bruno me miró a los ojos. «Y qué sabes tú —respondió—. Voy a hacer un pastel.»

Cuando llegué a América no conocía a casi nadie, sólo a un primo segundo que era cerrajero, y me puse a trabajar para él. Si mi primo hubiera sido zapatero, me habría hecho zapatero; si hubiera trasegado mierda con una pala, yo también la habría trasegado. Pero. Era cerrajero. Él me enseñó el oficio, y me hice cerrajero. Teníamos un tallercito y no nos iba mal, pero entonces él pilló la tuberculosis, luego tuvieron que cortarle un trozo de hígado, luego se puso a cuarenta de fiebre, y al final se murió, todo el mismo año, y yo me hice cargo del taller. Enviaba a su viuda la mitad de los beneficios, incluso cuando ella se casó con un médico y se mudó a Bay Side. Seguí con el negocio más de cincuenta años. No era lo que yo hubiera soñado para mí. Pero. La verdad es que llegó a gustarme. Ayudaba a la gente a entrar en casa cuando se quedaba fuera y a dejar fuera lo que no quería que entrara en casa, para que durmiera tranquila.

Un día estaba mirando por la ventana. Puede que estuviera contemplando el cielo. Pon a alguien delante de una ventana, aunque sea un imbécil, y tendrás a un Spinoza. Se iba la tarde y llegaba la oscuridad. Alargué la mano hacia la cadenita de la bombilla y, de repente, fue como si un elefante me pisara el corazón. Caí de rodillas. Pensé: No habré vivido para siempre. Pasó un minuto. Otro. Arañando el suelo, me arrastré hacia el teléfono.

El veinticinco por ciento de mi músculo cardiaco murió. Tardé mucho en recuperarme y ya no volví al trabajo. Pasó un año. Yo sentía que el tiempo pasaba por pasar. Miraba por la ventana. Veía cómo el otoño se hacía invierno. Y el invierno, primavera. A veces, Bruno bajaba y se sentaba conmigo. Nos conocemos desde que éramos niños; íbamos juntos al colegio. Era uno de mis amigos más íntimos, con sus gruesos lentes, su pelo rojo que él aborrecía y una voz que, cuando se enfadaba, se le rompía en la garganta. Yo no sabía si estaba vivo o muerto cuando un día, bajando por East Broadway, oí su voz. Me volví. Él estaba de espaldas a mí, frente a una tienda de comestibles, preguntando el precio de una fruta. Yo pensé: Son figuraciones, estás soñando, ¿cómo va a ser... tu amigo de la infancia? Yo me había quedado pasmado en la acera. Está muerto, me decía. Mira, tú estás en los Estados Unidos de América, ahí delante tienes un McDonald’s, despierta. Yo esperaba, para convencerme. Sólo mirándole la cara no lo hubiera reconocido. Pero. Su manera de andar era inconfundible. Iba a pasar por mi lado, y yo extendí el brazo. No sabía lo que hacía, quizá estuviese viendo visiones, pero lo agarré de una manga. «Bruno», dije. Él se detuvo y se volvió. Al principio parecía asustado, y después confuso. «Bruno.» Me miró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo le cogí la otra mano, ahora lo sujetaba por una manga y una mano. «Bruno.» Él empezó a temblar. Llevó su mano a mi mejilla. Estábamos en medio de la acera, la gente pasaba andando deprisa, era un día de junio, hacía calor. Él tenía el pelo

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