El arte de perder

Alice Zeniter

Fragmento

cap-1

Prólogo

Desde hace unos años, Naïma experimenta un nuevo tipo de padecimientos: los que ahora acompañan sistemáticamente a las resacas. No es sólo que tenga dolor de cabeza, la boca pastosa o el estómago hecho polvo; cuando abre los ojos después de una noche de farra (ha tenido que espaciarlas: ya no aguantaba aquel sufrimiento una vez por semana, ni siquiera cada dos semanas), lo primero que le viene a la cabeza es: «No lo conseguiré.»

Durante algún tiempo se preguntó a qué fracaso inevitable se refería esa frase. Tal vez aludiera a su incapacidad para soportar la vergüenza que siempre le producía su comportamiento de la noche anterior («Levantas la voz, te inventas cosas, buscas sistemáticamente la atención, eres vulgar»), o a los remordimientos por haber bebido tanto y no saber parar («Tú fuiste quien gritó: “¡Venga ya, no nos vamos a ir a la cama tan pronto...!”»). También podía estar relacionada con el malestar físico que la inutilizaba... pero al final lo entendió.

Los días de resaca le ponen delante de los ojos la enorme dificultad que supone estar vivo, una dificultad que la voluntad habitualmente logra disimular.

«No lo conseguiré.»

En general: no conseguiré levantarme por la mañana, ni comer tres veces al día, ni amar, ni dejar de amar, ni cepillarme el pelo, ni pensar, ni moverme, ni respirar, ni reír.

A veces no es capaz de disimularlo y, cuando entra en la galería, se le escapa la confesión.

—¿Cómo estás?

—No lo conseguiré.

Kamel y Élise se ríen o se encogen de hombros. No comprenden. Naïma los ve ir y venir por la sala de exposiciones sin que sus movimientos se hayan ralentizado apenas por los excesos de la noche anterior, inmunes a la revelación que a ella la anonada: la vida diaria es una prueba de alta competición y la acaban de descalificar.

Y, como no lo va a conseguir, es mejor que los días de resaca sean días vacíos. Vacíos de todo. De las cosas buenas, que sólo podrían estropearse, y de las malas, que, al no encontrar ninguna resistencia en su interior, lo destruirían todo.

Los días de resaca sólo tolera la pasta, en cantidades asumibles, con un poco de mantequilla y sal: un sabor suave, casi nulo... y las series de televisión. En los últimos años, los críticos se han cansado de decir que hemos asistido a una mutación extraordinaria, que las series de televisión han alcanzado la categoría de obra de arte, que son fantásticas.

Tal vez. Pero a Naïma no la harán cambiar de opinión: la auténtica razón de ser de las series de televisión son los domingos de resaca, esos que hay que conseguir llenar sin salir de casa.

El día siguiente siempre es un milagro: se recupera el valor de vivir, la sensación de que se puede conseguir algo. Es como volver a nacer. Si Naïma sigue bebiendo, muy probablemente es porque existe el día siguiente.

Está el día siguiente a una curda: el abismo.

Y luego el día siguiente al día siguiente: la felicidad.

La alternancia de ambos da forma a la vida de Naïma: un incesante batallar contra la fragilidad.

Esa mañana, como de costumbre, Naïma espera la llegada de la mañana siguiente como la cabra del señor Seguin espera la salida del sol.

«De vez en cuando, la cabra del señor Seguin miraba hacia las estrellas, que danzaban en el sereno firmamento, y se decía: “¡Ay, si consiguiera llegar al amanecer...!”»

Luego, cuando sus ojos apagados se hunden en la negrura del café, que refleja la lámpara del techo, un segundo pensamiento se desliza junto al habitual, parasitario y violento «No lo conseguiré»; una rasgadura, por así decirlo, perpendicular a la primera.

Al principio es un pensamiento tan fugaz que Naïma no consigue identificarlo, pero poco a poco empieza a distinguir algunas palabras: «... sabéis lo que hacen vuestras hijas en las grandes ciudades...».

¿De dónde sale ese retazo de frase que le da vueltas en la cabeza?

Se va a trabajar. A lo largo del día, otras frases se acumulan alrededor del fragmento inicial.

«Llevan pantalones.»

«Beben.»

«Se comportan como putas.»

«¿Qué creéis que hacen cuando dicen que están estudiando?»

Y, cuando Naïma trata desesperadamente de comprender qué tiene que ver ella con esa escena (¿estaba presente cuando esa conversación tuvo lugar?, ¿la ha oído en la televisión?), lo único que logra reflotar en su memoria agarrotada es el rostro enfurecido de su padre, Hamid, con el ceño fruncido y los labios apretados para no gritar.

«Vuestras hijas, que llevan pantalones.»

«Se comportan como putas.»

«Han olvidado de dónde vienen.»

La cara de Hamid, tras la máscara de la ira, se superpone a las fotografías de un artista sueco que penden de las paredes de la galería, alrededor de Naïma: cada vez que vuelve la cabeza, ve el rostro flotando a media altura de la pared blanca, sobre los cristales antirreflectantes que protegen las obras.

—Lo dijo Mohamed en la boda de Fatiha —le aclara su hermana por teléfono esa misma noche—, ¿no te acuerdas?

—¿Y hablaba de nosotras?

—De ti no: eras demasiado pequeña, aún debías de ir al colegio. Hablaba de mí y de las primas. Lo más gracioso...

Myriem se echa a reír y el sonido de su risa se mezcla con el extraño chisporroteo de la llamada a larga distancia.

—¿Sí?

—Lo más gracioso es que quería darnos una gran lección de moral musulmana cuando él estaba como una cuba. ¿De verdad no recuerdas nada?

Tras hurgar en su memoria con paciencia y tesón, Naïma consigue desenterrar algunas imágenes sueltas: el vestido blanco y rosa de Fatiha, de un tejido sintético brillante; el guirigay durante el vino de honor en el jardín de la sala de fiestas; el retrato del presidente Mitterrand en el ayuntamiento («Está demasiado viejo para ser presidente», recuerda que pensó); la letra de la canción de Michel Delpech sobre Loir y Cher; el rostro ruborizado de su madre (Clarisse se pone colorada hasta las orejas, cosa que siempre les ha hecho gracia a sus hijos); el de su padre, dolorosamente crispado, y, por fin, las palabras de Mohamed, al que vuelve a ver tambaleándose entre los invitados en plena tarde, con un atuendo beige que lo envejece:

«¿Qué creéis que hacen vuestras hijas en las grandes ciudades? Dicen que van allí a estudiar, pero miradlas: llevan pantalones, fuman, beben, se comportan como putas. Han olvidado de dónde vienen.»

Lleva años sin ver a su tío en una comida familiar, pero nunca había relacionado su ausencia con la escena que acaba de volver a su memoria: simplemente pensaba que Mohamed había iniciado por fin su vida de adulto. Figura eternamente adolescente, con sus gorras, sus chaquetas de chándal fosforito y su apático desempleo, había tardado mucho en irse de casa: la muerte de Ali, su padre, le había dado un excelente motivo para no marcharse. Su madre y sus hermanas lo llamaban por la primera sílaba de su nombre, alargándola hasta el infinito cuando le gritaban de una punta a otra del piso o desde la ventana de la cocina, si estaba holgazaneando en un banco del parque infantil:<

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos