Sospechas

Herman Koch

Fragmento

content

Contenido

Portada

PRIMERA PARTE

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

SEGUNDA PARTE

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

TERCERA PARTE

23

24

25

26

27

28

29

CUARTA PARTE

30

Nota

Créditos

cap

PRIMERA PARTE

cap-1
1

La llamaré Sylvia. No es su verdadero nombre, pero es que su verdadero nombre llamaría demasiado la atención. La gente hace todo tipo de asociaciones a partir del nombre, especialmente si el nombre no es de aquí, cuando no tienen ni idea de cómo se pronuncia, no digamos ya de cómo se escribe.

Dejémoslo en que no es un nombre neerlandés: mi mujer no es holandesa. De dónde es, por ahora prefiero omitirlo. Nuestro entorno cercano lo sabe, por supuesto, y tampoco les habrá pasado por alto a quienes leen el periódico y ven las noticias con asiduidad. Pero la mayoría de la gente tiene poca memoria. Quizá lo ha oído alguna vez y después se le ha olvidado.

—Robert Walter está casado con una extranjera, ¿no?

—Sí, es verdad. Su mujer es de... de... A ver si tú te acuerdas...

La gente vincula todo tipo de cosas al país natal: a cada país se le asignan una serie de prejuicios. Cuanto más al sur o al este, mayores son los prejuicios. Algo que ya empieza en Bélgica. ¿Hace falta que recuerde los prejuicios sobre los belgas que tenemos en este país? ¿O sobre alemanes, franceses, italianos? Más al este y más al sur, la gente cambia gradualmente de color. Primero sólo es el pelo: cada vez más oscuro, y al final negro del todo. Y después sucede lo mismo con la piel. Al este se vuelve más amarilla; hacia el sur, más negra.

Y cada vez hace más calor. Al sur de París, la temperatura empieza a subir. Con calor, cuesta más trabajar: preferimos tumbarnos a la sombra de una palmera. Todavía más al sur, ya no trabajamos en absoluto, nos dedicamos sobre todo a descansar.

Originalmente, «Sylvia» fue la segunda opción de nombre para nuestra hija. El segundo de nuestra lista de tres, el nombre que le habríamos puesto si no la hubiésemos llamado Diana. O dicho de otro modo: si en lugar de una sola hija, hubiésemos tenido tres, se habrían llamado Diana, Sylvia y Julia. Para posibles hijos también teníamos tres nombres, pero no voy a nombrarlos aquí. No tenemos hijos. Tampoco hijas, así en plural: sólo a Diana.

Que quede claro que Diana tampoco es el verdadero nombre de nuestra hija. Esto es, principalmente, para proteger su privacidad: tiene que poder vivir su propia vida, algo que de por sí es ya bastante difícil con un padre como yo. Pero no es casualidad que los tres nombres tengan tres sílabas y acaben en a. Al elegir el nombre (el verdadero) de nuestra hija, hice una concesión. Pensé que mi mujer ya hacía suficiente al vivir en un país que no era el suyo y que sólo le faltaba que le endosara una hija con un nombre neerlandés. Le pondríamos uno de su país.

Un nombre de niña que pudiese pronunciar bien todos los días, un nombre familiar, un sonido cálido entre esos ruidos guturales, despiadados, esos carraspeos hostiles que llamamos neerlandés.

Lo mismo se aplica al nombre de mi mujer. Aparte de enamorarme de ella, también me enamoré desde el primer momento de su nombre. Lo pronuncio tantas veces como puedo, hace mucho incluso lo repetía en voz alta en plena noche, más solo que la una, en la pensión donde me alojaba porque en casa de sus padres no había sitio para mí. Es por cómo suena: algo entre chocolate que se funde y fuego de leña, tanto en el sabor como en el aroma. Si no la llamo por su nombre, la llamo «cariño», pero no en neerlandés; no, en neerlandés me costaría Dios y ayuda llevarme esa palabra a los labios, creo que como mucho sería capaz de pronunciarla irónicamente, como en: «Pues podrías haberlo pensado antes, cariño.»

Pero «cariño» en el idioma de mi mujer suena exactamente como debería sonar «cariño». Como el nombre de un postre dulce, o mejor, de una bebida caliente y acaramelada que te deja un rastro agradable y ardiente por el esófago, pero también como la calidez de una manta con la que tapas a otra persona: «Ven aquí, cariño.»

Mi mujer —¡Sylvia!, ya empiezo a acostumbrarme al nuevo nombre— es de un país que por ahora no voy a mencionar. Un país sobre el cual también pesan los prejuicios de rigor, tanto positivos como negativos. De «apasionados» y «temperamentales» a «irascibles» sólo hay un paso. El crime passionnel (ya lo dice el nombre) es algo que situaríamos antes en territorios del sur y del este que hacia el norte. Al fin y al cabo, en algunos países se les va la pinza con mayor rapidez que a nosotros; primero son sólo unos gritos en la noche, y de repente, la luz de la luna se refleja en la hoja de un cuchillo. Allí el estándar de vida es más bajo que aquí, las diferencias entre ricos y pobres son enormes, la gente es más comprensiva con los robos, pero menos con los ladrones, que pueden dar las gracias si acaban en manos de la policía antes de que las víctimas del robo aparezcan para pedirles explicaciones.

No es que yo esté libre de prejuicios, ni mucho menos. Y eso que, teniendo en cuenta mi cargo, debería estarlo: en todo caso, lo finjo bien. A estas alturas ya me he tomado una taza de té (o una cervecita, o algo más fuerte) con todos los grupos étnicos de la ciudad, me he mecido al son de músicas que no me dicen nada, he comido platos de carne indeterminada con las manos... Y aun así no estoy libre de prejuicios. Siempre los he tenido en alta estima; mis prejuicios forman parte intrínseca de mí. O mejor dicho: sin esos prejuicios, yo sería una persona distinta. En primer lugar, miro a los extranjeros con la expresión suspicaz por naturaleza del granjero que ve entrar a un forastero en sus campos. ¿Viene en son de paz, o debería soltarle los perros?

Pero ahora ha ocurrido algo que lo ha dejado todo en el aire. Algo relacionado con mi esposa. Algo que tal vez tiene que ver con su país de origen, su tierra natal, más de lo que me gustaría; con la debida cautela, lo llamo su trasfondo cultural, para no llevarme a los labios las palabras «carácter nacional». Por ahora, al menos.

Me pregunto en qué grado debo atribuírselo a ella personalmente, y en qué grado depende de su lugar de nacimiento.

No sé si se puede separar una cosa de la otra, ni si seré capaz de hacerlo alguna vez. Quizá yo habría reaccionado de otro modo si Sylvia simplemente hubiese sido holandesa. A veces un prejuicio sirve de atenuante, otras, de agravante: «E

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos