La isla de las mujeres del mar

Lisa See

Fragmento

Día 1: 2008

Una anciana está sentada a la orilla de la playa. Lleva un cojín atado con una correa al trasero y recolecta algas. Parece alerta a todo lo que sucede a su alrededor: quizá sea la fuerza de la costumbre tras media vida bajo el mar. Jeju es su hogar, una isla donde hay tres cosas en abundancia: rocas, viento y mujeres. La más inestable, el viento, es hoy una suave brisa. No hay una sola nube en el cielo. El sol le calienta la cabeza, la nuca, la espalda, a través de la ropa y la capota de ala ancha. Esa caricia la reconforta. Vive encaramada a la costa rocosa, en una ladera con vistas al mar. La casa en sí no parece gran cosa, apenas dos pequeñas estructuras de piedra volcánica, pero el enclave... Sus hijos y sus nietos quieren que les deje convertir los edificios en un bar-restaurante. «Te harás de oro, Abuelita. No tendrás que volver a trabajar.» Una de sus vecinas hizo lo que piden las nuevas generaciones, y ahora en ese lugar hay una pensión y un restaurante italiano. En la misma playa de Young-sook. En su pueblo. Ella jamás dejará que le hagan eso a su casa. «No hay dinero suficiente para echarme de aquí, ni vaciando los bolsillos de toda Corea», ha dicho Young-sook muchas veces. ¿Cómo va a marcharse? Sólo aquí resuenan la alegría, la risa, las penas y los lamentos de toda una vida.

No es la única que está trabajando en la playa. Hay más mujeres de su edad (de ochenta y noventa y tantos) seleccionando las algas varadas en la orilla; ponen las vendibles en bolsitas y dejan los desechos en la arena. Un poco más arriba, por el paseo peatonal que separa esta cala de la carretera, varias parejas jóvenes (seguramente, de luna de miel) pasean cogidas de la mano, con las cabezas muy juntas, e incluso se roban besos delante de todo el mundo, a plena luz del día. Young-sook observa a una familia de turistas que sin duda proviene del continente. El marido y los hijos llevan camisetas de topos y pantalones cortos de color verde lima. La mujer viste la misma camiseta de topos, pero no tiene ni un centímetro de piel al descubierto: pantalones largos, manguitos, guantes, sombrero y una mascarilla de tela para protegerse del sol. Los niños del pueblo trepan por las rocas que se esparcen y acumulan por la arena hasta adentrarse en el mar. Al poco rato ya están jugando entre las olas, riendo y retándose, gritando a ver quién es el primero en llegar a la roca más lejana, o en encontrar una esquirla de vidrio marino, o en ver, con suerte, un erizo de mar. La anciana sonríe: qué diferente será la vida para estos críos.

También observa a otras personas que la miran fijamente un rato (algunas ni siquiera intentan disimular su curiosidad) para luego centrar la atención en otra de las ancianas que ese día están en la orilla. ¿Qué abuela parece la más simpática? ¿La más accesible? Lo que esas personas no se imaginan es que Young-sook y sus amigas también las están analizando a ellas. ¿Son universitarios, periodistas, documentalistas? ¿Me van a pagar? ¿Qué saben sobre las haenyeo, las mujeres del mar? Seguro que querrán fotografiarla. Le acercarán un micrófono a la cara y le harán las mismas preguntas de siempre: «¿Se considera una abuela del mar, o se identifica más con las sirenas?» «La Unesco ha reconocido a las haenyeo como patrimonio cultural de la humanidad, un tesoro que se está perdiendo y que debe ser preservado, aunque sólo sea en la memoria colectiva. ¿Cómo se siente al ser la última de las últimas?» Si son universitarios, hablarán de la cultura matrifocal de Jeju, y querrán explicárselo: «No es un matriarcado, sino una sociedad centrada en las mujeres.» Luego, empezarán a tantearla: «¿Era realmente usted la que mandaba en su casa? ¿Le daba una paga a su marido?» De vez en cuando, una joven le hace esa pregunta sobre la que Young-sook lleva toda la vida oyendo discutir. «¿Qué es mejor, ser hombre o mujer?» Y no importa cómo se la formulen; ella siempre contesta lo mismo: «¡Yo era la mejor haenyeo!» Prefiere dejarlo así. Cuando el visitante insiste, Young-sook responde con brusquedad: «Si quiere saber algo de mí, vaya al museo de las haenyeo. Allí verá mi fotografía. ¡Hay un vídeo sobre mí!» Y si se resiste a marcharse... Bueno, entonces es aún más directa: «¡Déjeme en paz! ¡Estoy trabajando!»

Por lo general, su reacción depende de cómo se sienta físicamente. Hoy hace un sol espléndido, el mar resplandece, y aunque está sentada en la orilla nota en los huesos la ingravidez del mar, el oleaje que masajea sus doloridos músculos, el frío que la envuelve y calma el ardor de sus articulaciones. Así que se deja fotografiar, e incluso se levanta el ala de la capota para que un joven pueda «verle mejor la cara». Mientras tanto, lo observa avanzar poco a poco hacia el tema inevitable e incómodo, hasta que por fin él le lanza la pregunta: «¿Sufrió su familia durante el Incidente del 3 de abril?»

Aigo, claro que sufrió. Claro, claro. «En la isla de Jeju sufrimos todos», contesta ella. Pero no sigue hablando de ese tema. Nunca. Prefiere hablar del presente y decir que ésta es la época más feliz de su vida. Y lo es. Todavía trabaja, pero no está demasiado ocupada y le sobra tiempo para visitar a sus amigas y viajar. Ahora puede contemplar a sus bisnietas y dedicarse a pensar en ellas ociosamente: «Ella es preciosa», «Ella es la más lista», «A ella más le vale buscarse un buen marido». Hoy sus nietos y bisnietos son su mayor felicidad. ¿Por qué no le pasaba cuando era joven? Lo cierto es que entonces no podía saber el vuelco que darían las cosas. Nunca se habría imaginado su vida de hoy en día, ni en sus mejores sueños.

El joven se marcha. Intenta hablar con otra mujer, Kang Gu-ja, que trabaja a unos diez metros de donde está Young-sook. Gu-ja, que siempre está malhumorada, ni siquiera levanta la cabeza. El joven lo intenta con Gu-sun, la hermana menor de Gu-ja, que le grita «¡Lárgate!». Young-sook se solidariza con ellas dando un bufido.

Una vez que ha llenado la bolsita, se levanta temblorosa y se encamina arrastrando los pies hasta el sitio donde ha dejado los sacos de algas. Después de vaciar la bolsa, se dirige renqueando a una zona de la playa que de entrada parece más solitaria. Vuelve a sentarse y se coloca bien el cojín. Sus manos son ágiles, a pesar de estar deformadas por el trabajo y surcadas de profundas arrugas tras tantos años de exposición al sol. El sonido del mar... La caricia de la brisa tibia... Saberse protegida por miles de diosas que viven en la isla... Ni siquiera los exabruptos de Gu-sun pueden arruinar su buen humor.

Entonces Young-sook ve con el rabillo del ojo a otra familia. No van vestidos igual ni se parecen mucho entre ellos. El marido es occidental, la mujer coreana y los hijos (un niño pequeño y una adolescente), mestizos. Young-sook no puede evitarlo: ver a esos críos mestizos la incomoda. El niño lleva pantalón corto, camiseta de superhéroe y unas bambas enormes, y la chica, un pantalón corto que apenas le tapa lo que tiene que tapar, unos auriculares y varios cables que cuelgan po

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