La infancia recuperada

Fernando Savater

Fragmento

cap-2

«La literatura es la infancia al fin recuperada».

GEORGES BATAILLE

«—Sabio, no hay nada escrito.

—Da la vuelta a unas hojas más.

El rey giró otras páginas más, y no transcurrió mucho tiempo sin que circulara el veneno rápidamente por su cuerpo, ya que el libro estaba envenenado. Entonces el rey se estremeció, dio un grito y dijo:

—El veneno corre a través de mí.

El sabio Ruyán se puso a recitar:

—Durante largo tiempo han sido jueces arbitrarios, pero pronto sus juicios se desvanecerán como si no hubiesen existido. Si hubieran sido justos, hubieran recibido un trato justo, pero oprimieron a la gente y el destino los ultrajó con daños y tribulaciones. Al amanecer un nuevo día, la lengua del destino les ha dicho: “Esto por aquello”. Y no hay quien pueda censurar a la fatalidad.

Cuando el sabio Ruyán terminó de hablar, el rey cayó muerto».

Las mil y una noches

cap-3

adorno
PRESENTACIÓN A LA EDICIÓN DE 1994

Cyril Connolly cifra en diez años el purgatorio que un libro debe aguardar para que pueda saberse si hay en él algo meritorio o si es tan sólo efecto momentáneo de la moda literaria. La obra que el lector tiene en sus manos va a cumplir dentro de no mucho su segunda década y estrena ahora nueva edición: me atrevo a suponer que tal longevidad indica algunos aciertos que disculpan o compensan en parte sus evidentes torpezas.

La mayoría de los capítulos se consagran a la nostalgia por autores apreciados en su día y hoy quizá ya algo menos, aunque la vitalidad de bastantes de ellos —Stevenson, Verne, Conan Doyle...— parece seguir intacta. En un par de ocasiones fui accidentalmente profético. La primera cuando comenté a Tolkien, que poco después se convirtió en una afición irrefrenable en este país y en toda Europa: me emocionó ver a mi hijo, al que dediqué la obra casi recién nacido, leer quince años más tarde con raro entusiasmo El señor de los anillos. El segundo caso es «La tierra de los dragones», el capítulo que empieza protestando por lo poco que se ha escrito sobre la enorme importancia de los dinosaurios. Bueno, hoy —tras Parque Jurásico— mi demanda ha sido satisfecha hasta lo excesivo. Por cierto, si ahora reescribiese este libro no dudaría en dedicarle una sección a Michael Crichton, algunas de cuyas novelas (De caníbales y vikingos, Congo, Esfera y, sobre todo, Parque Jurásico) me parecen estupendos ejemplos del tipo de ficción que reivindico en La infancia recuperada. Por supuesto, ya sé que si tal hiciese me regañarían los que le tienen por escritor mediocre; son de la misma estirpe de aquellos viejos conocidos que, aceptando a Salgari o Julio Verne porque los leyeron de pequeños, nunca me perdonaron que dedicara la misma atención a un autor tan «aburrido» como Tolkien..., el cual sufría el desprestigio de no haber caído en sus manos hasta que cumplieron treinta años. El problema no es de Crichton ni de Tolkien, sino de los lectores envejecidos en la mediocridad de la suficiencia...

A otros lectores daré aquí gracias: a los que a lo largo de casi veinte años han insistido amable pero firmemente en recordarme que, escriba lo que escriba y cuanto escriba, para ellos seré siempre el autor de La infancia recuperada. Nadie me ha desanimado de modo más simpático. Como mínimo homenaje les dedico el tardío apéndice sobre Robinsón, uno de los grandes ausentes de la obra primigenia. Porque esta humilde Infancia no es sin duda el libro que yo me llevaría a una isla desierta sino la isla a la que me he llevado todos mis libros y en la que ellos han querido acompañarme para que los releamos juntos.

San Sebastián, 5 de enero de 1994.

Centenario de la muerte de R. L. Stevenson

cap-4

adorno
DIEZ AÑOS DESPUÉS

«No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia».

R. M. RILKE

Recuerdo muy bien cuándo tuve por primera vez idea de componer este libro. Fue durante un verano de hace ahora doce años y yo me bañaba en la playa de Almuñécar. Había nadado bastante mar adentro, más en todo caso de lo que yo suelo permitirme en aguas no familiares (para mí, sólo las aguas de la Concha de San Sebastián son familiares), cuando me alarmó el paso demasiado próximo de una motora con su correspondiente esquiador a la zaga. Decidí regresar y viré hacia la playa en oblicua zambullida. Al sacar de nuevo la cabeza a la superficie, el sol rebotaba espléndidamente sobre el arrugado azul sin turbiedades y la orilla parecía felizmente inalcanzable: me consideré ya para siempre parte del mar. Me sentía mecido, dichoso, disuelto, y entonces supe que ya antes —no antes de ese preciso momento, pero aún dentro de mi vida, sino antes de ser yo— había gozado con idéntica fruición de la perdición en las aguas. Fue un atavismo vívido, tan claro e irrefutable como el movimiento reflejo de resguardar el rostro con la mano cuando nos arrojan un objeto. Seguí nadando y, muy lenta y dulcemente, la sensación de simpatía primigenia se fue desvaneciendo. Me acordé entonces de cierta teoría que expone Jack London al comienzo de su emocionante Before Adam, según la cual la sensación de caída que a veces experimentamos en el borroso lindero entre sueño y vigilia responde a la memoria atávica de los desplomes desde grandes alturas de nuestros ancestros arborícolas. Nosotros provenimos, puntualiza London, de los que lograron agarrarse a tiempo de alguna rama antes de estrellarse contra tierra; los otros descendieron, eso sí, pero no dejaron descendencia... La hipótesis no me parece más divagatoria que algunas sobre estos mismos temas que han recibido el placet de la ciencia oficial.

Y así, nadando perezosamente hacia la playa y recordando a mi querido Jack London, concebí escribir un libro sobre los mejores relatos que había leído en mi vida. Incluso anoté in mente algunos capítulos imprescindibles: «La isla del tesoro», «El peregrino de la estrella», del propio Jack London; «La guerra de los mundos», «El mundo perdido»... Otros que entonces me parecieron atractivos terminaron relegados en la práctica a simples menciones incidentales, como Kipling o Tarzán. En conjunto, todo lo esencial brotó de esa travesía por aguas de Almuñécar, aunque tardé más de un año en ponerme a escribir. Es mi modo de proceder y, contra los que confunden «rapidez de ejecución» con «facilidad», muy elaborado; siempre tengo en la cabeza el plan de al menos un par de libros de índole muy distinta que me gustaría escribir y para los que voy acumulando interiormente materiales: luego, cuando al fin

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