Una casa en Santorini

Sibila Freijo

Fragmento

1. Desayuno bufet

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Desayuno bufet

—¿Te importa que no te pague? —preguntó Raquel riendo—. Sería un alivio. Me he gastado lo que me quedaba del dinero de mi madre en reservar esta habitación. O quizá pueda pagarte en cómodos plazos sin intereses, como una lavadora.

—El servicio es gratis para usted, señorita —contestó Maxi volviéndola a atraer hacia él—. Lo hemos hecho tantas veces que creo que tendría que cobrarte al menos sesenta mil euros. Eres increíble, ¿lo sabías? Sí, por supuesto que lo sabes. Ya te lo ha dicho demasiada gente.

—Mmm, sesenta mil euros —dijo pensativa Raquel—. La mitad de lo que ganaba al año cuando trabajaba en Delaunay. Y mírame ahora, en la miseria, aunque pasando la noche en un hotel de cinco estrellas y con uno de los gigolós más caros de la ciudad. ¿O debería decir exgigoló?

Con él, con Maxi, por fin juntos, aunque fuera solo una noche. Raquel prefería no pensar en eso. Eran las nueve y media y tenían la habitación hasta las doce. Al menos sería suyo hasta el mediodía. Aún les quedaban algunas horas.

—Por cierto —preguntó Raquel—, ¿quién te enseñó a hacer lo que me has hecho ahí abajo hace cinco minutos? Yo no. Ni siquiera sabía que se pudieran hacer todas esas cosas en un sitio tan pequeño.

—Secretos de gigoló —contestó Maxi—. Un buen escort nunca desvela sus fuentes.

—Es un periodista quien nunca desvela sus fuentes, estúpido —rio Raquel.

—Lo que tú digas, nena. Vamos a bajar a desayunar —dijo Maxi sonriendo con sus encantadoras paletas separadas—. Odio pedir comida al servicio de habitaciones. Siempre me quedo con hambre. Mucho carrito, mucha flor y muchas hostias, y luego te traen una miseria. Bajemos así, como estamos, en albornoz.

Raquel pensó en cómo había cambiado Maxi. Ahora se había convertido en un tipo de mundo que sabía desenvolverse con soltura en un lugar como aquel y que parecía que siempre había estado en hoteles de cinco estrellas. Le recordó en la piscina de su urbanización, con su bañador rojo y su horrible coleta de rizos. No sabía cuál de los dos le gustaba más. Quizá echaba de menos al primer Maxi, al socorrista macarra de su piscina.

—¿Cómo vamos a bajar en albornoz? Estamos en el Orfila. No podemos hacer eso —protestó ella.

—Ay, Raquel, Raquel. Me parece que conozco mejor el funcionamiento de los hoteles caros que tú. Te falta trabajo de campo. En los hoteles como este uno puede hacer las excentricidades que le apetezcan. Va en el precio. Anda, sé buena. Haz caso a tu gigoló: ponte el albornoz, las zapatillas y bajemos a desayunar. ¿Qué nos puede pasar? ¿Que todos los chinos que haya en el bufet se queden con la boca abierta? Pues que se queden. Será divertido.

—Está bien. Lo hago porque no creo que vuelva a venir aquí otra vez. A partir de hoy soy oficialmente pobre. ¿Y qué les decimos si preguntan por qué vamos en albornoz?

—Que nos hemos arrancado la ropa a mordiscos y ha quedado inservible —dijo Maxi riendo.

Raquel le miró. Le brillaban los ojos. Parecía de verdad feliz, y ella también lo estaba, pero era una felicidad forzada para evitar pensar en lo que ninguno de los dos quería pensar. Tan solo jugaban a ser felices, como si se hubieran encontrado de repente y jamás se fueran a separar.

Tal y como le había asegurado Maxi, a nadie le importó demasiado que bajaran en albornoz y zapatillas a desayunar. Se pusieron un plato de cada cosa, de todo lo que había en el bufet, que era, desde luego, abundante. Hasta había una orquesta tocando jazz.

El sol de la mañana entraba a raudales por los altos ventanales del restaurante del hotel. Parecía el comienzo de un domingo perfecto o, por qué no, el comienzo de una nueva vida perfecta. Podría ser. Raquel no se resistía a pensarlo. Había veces que sucedía así, que todo cambiaba de repente.

—Te noto un poco tristona —dijo Maxi—. Vamos a pedir una botella de champán. No nos podemos meter todo esto en el cuerpo con café con leche. Sería una lástima —dijo él—. El café con leche es para las abuelitas.

—¿No vale cava? —contestó Raquel—. Me temo que, dada mi situación, no puedo permitirme pagar una botella de champán en un hotel de cinco estrellas.

—Yo invito —dijo Maxi—, un día es un día y este es especial.

—¿Ah, sí? —dijo ella mordisqueando un cruasán—. Me acabas de dejar en la estacada, me han robado todo lo que tenía, estoy en la miseria, mi agencia de gigolós se ha ido a la mierda... Efectivamente, es un día especial. Ah, se me olvidaba que vas a tener un hijo con otra y a casarte con ella, supongo. Brindemos por eso. Pide el champán más caro, que la ocasión lo merece.

—¿De dónde te sacas que me voy a casar? No sé, Raquel. Ahora mismo no sé nada. La verdad es que me has metido en un buen lío con esta puta encerrona que me has tendido.

—No he hecho esto para hacerte cambiar de opinión, Maxi, no te confundas. Solo creo que nos lo debíamos. Hemos pasado mucho juntos este año. Tómatelo como tu despedida de soltero.

—Sí —dijo Maxi acariciándole el pelo—, nos lo debíamos, pero ahora que lo he probado, no sé si voy a poder renunciar a ello, ¿sabes? Coge la botella y las copas —ordenó él—, nos vamos a la habitación. Quiero aprovechar cada minuto que me queda contigo.

—Pero nos queda solo media hora para el check out —protestó Raquel.

—¿Sabes lo que hago yo en media hora o te lo tengo que recordar?

—Maxi, ya hemos follado bastante. No es eso lo que quiero ahora.

—Ya lo sé, Raquel. No quiero separarme de ti, eso es todo. Solo quiero abrazarte y sentirte por última vez antes de que todo termine y nos tengamos que despedir —dijo agarrando la mano de Raquel. Notó algo reconocible al sujetar su delgadísima muñeca—. Llevas mi pulsera. —Esbozó una sonrisa triste—. Bueno, mejor dicho, la pulsera que le robé a mi madre.

—Sí, y la seguiré llevando —contestó ella—. Es lo único que me va a quedar de ti.

—¿Y a mí qué me das, Raquel? ¿Qué me va a quedar de ti?

—El recuerdo de las últimas doce horas. Todo lo que hemos vivido este año. Aunque hayan sido unas horas, ha valido la pena. El tiempo es subjetivo, Maxi. Da igual que sea poco o mucho; lo importante es la intensidad de lo que se vive. Un relámpago no pierde su belleza ni su fuerza por durar solo un segundo, ¿no?

—Y Santorini —dijo él—. Siempre nos quedará Santorini.

Raquel miró a Maxi con tristeza, con esa tristeza anticipada que impide disfrutar de las cosas solo porque sabes que se van a acabar de inmediato. Maxi había replicado casi de manera idéntica la frase de Bogart en Casablanca, aunque seguramente jamás había visto la película.

Ahí estaba la maravilla.

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