Juntos

Meghan March

Fragmento

1. Kat

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Kat

Mierda. Voy a llegar tarde.

Compruebo la hora en el teléfono móvil por enésima vez mientras el coche que me lleva al aeropuerto de Houston avanza por la carretera. Si pierdo el avión, Dane no me perdonará en la vida. Después de llevar dos años casada con él, lo tengo clarísimo.

—United Airlines, ¿verdad? —me pregunta el conductor.

—Sí, por favor. Tengo que embarcar en menos de una hora.

Me mira por el retrovisor y pone los ojos en blanco.

—Espero que no tenga que facturar equipaje. Es posible que ya no se lo permitan.

—No tengo que facturar nada. Pero... dese prisa.

Menea la cabeza y murmura algo en voz baja antes de tomar la salida que nos llevará directamente a la terminal de United Airlines. Ya me imagino a mi marido, que siempre llega temprano a cualquier sitio, esperándome en la puerta y mirando la hora cada tres minutos mientras se pregunta si por mi culpa tendrá que disfrutar a solas del viaje de aniversario.

No debería haberme hecho las ingles brasileñas. No sé por qué he pensado que pasar tres cuartos de horas sufriendo mientras me depilan las partes femeninas puede ayudarnos a superar el distanciamiento.

Ahora parezco una gallina desplumada, y es posible que mi marido me estrangule.

El vuelo que me ha traído desde Dallas aterrizó esta mañana a las siete en punto y, aunque corrí para llegar a casa, lo hice después de que Dane se marchara al trabajo. Lo interpreté como una mala señal. Subí a la carrera al dormitorio, tiré sobre la cama la maleta de cabina donde llevo los trajes y las camisas y cogí sin mirar unos cuantos biquinis (rezando para que todavía me sigan entrando y que los sujetadores y las bragas coordinen), unos cuantos vestidos de los que me ponía durante las escapadas exóticas de los fines de semana que parecen pertenecer a otra vida, y una selección al azar de pantalones cortos, camisetas, camisolas y sandalias. Ni siquiera saqué el neceser de la maleta, pero ¿lo he hecho alguna vez? Con la maleta rehecha, llegué al spa a las nueve, a tiempo para cambiar mi aspecto de trabajadora agotada y salir con la melena rubia lista para unas vacaciones.

Esta es ahora mi vida. Me paso el día corriendo de un lado para otro sin apenas pararme para respirar. Si no me detengo a pensar, conseguiré no venirme abajo.

Debo mantenerme ocupada. Punto.

En este momento me obligo a sonreír y finjo estar emocionada por unas vacaciones que se solapan con el segundo día más duro de mi vida.

No me puedo creer que haya pasado un año desde que te fuiste.

El dolor me inunda, pero tal como llevo haciendo desde el día en el que me obligué a salir de la cama una semana después del entierro, lo controlo y me trago las ganas de llorar.

Por este motivo no quiero vacaciones. Por esto trabajo hasta caer rendida, por esto me paso el día en aeropuertos, hoteles y salas de reuniones, solucionando los problemas de mis clientes a fin de no pensar en los míos.

Al menos los de mis clientes tienen solución.

Sin embargo, lo intento porque Dane se mostró inflexible. Ni siquiera me consultó lo del viaje hasta que ya lo tuvo todo reservado, de manera que yo no pudiera negarme.

El claxon de un coche de alquiler que circula detrás de nosotros me sobresalta mientras mi conductor da un repentino volantazo para meterse en un hueco libre justo delante de la terminal.

—Señora, será mejor que se dé prisa. Va a llegar tarde.

Abro la puerta y saco la maleta con ruedas del coche. Menos mal que pago el desplazamiento con la cuenta de la empresa y no necesito perder tiempo con el conductor.

—Gracias —le grito mirando por encima del hombro mientras corro hacia las puertas de cristal.

Paso por delante del mostrador de facturación sin pararme siquiera porque, como viajera experimentada que soy, llevo los billetes en el teléfono móvil, de manera que voy directa al control de seguridad rápido.

Faltan treinta y nueve minutos para el embarque. Todo controlado.

Veintiséis minutos después, paso el control de seguridad y corro por el pasillo hacia la puerta de embarque que, cómo no, está en la otra punta de la terminal.

Tal y como me imaginaba, Dane me espera de pie junto a la hilera de asientos con el teléfono en la oreja y la vista clavada en el reloj situado sobre la puerta de embarque.

—Hola. Lo siento. Ya estoy aquí.

Dane se vuelve al oírme. Esos ojos, del mismo color marrón que el pelo que lleva muy corto, me miran de arriba abajo. Frunce el ceño.

Un cambio de ciento ochenta grados con respecto a la sonrisa y al abrazo con los que me recibía en el aeropuerto cuando nos íbamos de escapada de fin de semana. Pero eso fue antes de que todo cambiara.

Le pone fin a la llamada y se guarda el móvil en el bolsillo de los pantalones grises. Lleva una camiseta blanca de manga corta que resalta sus musculosos hombros y brazos, y que deja a la vista los tatuajes que normalmente oculta bajo las almidonadas mangas de las camisas que usa para trabajar.

—Kat, por Dios, pensaba que esta era tu forma de decirme que se acabó.

Sus palabras son como un puñetazo en el estómago.

—¿Cómo?

—No has contestado ni un solo mensaje de texto desde anoche, ni siquiera los tres que te he mandado esta mañana para ver si ibas a venir. Sé que para ti el trabajo es lo primero, pero, joder, no te pases, ¿vale?

Lo miro con la sensación de que tengo delante a un desconocido en vez de a mi marido.

—¿Que se acabó?

—¿Qué quieres que piense si no me dices ni mu?

Rebusco el teléfono en el bolso y lo miro como si tuviera en las manos un aparato de tecnología alienígena.

—No me ha llegado ningún mensaje.

—Pues ya es raro, porque te he mandado seis.

—Hemos acabado con las comprobaciones de cabina previas al embarque y procedemos al embarque del Grupo Uno, primera clase —anuncia la mujer del mostrador.

Dane coge el asa de su macuto y se la cuelga del hombro.

—Vamos a subirnos al puto avión, y ya está.

Dos años de matrimonio, y ya estamos así.

Todo es culpa mía.

2. Kat

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