Traviesa criatura sensual (Wild Seasons 2)

Christina Lauren

Fragmento

Tripa

Capítulo 1

1

Harlow

Irrumpo en el mediocre Starbucks de este vecindario mediocre con la esperanza de olvidar el segundo peor polvo de mi vida. Toby Amsler es tremendamente ligón, sexy y por añadidura pertenece al equipo de waterpolo de la Universidad de California en San Diego: lo tenía todo para una noche de tórrida diversión a lo grande.

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Verás, en lo que a posible interés amoroso se refiere, los tipos pertenecen a una de estas tres categorías básicas: mujeriego, incomprendido o niño de mamá. Sé por experiencia que hay mujeriegos de todas las formas y los tamaños: la estrella de rock obscena, el quarterback musculoso e incluso, de vez en cuando, el irresistible empollón atractivo. ¿Su punto fuerte en la cama? Por lo general el vocabulario soez y la resistencia, dos cosas a las que soy muy aficionada. Lamentablemente, no implican necesariamente habilidad.

El incomprendido suele ser un artista, un surfista tranquilo o un músico sentimental. Casi nunca saben qué demonios hacer, pero al menos están dispuestos a ponerle empeño durante horas.

Al niño de mamá es más fácil detectarlo. Aquí, en La Jolla, suele conducir el Lexus de segunda mano de su madre, en perfecto estado. Se quita los zapatos en cuanto cruza la puerta y siempre te mira a los ojos mientras habla. En la cama, el niño de mamá aporta escasos beneficios, pero al menos tiende a ser pulcro.

Toby Amsler ha resultado ser una infrecuente mezcla de niño de mamá y mujeriego; exponencialmente peor en la cama, por tanto. Lo único más incómodo que su destreza oral de aspiradora es que su madre te despierte con té y Cheerios a las seis de la mañana, sin haber llamado a la puerta. Me han despertado de maneras mejores.

No sé por qué me sorprende. A pesar de lo que las películas y la música hacen creer a las mujeres, todos los tíos son unos incompetentes en lo referente al orgasmo femenino. Aprenden sexo viendo porno y, en el porno, el objetivo es que la cámara saque una buena toma y a nadie le importa si a la chica le funciona, porque, de todas formas, fingirá que le encanta. El sexo se vive de cerca y por dentro, no a la distancia de la cámara. Eso los tíos lo olvidan, por lo visto.

Todavía no se me ha normalizado el pulso y la pareja que tengo delante pide a ritmo de caracol. Él pregunta: «¿Qué le conviene a alguien a quien no le gusta el café?».

«Una cafetería seguro que no», me gustaría soltarle. Pero no lo hago y me recuerdo que no es culpa de este hombre en concreto que todos los hombres sean unos inútiles, que estoy frustrada y de mal humor.

Juro que no tengo tendencia a dramatizar. Simplemente, llevo una mañana pésima y tengo que respirar.

Cierro los ojos e inspiro profundamente. Así. Mejor.

Me aparto y frunzo el ceño ante el mostrador de pasteles barajando mis opciones. Entonces me quedo quieta y parpadeo dos veces antes de achicar los ojos y fijarme mejor en la vitrina. O, más bien dicho, en lo que se refleja en el cristal.

«¿Ese que está de pie detrás de mí no es... Finn Roberts?»

Me inclino hacia delante para distinguir lo que se ve junto a mi propio reflejo y, en la cola, justo detrás de mí, efectivamente, está... Finn. Inmediatamente hago un repaso mental. ¿Por qué no está en Canadá? ¿Dónde estoy yo? ¿Estoy despierta? ¿Estoy teniendo una pesadilla con Finn Roberts en la cama de agua individual de Toby Amsler?

Trato de convencerme de que es un efecto de la luz. A lo mejor el cerebro se me ha cortocircuitado definitivamente esta mañana en que daría el brazo izquierdo por un orgasmo: seguro que eso me haría pensar en Finn, ¿no?

Finn Roberts, el único tío que ha conseguido eludir mi conveniente estrategia de las clases de hombre; Finn Roberts, el notable ex marido de doce horas de borrachera en Las Vegas, bueno con las manos, los labios y el cuerpo, el que consiguió que me corriera tantas veces que me dijo que creía que me había desmayado.

Finn Roberts, que también resultó ser un gilipollas.

Un efecto de la luz. No puede ser él.

Pero echo un vistazo fugaz por encima del hombro y me doy cuenta de que sí que lo es. Lleva una gorra de marino calada hasta los ojos avellana con las pestañas más largas y espesas que he visto en mi vida. Luce la misma camiseta verde seco con el logo blanco de la empresa de pesca de su familia con la que lo sorprendí en su ciudad natal hace poco más de un mes. Tiene los brazos bronceados y musculosos cruzados sobre el pecho.

Finn está aquí. Joder. Finn está aquí.

Cierro los ojos y gimo. Mi organismo reacciona a un horrible reflejo: inmediatamente siento una suave calidez, arqueo la columna como si él me estuviera empujando por detrás. Recuerdo el primer momento en que supe que estaríamos juntos, en Las Vegas. Borracha, lo señalé y dije en voz alta para que todos lo oyeran: «Seguramente esta noche me lo follaré».

Él se inclinó hacia mí y me dijo al oído: «Qué bien. Pero prefiero ser yo el que te folle».

Y sé que si ahora oigo su voz profunda, tranquila como el agua remansada y un poco cavernosa por naturaleza, con lo excitada que estoy, seguramente tendré un orgasmo aquí mismo, en la cafetería.

Sabía que tendría que haber esperado e ido en coche a Pannikin a tomar mi acostumbrado chute de café matutino. Cuento en silencio hasta diez. Una de mis mejores amigas, Mia, dice en broma que solo me callo cuando estoy sorprendida o enfadada. Ahora estoy tanto una cosa como la otra.

El camarero escuálido se estira hacia mí para que le haga caso.

—¿Quiere probar nuestro moca especiado?

Asiento sin comprender.

«Un momento. ¿Qué? No. ¡Qué asquerosidad!» Una diminuta pizca de mi cerebro que todavía funciona le ordena a gritos a mi boca que pida lo de siempre: café americano, solo. Pero me quedo paralizada, muda de aturdimiento, mientras el camarero de Starbucks anota mi pedido con un rotulador negro. Confusa, le pago y meto la cartera en el bolso.

Recobro la compostura y, cuando me vuelvo para esperar el café, Finn me mira a los ojos y sonríe:

—¡Eh, Pelirroja!

Vuelvo solo la cabeza para estudiarlo. Esta mañana no se ha afeitado y se le ve la sombra oscura de la barba incipiente. Tiene el cuello muy bronceado de haber trabajado todo el verano en el mar. Me permito repasarlo de arriba abajo, porque, seamos realistas, sería tonto no disfrutar de esa planta antes de decirle que se vaya a la mierda.

Finn tiene la constitución de un superhéroe de los cómics de Lola: ancho de pecho y estrecho de cintura, con los brazos desarrollados y las piernas musculosas. Da la sensación de impenetrabilidad, como si esa piel dorada suya recubriera titanio. Lo que intento decir, Dios, es que este hombre trabaja con las manos, suda trabajando, jode de un modo vocacional y lo ha criado un padre que espera de sus hijos, más que nada, que sean buenos pescadores. Me parece que cualquiera de los tíos que conozco parecería un entremés a su lado.

La sonrisa se le ensancha y ladea un poco la cabeza.

—¿Harlow?

A pesar de que la sombra de la gorra le oculta en parte los ojos, juraría que los abre cuando alzo los míos. Y ahora re

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