Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino

Julián Herbert

Fragmento

Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino

Balada de la madre Teresa de Calcuta

Para Armando J. Guerra y Javier Rodríguez Marcos

No te engañes: eso que llamas «la experiencia humana» es sólo una masacre de capas de cebolla. Digo masacre por decir cualquier cosa, una metáfora genérica intercambiable. Aunque, si te lo piensas, nada sabe tanto a sangre como una cebolla descuajaringada, cortada en rodajas contra el vidrio de la mesa y reventada a golpes de mango de cuchillo y tallada en cuadrícula con profundos cortes. Tiene que ser por el olor. Las salpicaduras de zumo transparente ciegan de llanto a los depredadores y hacen que todo apeste a pulpa y hemorragia, a recio hierro cristalino, circulación y vaho más que materia sólida. También es cierto que, bien machacada pero con el rabito peludo, despeinado e intacto, la cebolla parece menos un vegetal que un bicho muerto. Así que sí: no te engañes, eso que llamas «la experiencia humana» es sólo una masacre de capas de cebolla. Uno lo nota siempre, pero más cuando se trata de contar una historia. Lo primero que hacemos es elegir la capa más perfecta y transparente y menos rota de la cebolla que nos ha tocado en suerte.

Por eso, hace unas semanas le sugerí a un viejo amigo (previa firma de un contrato y la entrega por mi parte de una factura a cambio de la promesa de cierta suma de dinero) que iniciara sus memorias con la anécdota que sigue:

Max aprovechó su alto rango en la delegación francesa de Pemex para volar de París a Montpellier. De ahí se desplazó en taxi a Sète a conocer la tumba de Paul Valéry. Era el otoño de 1981. Jorge Díaz Serrano había renunciado a la dirección de la paraestatal tras la caída de los precios del petróleo. Como parte de la estrategia a futuro del candidato Miguel de la Madrid contra el estilo manirroto del sexenio agonizante, la central europea llevaba meses bajo el nutrido fuego de los auditores. Más que angustia, esto a Max le producía irritación: lo fastidiaba haber perdido el auto con chofer. Pasó la primavera y el verano desplazándose en metro de la casa al trabajo. Cada mañana, de lunes a viernes, apreciaba el modo paulatino en que iba pudriéndose la laca del peinado de una imbañable y elegante oficinista parisién. Fue la imagen y el aroma de esta laca putrefacta lo que le impulsó a abrir la caja fuerte donde estaban los datos de una cuenta de gobierno autorizada a su exclusivo uso discrecional. El saldo frisaba los diez mil dólares. Max utilizó parte de ese recurso para costear su viaje a Languedoc-Roussillon.

No logró impresionarse frente a la tumba de Valéry. Estaba situada en una de las avenidas secundarias del panteón, en deshonrosa pendiente, muy cerca de una toma de agua coronada por un grifo goteante. Sin embargo el cementerio marino le pareció una perfecta joya sucia por sus lápidas en forma de álbum de familia y sus rosas de cristal o de metal o yeso dentro de negros búcaros de granito y su espectacular vista del Mediterráneo. Estaba, además, Sète: su mercado apestoso a culo de pescador y sus migrantes portugueses fácilmente prostituibles entre las rocas de la rompiente, y sus bares cuyo único platillo a la carta era al mismo tiempo la especialidad: almejas a la brasa con vino del Hérault… Todo tan patético y pintoresco que Max decidió quedarse por tiempo indefinido.

El miércoles a mediodía llamó Basurto.

—Nos cargó la chingada, lic. Están desmantelando.

Será porque esa madrugada había fornicado con un operario de la construcción equipado con una loable mezcla de músculos amenazantes y preferencias pasivas, será porque —contra su costumbre— había pedido un kir royal con el almuerzo, el caso es que Max se sentía invulnerable:

—Mándalos a la verga.

—Acabo de entregar las llaves de tu oficina a un mando medio de la embajada —respondió Basurto—. Buena suerte, lic.

Y colgó.

Max dejó caer la bocina a un lado del buró. Pensó que lo mejor sería cerrar la cuenta del hotel, comprar traje y corbata nuevos y tomar un vuelo a París. O a México. Mientras visualizaba estas acciones, permaneció sobre la cama, bocarriba y desnudo. Se quejó:

—Gurrpsss. Gurrpsss.

(Max dice que el quejido, siempre y cuando se le practique en desnudez absoluta sobre un colchón alquilado, se parece a la meditación trascendental.)

—Gurrpsss.

Un puño golpeó la puerta.

Qu’est-ce qui se passe là-bas, merde?

Max saltó de la cama.

Je vais bien, merci.

Le tomó un par de horas y un montón de francos en conferencias internacionales reunir las piezas de la situación. Resultó peor de lo que esperaba: no sólo habían cerrado el despacho y congelado las cuentas oficiales a su cargo, sino que se discutía la posibilidad de declararlo prófugo. Su jefe inmediato le exigió presentarse en la Ciudad de México para responder ante lo que parecía un millonario fraude por sobreprecios en la adquisición de refacciones. Además, los auditores habían hallado en París una bodega facturada por Pemex llena de armas de asalto destinadas, supuestamente, al gobierno de Nicaragua. Max ni siquiera sabía de la existencia de ese alijo. Rio para sus adentros: durante cinco años había sido el valet parking de diputados y secretarios de gobierno que, sin consultar con él, ideaban y ponían en práctica jugosas estafas. Ahora iba a tocarle cargar con el bulto, y sus fiscales serían los mismos individuos que se enriquecieron mientras le daban propinas. Decidió que, aunque llevaba ocho años en Europa, no había salido nunca de México.

El próximo avión de Montpellier a París estaba programado a las once de la noche. Max consiguió boleto para un segundo vuelo al D. F. Despegaría del De Gaulle a las seis de la mañana. Podía tomar un taxi y, a matacaballo, pasar tres horas en su apartamento parisino. Si acaso. Estaba la opción de acribillar el tiempo muerto en una taberna, salvo que deseaba mantenerse sobrio hasta comparecer en las oficinas centrales. Cargaba una ligera molestia estomacal y le pareció imbécil continuar maltratando su sistema digestivo veinticuatro horas antes de la última batalla. También era posible darse una vuelta por Pigalle y contratar un prostituto, pero no estaba de humor para ensartar su glande en el recto amibiásico de una migranta melodramática y obtusa. Consideró que lo más irracional y sano era quedarse aquella noche nula en vela, solitario y a deshoras, entre los pasillos del aeropuerto.

Conozco los detalles de esta historia porque cargo con una maldición: la gente quiere siempre contármelo todo. No puedo resistirme, de eso vivo. Dirijo un despacho de asesores especializado en evaluar y corregir memorias. ¿Has disfrutado las anécdotas jugosas que narra un alcalde insulso en una cena patriótica? ¿Sientes empatía hacia una vieja cantante estafada por su joven y bello marido? ¿Te conmueves frente a un libro que relata los esfuerzos y tragedias íntimas de un empresario en telecomunicaciones? ¿Gozas y te horrorizas alternativamente con las ocurrencias

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